El Conde de SAINT-GERMAIN.
(La piedra filosofal o el secreto de los alquimistas)
Testimonios sobre la existencia actual del Conde de Saint-Germain, los hay en gran cantidad.
Comencemos sobre el encuentro que el famosísimo y serio escritor Giovanni Papini, tuvo con el Conde el 16 de febrero del año 1939, a bordo de la embarcación marina “Prince of Wales”, la que viajaba por el océano Indico, rumbo a la India.
Esto lo consignó Giovanni Papini en su libro “Gog”, con las siguientes palabras:
“He conocido estos días al famoso CONDE DE SAINT-GERMAIN.
Es un caballero muy serio, de mediana estatura, pero de apariencia robusta y vestido con refinada sencillez.
No parece tener más de cincuenta años.”
“En los primeros días de la travesía no se acercaba y no hablaba con nadie.
Una noche que me hallaba solo en la cubierta y miraba las luces de Massaua, apareció junto a mí de improviso y me saludó.
Cuando me hubo dicho su nombre creí que se trataba de un descendiente de aquel conde de Saint-Germain que llenó con sus misterios y con la leyenda de su longevidad todo el Setecientos.
Había leído hacía poco, por casualidad, en un magazín, un artículo sobre el conde “inmortal” y no fui cogido por fortuna desprevenido.
El conde mostró satisfacción al darme cuenta de que yo conocía algo de aquella historia y se decidió a hacerme la gran confidencia.”
“— No he tenido nunca hijos y no tengo descendientes.
Soy aquel mismo, si se digna creerme, que fue conocido con el nombre de conde de Saint Germain en el siglo XVIII.
Habrá leído que algunos biógrafos me hacen morir en 1784, en el castillo de Eckendoerde, en el ducado de Achleswing.
Pero existen documentos que prueban que fui recibido en 1786 por el emperador de Rusia.
La condesa de Adhémar me encontró en 1789 en París, en la iglesia de los Recoletos.
En 1821 tuve una larga conversación con el Conde de Chalons en la plaza de San Marcos de Venecia.
Un inglés, Vandam, me conoció en 1847.
En 1869 comenzó mi relación con Mrs. Annie Besant.
Mrs. Oakley intentó en vano encontrarme en 1900, pero, conociendo el carácter de esa buena señora, conseguí evitarla.
Encontré algunos años después a MR. Leadbeater, que hizo de mí una descripción un poco fantástica, pero en el fondo bastante fiel.
He querido volver a ver, después de unos sesenta años de ausencia, la vieja Europa: ahora regreso a la India, donde se hallan mis mejores amigos.
En la Europa de hoy, desangrada por la guerra y alocada en pos de las máquinas, no hay nada que hacer.”
“— Pero si las noticias que yo tengo son exactas, usted era ya más que un centenario en 1784, en la época de su presunta muerte.”
“El conde sonrió dulcemente.”
“— Los hombres — respondió — son demasiado desmemoriados o demasiado niños para orientarse en la cronología.
Un centenario, para ellos, es un prodigio, un portento.
En la antigüedad, e incluso en la Edad Media, se recordaba todavía algunas verdades elementales que la orgullosa ignorancia científica ha hecho olvidar.
Una de estas verdades es “que no todos los hombres son mortales”.
La mayoría mueren realmente después de setenta o cien años; un pequeño número sigue viviendo indefinidamente.
Los hombres se dividen, desde este punto de vista, en dos clases: la inmensa plebe de los extinguidos y la reducidísima aristocracia de los “desaparecidos”.
Yo pertenezco a esa pequeña élite y en 1784 había ya vivido no un siglo, sino varios".
“¿Es usted, pues, inmortal?”
“— No he dicho esto. Es necesario distinguir entre inmortalidad e inmortalidad. Las religiones saben desde hace miles de años que los hombres son inmortales, es decir, que comienzan una segunda vida después de la muerte. A un pequeño número de esos está reservada una vida terrestre tan sumamente larga que al vulgo de los efímeros le parece inmortal. Pero así como hemos nacido en un momento dado del tiempo, es bastante probable que deberemos también nosotros, más pronto o más tarde, morir. La única diferencia es ésta: que nuestra existencia media en vez de por lustros se mide por siglos. Morir a setenta años o morir a setecientos no es una diferencia tan milagrosa para quien reflexiona sobre la realidad del tiempo.”
“— Ha hecho usted alusión a una aristocracia de inmortales. ¿No es verdad, pues, el único que goza de este privilegio?”
“— Si vuestros semejantes conociesen mejor la Historia, no se extrañarían de ciertas afirmaciones. En todos los países del mundo, antiquísimos y modernos, vive la firme creencia de que algunos hombres no han muerto, sino que han sido “arrebatados”, esto es, desaparecen sin que se pueda encontrar su cuerpo. Estos siguen viviendo escondidos y de incógnito o tal vez se han adormecido y pueden despertarse y volver de un momento a otro. Vaya a Alemania y le enseñarán el Unterberg cerca de Salisburgo, donde espera desde hace siglos, en apariencia adormecido, Carlomagno; el Kyffhauser, donde se ha refugiado, esperando, Federico Barbarroja; y el Sudermerberg que hospeda todavía a Enrique el asesino. En la India dirán que Nana Sahib, el jefe de la sublevación de 1857, desaparecido sin dejar rastro en el Nepal, vive todavía escondido en el Himalaya.
Los antiguos hebreos sabían que al Patriarca Enoch le fue evitada la muerte; y los babilonios creían la misma cosa de Hasisadra. Se ha esperado durante siglos que Alejandro Magno reapareciese en Asia, como Amílcar, desaparecido en la batalla de Panormo, fue esperado por los cartagineses. Nerón desapareció sin someterse a la muerte. Y todos saben que los británicos no creyeron nunca en la muerte del rey Artus, ni los godos en la de Teodorico, ni los daneses en la de Holger Danske; ni los portugueses en la del rey Sebastián, ni los suecos en la del rey Carlos XII, ni los servios en la de Kraljevic Marco.”
“Todos estos monarcas se hallan adormecidos y escondidos, pero deben volver. Aún hoy los mongoles esperan el regreso de Gengis Kan.”
“Una interpretación plausible de ciertos versículos del Evangelio ha hecho creer a millones de cristianos que San Juan no murió nunca, sino que vive todavía entre nosotros. En 1793, el famoso Lavater estaba seguro de haberle encontrado en Copenhague.
Pero bastaría el ejemplo clásico del Judío Errante, que bajo el nombre de Ahas Verus o de Butadeo, ha sido reconocido en diversos países y en diversos siglos y que cuenta actualmente más de mil novecientos años.
Todas estas tradiciones, independientes las unas de las otras, prueban que el género humano tiene la seguridad o al menos el presentimiento de que hay verdaderamente hombres que sobrepasan en gran medida el curso ordinario de la vida.
Y yo, que soy uno de estos, puedo afirmar con autoridad que esta creencia responde a la verdad.
Si todos los hombres disfrutasen de esta longevidad fabulosa, la vida se haría imposible, pero es necesario que alguno, de cuando en cuando, permanezca: somos, en cierto modo, los notarios estables de lo transitorio.”
“— ¿Soy indiscreto si le pregunto cuáles son sus impresiones de inmortal?“
“No se imagine que nuestra suerte sea digna de envidia. Nada de eso. En mi leyenda se dice que yo conocí a Pilatos y que asistí a la Crucifixión. Es una grosera mentira. No he alardeado nunca de cosas que no son verdad.
Sin embargo, hace pocos meses cumplí los quinientos años de edad.
Nací, por lo tanto, a principios del cuatrocientos y llegué a tiempo para conocer bastante a Cristóbal Colón.
Pero no puedo, ahora, contarle mi vida.
El único siglo en que frecuenté más a los hombres fue, como usted sabe, el setecientos, y puedo lamentarlo.
Pero ordinariamente vivo en la soledad y no me gusta hablar de mí.
He experimentado en estos cinco siglos muchas satisfacciones, y a mi curiosidad, en modo especial, no me ha faltado alimento.
He visto al mundo cambiar de cara; he podido ver, en el curso de una sola vida, a Lutero y a Napoleón, Luis XIV y Bismarck, Leonardo y Beethoven, Miguel Ángel y Goethe.
Y tal vez por eso me he librado de las supersticiones de los grandes hombres.
Pero estas ventajas son pagadas a duro precio.
Después de un par de siglos, un tedio incurable se apodera de los desventurados inmortales.
El mundo es monótono, los hombres no enseñan nada, y se cae, en cada generación, en los mismos errores y horrores; Los acontecimientos no se repiten, pero se parecen; Lo que me quedaba por saber ya he tenido bastante tiempo para aprenderlo.
Terminan las novedades, las sorpresas, las revelaciones.
Se lo puedo confesar a usted, ahora que únicamente nos escucha el mar Rojo: Mi inmortalidad me causa aburrimiento.
La tierra ya no tiene secretos para mí, y no tengo ya confianza en mis semejantes.
Y repito con gusto las palabras de Hamlet, que oí la primera vez en Londres en 1594: “El hombre no me causa ningún placer, no, y la mujer mucho menos.”
“El conde de Saint-Germain me pareció agotado, como si se fuese volviendo viejo por momentos.
Permaneció en silencio más de un cuarto de hora contemplando el mar tenebroso, el cielo estrellado.”
“Dispénseme — dijo finalmente —si mis discursos le han aburrido.
Los viejos, cuando comienzan a hablar, son insoportables.”
“Hasta Bombay, el conde de Saint Germain no volvió a dirigirme la palabra, a pesar de que intenté varias veces entablar conversación.
En el momento de desembarcar me saludó cortésmente y le vi alejarse con tres viejos hindúes que se hallaban en el muelle esperándole.”
En otra obra muy famosa se afirma:
“La existencia histórica del conde se inició en Londres el año 1743.
Allá por 1745 tuvo ciertas fricciones con la justicia, pues se había hecho sospechoso de espionaje.
Horace Walpole hizo esta observación al respecto: “Está aquí desde hace dos años y no quiere revelar quién es, ni cuál es su origen, si bien confiesa que utiliza un nombre falso.”
Por entonces se describía al conde como un hombre de estatura mediana, rondando los cuarenta y cinco, muy amable y gran conversador.
“Se sabe a ciencia cierta que Saint-Germain era un seudónimo, porque él mismo dijo en cierta ocasión a su protector, el landgrave de Hesse”:
“Me llamo Santus Germanus, el hermano santo.”
También se sabe que, tras pasar varios años en Alemania, en 1758, se presentó en la corte de Luis XV.
Madame Pompadour nos ha dejado una descripción de Saint Germain: “El conde parecía un cincuentón; tenía un aire fino, espiritual, vestía sencillamente, pero con gusto.
Lucía hermosos diamantes en los dedos, la tabaquera y el reloj.” Aquel forastero, aquel desconocido cuyo título nobiliario era muy dudoso y cuyo nombre parecía incierto, por decirlo de alguna forma, supo abrirse paso hasta el círculo íntimo de Luis XV, quien le concedió varias audiencias privadas.
Y ese ascendiente sobre el rey fue lo que irritó sobremanera al ministro Choiseul y lo que acarreó a Saint-Germain la desgracia y el exilio.
Finalmente se sabe que el conde pasó la última época de su vida en el castillo de landgrave de Hesse, donde murió, según se dice, el 27 de febrero de 1784.
Observemos, sin embargo, que esa “muerte” se produjo durante una de las raras ausencias del landgrave, ocasiones en que solamente rodeaban al conde unas cuantas mujeres fácilmente sobornables.”
“Se conoce su historia entre los años 1743 y 1784.
Pues bien, busquemos ahora los testimonios de personas fidedignas que lo conocieron antes o después de esas fechas límite.
La condesa de Gergy, embajadora de Francia cerca del estado Veneciano, nos da el primer informe.
Vio a Saint-Germain en casa de Madame Pompadour y, aparentemente, quedó estupefacta.
Según sus propias manifestaciones, recordó haber conocido en Venecia allá por el 1700, a un aristócrata extranjero cuyo parecido con el conde era asombroso, aunque aquél tenía otro apellido.
Ella le preguntó si no sería su padre u otro familiar cercano.”
“— No, Madame — respondió el conde con gran calma —.
Perdí a mi padre hace mucho tiempo.
Pero viví en Venecia entre fines del siglo pasado y principios de éste.
Por cierto que tuve el honor de haceros la corte, y vos encontrasteis agradables algunas barcarolas compuestas por mí y que ambos solíamos cantar juntos”
“Perdonad mi franqueza, pero eso no es posible. Aquel conde de Saint¬ Germain tendría entonces cuarenta y cinco años, y vos tenéis ahora esa edad.”
Madame — contestó sonriendo el conde — yo soy muy viejo.”
“— Pero, con arreglo a esos cálculos, vos tendríais ahora casi cien años.”
“— ¡Eso no es imposible!”
“Entonces, el conde enumeró ante Madame de Gergy una infinidad de detalles relacionados con la estancia de ambos en el Estado veneciano.
Y, por si quedara alguna duda, se ofreció a recordarle ciertas circunstancias, ciertas observaciones, ciertos escarceos...”
¡No, no! — lo interrumpió presurosamente la anciana embajadora — Me habéis convencido por completo; Pero vos sois un... un “diablo” realmente extraordinario... (Citado por Touchard Lafosse en Les Chroniques de I’oeil -deboeuf.)
“Más allá del año 1784 encontramos una nueva intervención del conde, que no parece dejar lugar a dudas.
El año siguiente a su “muerte” oficial participó en la convención masónica de París, celebrada el 15 de febrero de 1785.”
“…Hay otra persona cuya afirmación de haber conocido a Saint Germain no puede ponerse seriamente en duda. Se trata de Wellesley Tudor Pole, viajero e industrial a quien le fue conferida la Orden del Imperio Británico y fue acreditado estudioso de arqueología, fundador de la Big Ben Silent Minute Observance, presidente del Chalice Well Trust de Glastonbury y gobernador de la Glaston Toru School for Boys.”
“En su libro The Silent Road, Tudor Pole describe un extraño encuentro mientras viajaba en el Oriente Express.
Era en la primavera de 1938, y se dirigía a Constantinopla, leyendo el Infierno de Dante.”
“En un paradero de Bulgaria, Tudor Pole miró por la ventanilla y vio un hombre de edad mediana, apuesto y bien vestido, que caminaba sobre la nieve, en el terraplén de la vía férrea.
El hombre sonrió y saludó con la cabeza al sorprendido viajero inglés.
El tren arrancó y pronto entró en un túnel, pero el vagón de Tudor Pole siguió con las luces apagadas. Cuando el tren salió del túnel, el desconocido estaba sentado en el rincón opuesto.
Entonces vio la obra de Dante que estaba leyendo Tudor Pole e inició una fascinante conversación sobre el problema del cielo y el infierno y el enigma de nuestro actual estado de existencia.”
“Tudor Pole dijo que su compañero de viaje hablaba con impecable acento, pero evidentemente no era inglés. Su atuendo y el sesgo de su mente sugerían que muy bien podía ser húngaro. Invitó al desconocido a comer con él, a lo cual replicó sorprendentemente que no comía manjares.”
“Un poco aturrullado, y comprendiendo que aquel hombre no era un viajero corriente, Tudor Pole se dirigió al coche restaurante. Cuando volvió una hora más tarde, su misterioso visitante se había ido.”
“Unos días después, Tudor Pole estaba en el andén de Scutari, junto al Bósforo. Su equipaje estaba ya en el tren.”
“Volvió a aparecer mi amigo del Oriente Express; estaba entre la muchedumbre, a cierta distancia de mí, y sacudía vigorosamente la cabeza.
Desconcertado, dejé que el tren se marchase sin mí.
Poco después, este tren sufrió un accidente a unos ciento cincuenta kilómetros de donde yo me hallaba.
En definitiva, recobré mi equipaje.
Parte de él estaba manchado de sangre.
“Tudor Pole no identificó al desconocido en su libro, pero Walter Lang, que escribió la Introducción y también unos comentarios sobre otro de sus libros, preguntó a Tudor Pole: “¿Sabe quién era el hombre del tren?” Pudor Pole respondió: “Sí. ¡Era Germain!”.
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