JESUS EL CRISTO

JESUS EL CRISTO
Gnosis por Samael Aun Weor

viernes, 11 de febrero de 2011

JUDAS: EL VUELO DE LA SERPIENTE EMPLUMADA...

JUDAS DE ISCARIOT
EL VUELO DE LA SERPIENTE EMPLUMADA.
POR. ARMANDO COSANI

Sonó la primera Palabra de Dios, allí donde no había cielo ni tierra.

Y se desprendió de su Piedra y cayó al segundo tiempo y declaró su divinidad.

Y se estremeció toda la inmensidad de lo eterno, Y su palabra fue una medida de gracia, un des­tello de gracia y quebró y horadó la espalda de las montañas.

¿Quién nació cuando bajó?

Gran Padre, Tú lo sabes.

Nació su primer Principio y barrenó la espalda de las mon­tañas.

¿Quiénes nacieron allí? ¿Quiénes?

Padre, Tú lo sabes.

Nació el que es tierno en el cielo.

Libro de los Espíritus, Códice del CHILAM BALAM DE CHUYAMEL


Y nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo, el hijo del hombre que está en el cielo. Y como Moisés levantó la serpierde en el desierto, así es necesario que el hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que en él creyere no se pier­da, sino que tenga vida eterna.

San Juan III 14-16


Dice el gran sabio Ouspensky…

“En todo momento dado todo el futuro del mundo está predes­tinado y existe, pero está predestinado condicionalmente; es decir, será este o aquel futuro según la dirección de los hechos en un momento dado, a menos que entre en juego un nuevo hecho, y un nuevo hecho puede entrar en juego sólo desde el terreno de la conciencia y de la voluntad que de ella resulte.

Es necesario comprender esto y dominarlo.

P.D. OUSPENSKY, Tertium Organum

LIBRO PRIMERO



Nunca pude entender a este hombre extraño y de mesurada palabra que parecía deleitarse al confundirme con sus cáusticas y pa­radojales observaciones sobre todas las cosas. Causaba la impresión de ser un taciturno; pero, a poco de tratarle, no podía uno dejar de ad­vertir el hecho más extraordinario que he conocido en mi agitada vida: él era una sonrisa.

Lo era de pies a cabeza.

No sonreía, no pre­cisaba sonreír; todo él era esa sonrisa.

Esta impresión me llegaba también de una manera muy curiosa y difícil de explicar.

Diré úni­camente que la sonrisa parecía una propiedad natural de su cuerpo y que emanaba hasta de su modo de andar.

Nunca le oí reír, pero poseía el don de comunicar su alegría o seriedad, según fuera el caso. Nun­ca le vi deprimido ni alterado, ni aun durante aquellos turbulentos días, hacia el final de la Segunda Guerra en que a consecuencia de una revolución política, yo fui a parar a una cárcel y él no hizo absolu­tamente nada por obtener mi libertad. Aun en este incidente demos­tró ser un hombre fuera de lo común.

Y hasta parecía empeñado en que yo continuase preso, y cierta vez en que le reproché esta actitud, me dijo:

—Estas mucho mejor acá que allá fuera.

Al menos acá estás bien acompañado y hasta es posible que despiertes.

—Pero si acá ni se puede dormir—, le dije.

—Eso es lo que tú piensas porque aún no sabes cuál de las ma­neras de dormir resulta más peligrosa y dañina a la larga.
Hay quien vela contigo aun cuando duermes, y estás bien acompañado.

En el pabellón en que me encontraba yo preso había también muchos hombres a quienes respetaba como valores intelectuales y cuyas conversaciones me resultaban interesantes.

Con algunos de ellos jugaba interminables partidas de ajedrez, pero nuestras charlas se­guían siempre el rumbo de los acontecimientos políticos que habían culminado con nuestra prisión. Así se lo hice ver a mi amigo una tarde en que me visitó cargado de regalos de Navidad.

—Sigues durmiendo—, fue toda su respuesta.

Ese día charlamos durante un buen rato, Y se me ocurrió pre­guntarle:
—¿Cómo es que tu vienes a visitarme tan a menudo y no has desaparecido como los demás que huyeron en cuanto se enteraron de mi situación?

—Soy más que un amigo; yo soy la amistad que nos une.

No pude evitar una sonrisa con la que quise decirle que no era ese el momento adecuado para lanzarme sus paradojas, e insistí:

—¿Pero cómo es que sabiéndote mi más íntimo amigo la policía no te ha detenido?

Su respuesta fue tan incomprensible como todo lo demás:
—La amistad me protege.

Y te protege a ti también, aunque en otra forma.

Y después de un instante de silencio, agregó:
—No me comprendes porque todavía dependes de ellos, Tal como ellos dependen de ti.

Ni tú ni ellos dependen todavía de sí mismos, pero todos ustedes están convencidos de lo contrario. Si solamente pu­dieran comprender esto, comprenderían todo lo demás a su debido tiempo.

Esto me sublevó y contesté violentamente; le dije que sus pa­labras eran muy interesantes como filosofía en las noches de hastío, pero que en las circunstancias en que yo me encontraba ya se con­vertían en una insoportable majadería.

—Además, —agregué muy exaltado y empleando términos imposi­bles de publicar—

¿Cómo voy a depender de éstos, que para lo único que sirven es para lamerle las botas a ese dictadorzuelo de opereta?

O quizás también dependo de cuanto cretino se apoya en la fuerza y cacarea su popularidad cuando tiene la oposición amordazada.

¿También dependo de aquellos que persiguen la inteligencia y hablan de progreso?

No me llamaría la atención que así me lo dijeses ahora.

El me miró con su invariable y paciente sonrisa, escuchó hasta que hube terminado y ofreciéndome cigarrillos y lumbre contestó:

—Tú lo has dicho.

También dependes de él y de muchas otras cosas más.

Estos —e hizo un ademán significando a los guardias ar­mados que estaban al otro lado de la reja— lo apoyan con sus armas porque no pueden hacer otra cosa que obedecer a quien sepa mandarlos.

Sin armas, sin uniforme y sin jefes, no serian nada.

Se creen los amos de sus armas, pero en realidad son esclavos de ellas.

Pero tú y los que acá están presos contigo son peores.

Estos visten uniforme porque tienen miedo de andar solos en la vida, y porque no pueden hacer nada más productivo para el mundo; también llevan un unifor­me en la cabeza.

Pero ustedes son peores; ustedes dicen que son hom­bres de intelecto y en realidad son unos majaderos enamorados de sus majaderías.

 Ustedes apoyan esta dictadura y cuanta dictadura hay; las apoyan mucho mejor y más eficientemente que los otros; su apo­yo ocurre de muchas maneras, pero principalmente por medio de la actitud de estúpida soberbia que los hace vivir de espaldas a la verdad.

Y no sólo la apoyan, la fortalecen. Sí, ustedes son peores que los que honradamente son ignorantes.

Y, sin embargo, ninguno de ustedes tiene verdaderamente la culpa.

Me dijo todo esto tan calmada y seriamente que yo quedé mudo.

Pasó un buen rato antes de que le preguntase:

—¿Qué es lo que ignoramos?

—Un hecho muy sencillo que en realidad es una verdad física, pero que todos ustedes creen que se trata únicamente de un precepto ético imposible de llevar a la práctica. Seguramente lo habrás leído u oído alguna vez: “No resistáis el mal”.

—Todos estos preceptos fueron dados al mundo por verdaderos sabios. Sólo un puñado de seres en la historia de la humanidad han podido descubrir que son verdades realmente científicas.

La ciencia ordinaria, por cierto, negará esto porque cree que lo ético es algo separado de lo que llama materia, sin advertir que es justamente lo que condiciona y vivifica la materia y hasta crea sus formas. Hace mucho tiempo hubo un verdadero sabio entre los hombres de ciencia y se llamó Mesmer.

La ciencia, o eso que llaman ciencia, lo persiguió y sus trabajos han sido ignorados.

Es el destino de todo aquel que descubre la verdad. Hoy día el mesmerismo pasa por una forma de charlatanería, y lo curioso es que son justamente los charlatanes de La ciencia quienes más peroran contra la “charlatanería” de Mesmer.

Algunos que han estudiado a Mesmer para hacer curaciones magné­ticas se han aproximado a la verdad que él dejó oculta en sus aforis­mos.

 Pero solamente unos cuantos, muy pocos, han advertido que lo que es “si” también puede ser “no”, que el “si” es una verdad rela­tiva al “no”, como lo “bueno” es relativo a lo “malo”.

Pero ya tendrás oportunidad de enterarte de esto porque al fin me has hecho una pregunta que vale la pena.

Debo confesar que las palabras de este amigo me parecieron siempre cosas de loco.

Aquella tarde se marchó más contento y alegre que de costumbre, prometiéndome una nueva visita para dentro de dos días, cosa que, conforme a los reglamentos del penal, era sumamente difícil. Cuando se lo observé, me dijo:
—Tú sabes andar en bicicleta, ¿verdad?
—Naturalmente—, le dije.
—Bien; quien sabe andar en su propia bicicleta puede andar en cualquier otra.

¿Qué diantres tenía que ver la bicicleta con su visita?

Mu­chas veces me hice esta y otras preguntas surgidas de sus palabras. Aún sigo haciéndomela sin encontrar una respuesta adecuada. Debo también confesar que la razón me indicaba que este hombre era loco, pero yo sentía un singular cariño hacia él.

He querido representarlo así, actuando en una circunstancia importante de mi vida, en aquel acontecimiento que marcó el fin de una carrera a la cual yo había entregado todas mis fuerzas y todo mi entusiasmo. Fue en verdad un rudo golpe el que sufrí al perder aquella situación conquistada tras largos años de penosa labor; pero cuando le dije todas estas cosas a mi amigo, él se limitó a contestar:

—Es lo mejor que te podía haber ocurrido.

 Ahora sólo de ti depende que tu despertar no te cause mayores sufrimientos.

Y a continuación me dijo muchas cosas que en ese momento tomé como palabras con que él quería consolarme, al  insistir en que yo poseía ciertas cualidades personales indicativas de la promesa de un despertar.

Por cierto que este relato no tiene como finalidad hacer mi autobiografía, ni detallar los pormenores de mi agitada existencia antes y después de este acontecimiento.

Y si debo anotar algunos hechos per­sonales es porque necesito proporcionar algunos antecedentes que expliquen a mi amigo, y que también sirvan para sustanciar los es­critos que me pidió que publicase en esta fecha “con la finalidad de aumentar el número de los nuestros”.

Recuerdo que cada vez que le pregunté lo que significaba con eso de “los nuestros” y quiénes eran, me respondió:

—Una clase muy especial de abejas que se da sólo de vez en cuando y con grandes esfuerzos.

Tal fue la voluntad de mi amigo, y yo cumplo con ella no sola­mente por haber empeñado mi palabra, sino porque advierto en todo esto algo que quizás tenga un valor que a mí se me escapa.

 Aun es posible que alguno de los lectores sepa de que se trata, y pueda expli­carme a este hombre.
También es menester que haga una confesión: no sé cómo se lla­ma, jamás me dio su verdadero nombre, y, salvo una vez, a mi jamás se me ocurrió hacerle esas preguntas de rigor que exigen nombre y apellido, edad, nacionalidad, profesión, etc.
Quizás alguno de ustedes lo conozca o haya tenido noticias de él.

Y digo esto porque en aquella oportunidad en que quise abordar este aspecto de su ser, dejé que vislumbrase mi interés por su origen y demás cosas que él nunca explicaba espontáneamente como por lo ge­neral lo hace todo hombre a fin de inspirar confianza a los demás.

Mi amigo era muy diferente a todas las personas que he conocido en mi vida, y parecía no importarle absolutamente nada la impresión que causara.

De modo que cuando surgió la cuestión de mi interés en su identidad, dijo estas enigmáticas palabras:

—Quien verdaderamente lo quiera, me puede conocer.

Sólo hace falta quererlo para comenzar.

Estoy en todas partes en general, y en ninguna en particular. A quien me llama, voy. Pero esto es sólo una manera de decirlo, porque la realidad es otra. Pocos me saben llamar; y suele ocurrir que cuando acudo a éstos, se espantan, pierden la ca­beza y comienzan a abrumarme con muchas preguntas:

¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? ¿De qué vives? ¿En qué trabajas?

Y así por el estilo.

Nunca contesto estas impertinencias porque si el hombre no sabe lo que quiere, es mejor que tampoco sepa nada de mí..

Ocurre también que aquellos que me buscan sin darse cuenta, o deciden no prestarme ninguna atención, o se lo atribuyen todo a ellos mismos.

 Los hay también que me consideran “malo”.

Pero es solamente na­tural que así ocurra en esta época de franca degeneración de la inteligencia humana.

Desbarato los sueños de los hombres y no les dejo una sola ilusión en pie.

Pocos son los que se deciden a mantener el con­tacto conmigo, pero estos pocos son los verdaderamente afortunados, pues tienen la posibilidad de conocer el valor real de la vida.

Claro está que este conocimiento tiene sus responsabilidades; pero ya te en­terarás de eso a su debido tiempo.

Recuerdo que en esta oportunidad le dije:
—Entonces me alegro muchísimo de no haberte importunado.

Te ruego que disculpes mi curiosidad. No quisiera perder el contacto contigo por nada del mundo.
Ante estas palabras, él sonrió y agregó:
—Hay un medio sencillo de conservar el contacto conmigo: recor­dando.

El recuerdo es el contacto con la memoria.

En la memoria está el conocimiento o la verdad.

Unirse de corazón a la verdad es lo trascendental.

Disfruta de mi amistad mientras esté contigo. Te convendrá pro­curar entender las cosas que te digo y comprenderme. Todo esfuerzo que hagas en este sentido te será una positiva ganancia, aun cuando a me­nudo te parezca que toda tu vida se derrumba. Tú eres uno de esos que me han llamado sin darse cuenta cabal de que me buscaban. No me has abrumado con preguntas ni con pedidos necios. Pero debo adver­tirte que si bien tienes algunas cualidades que me conservan a tu lado, esas mismas cualidades me pueden alejar totalmente de ti si es que no despiertas. Al menos, si ahora despertases, y solamente de ti depende que lo hagas, no sufrirás lo que seguramente habrás de su­frir cuando debas permanecer solo y en silencio, como en el desierto.

Yo sólo puedo acompañarte un tiempo. Si no aprendes a atesorar cuanto te doy, solamente tú tendrás la culpa de ello.
En aquella época me molestaba el tono protector con que me ha­blaba en estos casos. Su seriedad me parecía absurda y fuera de lugar. Muchos amigos y algunos de mis compañeros de trabajo sentían una marcada antipatía hacia él. Me preguntaban qué era lo que yo veía en este amigo y lo calificaban de “tipo raro”; algunos decían que no tenía sentimientos, que nada le conmovía. Pero yo sé que era un hom­bre lleno de amor. Cuando comenté las opiniones de mis amigos a raíz de un incidente social, me dijo:
—No te inquieten esas opiniones. Esos son la escoria del mundo, el verdadero mal de la sociedad humana. Siempre hallaras en sus bolsillos las treinta monedas de plata.

Nada tengo con ellos, nada quiero tener; están sometidos a otras fuerzas de las que podrían librarse si realmente lo quisieran, pero se han enamorado de sí mismos y con­funden el sentimiento con sus debilidades personales.

Pero será mejor y más práctico que haga un relato cronológico de los hechos.

Ingresé al periodismo porque tras una de las tantas guerras de este si­glo quedé con una pierna tan dañada que me fue imposible reanudar mi profesión en la marina mercante. El hecho de saber algunos idio­mas y de poder traducir el lenguaje cablegráfico y no redactar del todo mal, fueron factores que me ayudaron en esta empresa. Era am­bicioso, y quise hacer carrera porque sentía muy vivamente que la salud obraba en mi contra y que los años se hacían cada vez más breves. Renuncié a las aventuras y los goces que produce el viajar sin rumbo fijo, como cuando me enrolaba de tripulante en cualquier barco, en cualquier puerto, y también renuncié a la poesía y a mu­chas otras cosas que hasta entonces habían alegrado mi existencia. Era desagradable caminar apoyado en un bastón, y era aún más des­agradable tener a veces que recurrir a las muletas. No disponía del dinero necesario para que un especialista me tratase la pierna como era debido, y de mi patria había huido espantado ante la poca mater­nal protección de los hospitales militares. Tenía razones muy funda­das para ello. Había visto demasiadas cosas. Pero esto no tiene sino el valor de un antecedente personal.
El sueldo que ganaba era el mínimo. Trabajaba con deseos de prosperar y con entusiasmo. No sólo quería hacer una carrera y crear­me un nombre en el periodismo, sino que me daba cuenta también de que en tanto dependiese un día del bastón, y al siguiente de las muletas —según fuese la densidad humana en los tranvías en que debía ir y venir de mi trabajo— mis posibilidades en la vida estaban circunscritas a ser un traductor y nada más. Mi primer objetivo fue, pues, ganar dinero. Y como traía por herencia y por educación ciertas ideas religiosas, estimé que lo mejor era pedir ayuda al cielo.

Pensé en hacer mis pedidos a alguno de los santos a quienes se atribuyen milagros, pero mi trabajo obró contra esta decisión.

Las noticias infor­maban acerca de la situación mundial en vísperas de la segunda gue­rra y acerca de aquella lamentable comedia de títeres en Ginebra. Obraron poderosamente sobre mi ánimo y terminaron por minar mi creencia en los santos. No podía explicarme cómo era posible que con tanta oración, con tanta solícita rogativa a los santos, el mundo siguiese embarcado en una orgía de sangre que había experimentado yo en carne propia y acerca de la cual mi bastón y mis muletas hablaban elocuentemente, sin necesidad de que su verdad fuese corroborada por los agudos dolores que solía sufrir. En medio de todo esto, me conso­laba pensando que aún conservaba mi pierna y tenía una posibilidad de salvarla. Otros habían salido peor librados que yo, habían perdido o piernas o brazos con heridas de mucho menor importancia que las mías.
Todo esto, aparte de otras cosas demasiado intimas, determinaron mi ánimo de suerte que dejase a un lado la idea de pedirle ayuda mo­netaria a San Judas Tadeo, o a San Pancrasio, o a cualquiera de los otros santos que, en teoría y conforme a la propaganda religiosa, sue­len hacer milagros. Decidí presentar mis cuitas directa y personal­mente a Nuestro Señor Jesucristo.

Al cabo, siempre había sentido que el “Señor Mío Jesucristo”, como “La Salve”, me conmovían poderosa­mente.

Y así comencé a recorrer varios templos en busca de un am­biente adecuado hasta que di con uno en el cual había un bellísimo cuadro del Corazón de Jesús que dominaba el altar y la nave central.

Pero a esta altura se hace necesario que confiese que había dejado de acudir a misa los domingos y fiestas de guardar porque en esos días prefería quedarme en cama, en la modesta casa de pensión don­de tenía una pieza, a fin de darle un buen descanso a mi pierna. Además, sentía remordimiento de conciencia. Consideraba que los san­tos sacramentos me estaban vedados por siempre. Esto tenía su origen en la guerra. Tuve un choque violento con el capellán de mi unidad cuando, desesperado, le dije que yo pensaba que Dios era una porquería y que no alcanzaba a explicarme cómo era posible que por me­dio de sus ministros sancionase semejante matanza de jóvenes. Este incidente ocurrió tras una misa en el frente, en vísperas de que varios cientos de muchachos, de 16 a 18 años, entrasen a recibir su bautismo de fuego. El capellán me había ofrecido la comunión diciendo: “por si acaso mueres”.

Esto me produjo tal repugnancia que vacié sobre él violentamente toda la cólera acumulada en mí durante un año de vivir en una camisa que hervía con piojos, sin agua y pasando hambre. Soy un hombre violento, y en aquel entonces apretaba el gatillo con facilidad y como si la función más natural de la vida fuese quitársela al prójimo. No recuerdo lo que con exactitud dije ese día pero, en ge­neral, fue que me era comprensible que los hombres que nada saben de religión se convirtiesen en bestias, pero que me era totalmente in­comprensible que los religiosos sancionasen y aun bendijesen a quienes se entregaban a semejante barbaridad.
No olvidé nunca esta escena. Salí del combate sin un rasguño, pe­ro hondamente conmovido tras haber visto morir, casi indefensos, a tantos muchachos jóvenes. El capellán, que había ayudado a socorrer heridos bajo el fuego enemigo, se sentó a mi lado sobre un tronco de árbol, puso un brazo sobre mis hombros cuando rompí a llorar y me dijo que comprendía mi estado de ánimo. Por un instante creí que estaba llorando de arrepentimiento, pero pronto me di cuenta de que era la tensión nerviosa resultante del combate lo que me hizo flaquear. Sin embargo, en mi conciencia perduró el sentimiento de haber co­metido un sacrilegio al decir lo que había dicho de Dios.

Por tanto me consideraba indigno de recibir los santos sacra­mentos. Y, para decirlo con honradez, también temía la penitencia que resultaría de confesar semejante cosa.

Por este motivo, y quizás también porque quería expiar, a mi modo, mi pecado, siempre que no fuese muy incómodo el hacerlo, acudí a ese templo Únicamente por las tardes cuando estaba más o menos vacío.

A raíz de la guerra había perdido, naturalmente, toda fe en los milagros. Por otro lado, las noticias internacionales, que debía tra­ducir diariamente, me indicaban que los milagros correspondían a tiempos ya demasiado remotos para tomarlos en cuenta. Es verdad que de vez en cuando llegaba algún párrafo anunciando alguna cura milagrosa en Lourdes. Pero el milagro que yo esperaba estaba muy lejos de ocurrir, pues esperaba el milagro de la paz. Lo que me había ocurrido a mí en mi tierra les estaba ocurriendo entonces a etíopes e italianos en el África. Poco después, en aras de principios supuesta­mente nobles y con participación de la religión y de los religiosos, comenzó a ocurrir en España. De suerte que en esa fecha sabia en mi fuero interno que para mí no habría milagro alguno a menos que hiciese de mi parte, y por mi cuenta y riesgo, lo que necesitaba hacer.
Sin embargo, no podía ocultar en mi fuero interno aquella pro­funda fe en Jesucristo.

Y aun cuando había blasfemado diciendo que consideraba que Dios era una porquería, la razón me indicaba que si tomaba al pie de la letra el principio de que El está en el cielo, en la tierra y en todo lugar, nada perdería haciéndole ver o explicándole aquella crisis sufrida en la guerra.

Pensaba que con el tiempo también me sería posible persuadirle que me ayudase a ganar el dinero sufi­ciente para tratarme la pierna y poder trabajar normalmente.

De modo que al llegar a la iglesia rezaba muy apresuradamente un Padre Nuestro, un Señor Mío Jesucristo y una Salve.

En seguida me dirigía a aquella bella imagen del Corazón de Jesús, diciéndole:

—Señor mío Jesucristo, no es mucho lo que te pido.

Sé que no me puedes dar la lotería, y aun cuando te fuese posible hacerlo, no me in­teresa tanto dinero.

Tampoco te voy a pedir que me ayudes a encon­trar a una heredera.

Por el momento no quiero casarme.

Además, ¿qué heredera querrá casarse conmigo cuando se entere de que sólo la quiero para que pague la operación de mi pierna?

Únicamente una mujer muy fea lo haría, y no quiero casarme con una mujer fea; tampoco quiero casarme con una muy linda porque, si además de ser linda es rica, con seguridad será idiota y hueca.

¿Sabes lo que decía mi abuelo?

Decía: ‘deme la muerte un sabio, pero no la vida un bruto’.

Bien sabes que lo llevo metido en la sangre.

Por eso, Señor Mío Jesucristo, lo único que te pido es algo que todos parecen despreciar como cosa inútil y superflua: te pido inteligencia.

Solamente ayúdame a te­ner más inteligencia, y yo me las arreglaré a partir de ahí y no te molestaré más.

Una de mis contadas cualidades es la perseverancia cuando algo me interesa vitalmente.

Lo que quería en aquel entonces era abrirme camino y llegar a ser un gran corresponsal internacional.

Para ello, en la pensión y de noche, ensayaba los despachos más sensacionales que podía imaginar en base a lo que estaba aprendiendo con mi trabajo.

Creaba una serie de acontecimientos políticos de los que era un testigo privilegiado.

Bien sabía que estos eran sueños locos, pero gustaba so­ñarlos. Era también maravilloso advertir que en alguna parte de mi ser había alguien capaz de soñar. Poco a poco, tomando como base la experiencia que me daba el trabajo, comencé a escribir artículos so­bre la situación internacional. Disfrutaba muchísimo haciendo pro­nósticos sobre lo que ocurriría como consecuencia de un hecho dado. Estos pronósticos se basaban en ciertos fenómenos que advertía que se repetían una y otra vez, virtualmente en todos los grandes aconteci­mientos. Parecían obedecer a un principio, y que este principio gober­naba los actos de los grandes hombres.
Esto me hizo reanudar el es­tudio de la historia que me había atraído especialmente en la escuela. Comencé a entenderla desde otro punto de vista, advirtiendo a la vez que aquella repetición se producía automáticamente desde los tiem­pos más remotos. Todo estribaba en entender los motivos; los motivos eran siempre los mismos y lo animaban todo. De suerte que cuando mis pronósticos comenzaron a cumplirse con más o menos precisión, decidí intensificar mis pedidos a Jesucristo.

Los hice más serios y de mayor envergadura. Anotaba mis pronósticos en una libretita y al cabo de algunos meses comencé a despachar mi trabajo muy eficiente­mente y con mayor rapidez, lo que me produjo un ligero aumento en el sueldo. También ganaba algunos pesos extra fabricando despachos firmados con algún nombre supuesto, calificándolo de gran interna­cionalista, y fechándolos en cualquier capital europea. Los diarios que me compraban este material tenían debilidad por los nombres anglo­sajones.
Me sentí pues obligado a expresar mi gratitud en alguna forma y decidí acudir al templo más temprano, permanecer más tiempo en él. Comenzaba mis súplicas muy meticulosamente:

—Señor Mío Jesucristo: gracias por haberme escuchado. Cada vez veo más claramente. Ya me han aumentado el sueldo, pero la opera­ción cuesta mucho más, de modo que te ruego que me des más inte­ligencia y así no seguiré importunándote en esta forma.

También le detallaba mis problemas personales, y le pedía consejo diciéndole:

—ilumíname para poder entender más claramente.

Esta concurrencia al templo se convirtió en un hábito benéfico y, desde luego, económico, pues mientras mis amistades jugaban a los dados en los bares, o iban a distraerse al cinema, yo acudía a rezar.

Y el dinero que con ellos hubiese gastado se convertía en una creciente suma que iba depositando en una cuenta de ahorros.

Esperaba con impaciencia el día en que me fuese posible dejar la cojera, el bastón y la muleta, y lanzarme a la gran aventura de dejar las traducciones para empeñarme en la carrera de cronista de asuntos sensacionales.

Por ese entonces conocí a mi amigo.

Al igual que yo, este hombre de aspecto aparentemente concen­trado, ocupaba siempre el mismo lugar en el templo.

Rezaba con gran devoción.

Yo me sentía atraído por tan singular manera de orar.

No movía los labios, su rostro no lucía una expresión grave sino que era todo serenidad.

Oraba con los brazos en cruz y no quitaba los ojos de la imagen de Jesucristo.

A menudo, por observarle, yo me distraía de mis propias oraciones.

Pensaba que quizás sería bueno tener ese poder de concentración y poder dirigirse como es debido a Nuestro Señor Jesucristo.

Pero aun cuando percibía tales deseos en mí, la idea de imitarle me desagradaba.

Mi abuelo siempre me había dicho que se reza con lo que hay en el corazón y no con la cabeza.

Yo nunca me había preocupado de ahondar sobre estas cosas, y por motivos que habían nacido a raíz de mi educación, rehusaba terminantemente recitar las oraciones clásicas salvo aquellas que me conmovían.

En la escuela había recibido muchas y muy dolorosas zurras debido a mis im­pertinencias sobre el sentido real y práctico de las oraciones.

Pero no hubo zurra lo suficientemente fuerte como para vencer mi empecina­miento, y mis profesores habían conseguido, con ellas, convertirme en un rebelde contumaz.

Este hombre parecía medir con exactitud la duración de sus ora­ciones.

Siempre llegaba antes que yo.

Nunca lo vi entrar después de mi.

Pero terminaba uno o dos minutos antes de lo que terminaba yo.

Se persignaba de un modo muy solemne, pero sin la menor afectación.

Me había fijado que detenía la mano en los puntos establecidos más tiempo de lo que hacían los propios sacerdotes.

Una tarde se me ocurr­ió que quizás el santiguarse en esa forma tuviese un sentido muy especial.

Este hombre tampoco mojaba los dedos en la pila del agua bendita.

Se marchaba muy silenciosamente.

Al cabo de algunos días, advirtiendo que yo le miraba hacer, comenzó a saludarme con una ligera inclinación de cabeza.

Entonces fue cuando noté que había en su apariencia algo fuera de lo común.

Su expresión al saludarme era muy piadosa.

Pero también indicaba una gran fuerza.

Y cuando yo me retiraba del templo para acudir a mi trabajo, lo veía en las gradas encendiendo o bien fumando un cigarrillo.

Una tarde en que las noticias eran más abundantes y críticas que de costumbre, salí del templo junto con él pues tenía prisa en llegar pronto a mi trabajo.

Al llegar a la puerta chocamos.

Mi cojera era un obstáculo, y a fin de dejarlo pasar primero, hice un brusco movimiento y dejé caer mi bastón al suelo.

En vez de salir, él se agachó inmediatamente y me lo entregó diciéndome:

—Le ruego que me disculpe.

Fue una torpeza de mi parte.

Me quedé asombrado pues no cabía la menor duda de que el torpe había sido yo en mi pueril afán de ganarle la delantera y solamente cuando me hube dado cuenta de que el bastón podía ocasionarle un traspié a él lo había dejado caer.

Huelga decir que yo estaba ya bastante acostumbrado a que las gentes me increpasen a causa de mi torpeza, especialmente en los tranvías.

En una oportunidad, y en la misma iglesia, una señora muy devota me había increpado al tropezar con el bastón que yo, inadvert­idamente, había dejado a mi lado.

Y al pedirle disculpas por mi ne­gligencia, ella me había dicho:

—Por algo Dios le ha castigado en esa forma, ¡desconsiderado!

No dudé por un instante de que esta señora estaba en lo cierto ya que yo había pecado tan gravemente contra Dios en la guerra, de modo que supuse que sus palabras eran una advertencia para que fuese más cuidadoso con el bastón que le había ocasionado una molestia a tan devota señora.

También pensé que la advertencia incluía una ad­monición para que jamás concurriese al templo con muletas.

La señora había apresurado a llegar al confesionario donde había una larga fila de damas esperando turno.

Cuando miré a aquella a quien tanto había perjudicado, me di cuenta de que también caía sobre mí la culpa de haberla hecho perder por lo menos dos lugares en la fila, de­bido al tiempo que hubo de emplear en recordarme mis pecados y blasfemias.

Estaba dando vueltas a su rosario con manos agitadas y nerviosas, y colegí que esta señora en realidad necesitaba confesarse a toda prisa.

Relato este incidente porque se había ya enquistado en mí cierta resignación para recibir las imprecaciones de las buenas gentes a quienes mi bastón y cojera tanto molestaban.

De manera que cuando este extraño hombre me pidió disculpas por algo de lo cual yo era el único culpable, no atiné a contestar nada.

Tan sorprendido estaba ante semejante novedad.

Recuerdo haber tratado de decir algo, pero no sé si pude modular las palabras.

El abrió la puerta estrecha muy cuidadosamente, se hizo a un lado y me invitó:

—Pase Ud. primero, por favor.

Seguramente lleva prisa.

Yo únicamente atiné a inclinar la cabeza en señal de gratitud.

Sólo al estar afuera pude reponerme parcialmente del asombro, y le dije:

—Bien sabe Ud. que la culpa fue mía.

Es Ud. muy amable.

Mu­chas gracias.

Es menester que acá destaque algo muy singular que sentí en ese momento.

La deferencia que él había demostrado me produjo una irritación muy curiosa.

Esperé que respondiese con el consabido: “de ninguna manera”.

Aguardé con verdadero deseo que lo dijese puesto que me habría desilusionado.

¿Qué razón había para que yo sintiese tan extraño deseo?

Aún no me lo puedo explicar.

Pero él no lo dijo, y entonces ocurrió otro hecho insólito.

Sentí una viva alegría ante su leve y silente inclinación de cabeza.

Y para mis adentros comenté:
—Menos mal que éste no es un baboso.

Tras su venia, se alejó de mí.

Yo comencé a bajar las gradas del templo con aquella torpeza típica de los cojos que sólo pueden des­cender un escalón a la vez. Y ese día el descenso fue espantosamente lento para mí. Sentía a mi espalda la sensación de que él me estaba observando y que me compadecía. Por lo general, la compasión que algunos expresaban ante mi cojera tenía un sabor a hipocresía y me irritaba muchísimo. La calificaba de falsa piedad, de una fórmula banal como cualquier otra.

Una vez más hube de cambiar mi modo de pensar acerca de este hombre. Mi juicio había sido muy impulsivo. Cuando llegué a la ve­reda, miré hacia atrás y lo vi alejarse en dirección contraria a la mía, como si no hubiese ocurrido nada.
No volví a recordar este incidente hasta el otro día cuando hube llegado al templo. Por ciertos arreglos que se estaban haciendo en el interior, los bancos que él y yo usábamos para orar no estaban en la posición acostumbrada. Este hombre había ocupado el extremo del único banco desde el cual se podía mirar directamente hacia el altar.

Y ese extremo estaba apegado a un grueso pilar. Me acomodé en el mismo banco, pero un poco alejado de él y tuve la precaución de co­locar mi bastón tras de mí, en el asiento.

Cuando él hubo terminado sus oraciones, se sentó; yo no me di cuenta de este hecho sino cuando a mi vez hube terminado y me preparaba para retirarme. El hombre había esperado pacientemente pues para salir hubiese debido interrumpirme a mí. Semejante delicadeza me conmovió, tanto más cuanto que yo ya me había percatado de su costumbre de abandonar el templo en cuanto terminaba sus oraciones. Le miré, le sonreí y le dije:
—Muchas gracias, señor.

Hizo nuevamente una venia con la cabeza, se puso de pie y esperó a que yo acomodase la postura de mi pierna y recogiese el bastón. Traté de hacerlo lo más rápidamente posible a fin de corresponder a su delicadeza, y a raíz de un movimiento brusco sentí un dolor tan agudo que, sin darme cuenta de lo que hacía, exclamé:
—¡Mierda!

Tenía yo ya el bastón en mi mano derecha. Lo dejé caer para apoyarme en el respaldar de la banca y con la mano izquierda pude tocar la parte dolorida de mi pierna.

Cuando estaba inclinado me di cuenta de lo que acababa de decir, y levanté la cabeza para mirar a este hombre, sintiendo que tenía el rostro encendido de vergüenza.

Pero él sonreía inmutable, y con la misma expresión cariñosa y amable, dijo como si fuera la cosa más natural del mundo:

—Amén.

Tan violento fue el choque que esto me produjo, que no pude contener la risa y fue necesario que me tapase la boca con la mano para no provocar un escándalo.

Acababa yo de decir una barbaridad ante este hombre que, a todas luces, tomaba muy en serio esta fun­ción religiosa.

Sin embargo, no sólo no se había mostrado violento ni molesto, sino que incluso había disipado mi vergüenza y mi culpabi­lidad de un modo tal que yo había caído en la más franca hilaridad.

Porque así como soy violento, tengo la risa fácil.

Lo uno va con lo otro.

Hice un esfuerzo y me repuse hasta donde pude. Tomé el bastón y comencé a salir con mi acostumbrada torpeza. Este hombre ni siquiera hizo un ademán para ayudarme, y por ello me sentí agradecido.

Su “amén” ya era una concesión notable a mi debilidad.

Cuando estuvimos afuera, sin embargo, me consideré obligado a darle una explicación, de modo que lo detuve y le dije:
—Señor, le ruego perdonarme.

Créame que ha sido una exclama­ción involuntaria. El dolor fue muy agudo.

Comprendo, —me dijo él. Esos dolores son verdaderamente agu­dos.

Dadas las circunstancias, su exclamación es natural. No tiene por­que disculparse ante mí.

Confieso que pasó mucho tiempo antes de que entendiese su frase.

Aun ahora me parece inexplicable.

Pero en ese momento ni pensé en ello ya que estaba preocupado en formular mis disculpas y correspon­der con decoro a las deferencias que él había tenido conmigo, de mo­do que le dije:

—Me doy cuenta de que mi exclamación debe haberle herido en su devoción.

Ha sido Ud. demasiado deferente conmigo y no quisiera producirle un desagrado.

Al fin y al cabo, mi devoción no es igual a la suya; yo no vengo al templo a adorar ni a pedir perdón por mis pecados porque sé que no tienen perdón y que, además, no lo merezco.

Vengo a pedir ayuda para menesteres muy poco espirituales.

Como podrá Ud. ver, sumo un pecado a otro, y todo por un dolor en la pierna.

Fue en esta oportunidad en que me endilgó su primera paradoja.

Hablando muy intencionada y pausadamente, dijo:

—Lo mismo que el bien y la virtud, el pecado y el mal sólo pueden darse en la vigilia.


Quien duerme, duerme; para el dormido no hay pecado, como no hay bien ni hay virtud. Hay solamente sueño.


Lo miré expresando cierta sospecha de hallarme frente a un loco, pero su mirada era tan limpia, estaba tan fija en mis ojos, sin por ello ser impertinente, que vacilé antes de completar mi juicio.

No dije nada.

El continuó:
—En realidad, nadie peca deliberadamente; nadie puede hacer el mal deliberadamente.

En el sueño las cosas son como son y de la única manera en que pueden ser. Cuando se está dormido, no se tiene control ni dominio sobre lo que ocurre en los sueños.

—Confieso que no puedo entenderle, —dije.
—Es solamente natural que así sea. Olvide este incidente que no tiene mayor importancia.
—Pero mucho me temo que le haya herido a Ud. con esa expre­sión totalmente involuntaria.
—No, no me ha herido Ud. en forma alguna. Se ha herido a sí mismo. La inmensa mayoría de los hombres se hieren a sí mismos en esa forma, justamente porque casi todo cuanto piensan, sienten y hacen es involuntario.

—Me agradaría poder comprenderle. Lo que me dice es muy confuso y lamento que mis preocupaciones no me permitan reflexionar sobre el sentido de sus palabras.

—Aun en el sueño el hombre tiene cierto poder de elección, muy limitado por cierto; pero lo tiene.

De todos modos, cuando lo ejercita, este poder aumenta. Si su interés en comprender es sincero y profundo no le será difícil darse cuenta de que el hombre dormido puede elegir entre despertar y seguir durmiendo.

No estaba yo interesado en acertijos de esta especie. Sin embar­go, me atrajo la manera de hablar de este hombre. Pero tenía prisa en llegar a mi oficina para ver si se había cumplido o no mi último pronóstico. Además, la crisis general en Europa nos traía a todos muy atareados, de modo que mi ánimo no estaba predispuesto a meditar en las cosas que acababa de oír. Para no pecar de grosero, le dije:
—Seguramente lo que Ud. dice es muy cierto. Al menos, en mi caso así lo es. Me siento aliviado de no haberle ofendido en sus senti­mientos religiosos. Trataré de ser más cuidadoso en el futuro. Ahora le ruego me disculpe, pues debo ir a mi trabajo.

Estaba a punto de decirle el acostumbrado “hasta luego”, cuando él me interrumpió:

—No tengo rumbo fijo, de modo que si me lo permite le acompañaré.

Yo siempre había evitado la compañía de amigos y conocidos, sa­biendo que mi cojera les producía impaciencia en vista de que yo debía poco menos que arrastrar la pierna herida.

Y estaba a pun­to de decirle que no, que tenía mucha prisa, cuando advertí lo in­congruente de mi disculpa. No podía, en forma alguna, hablar yo de andar aprisa. No sabiendo que hacer, sólo atiné a decirle:
—Con el mayor gusto.

Pero interiormente hervía de rabia.

Este hombre se imponía sobre mi voluntad de una manera tan suave, y a la vez tan resuelta, que no pude ocultar mi irritación y comencé a moverme en silencio.

Cada uno de sus gestos fue, sin embargo, considerado. Mientras yo bajaba dificultosamente los escalones del templo hacia la vereda, él me dijo que se adelantaría a comprar cigarrillos. Cuando nuevamente estuvi­mos juntos, jugó con el paquete y al llegar a la esquina no tuvo aquel piadoso gesto, que tanto me irritaba en los demás, de ayudarme a cruzar hacia la vereda opuesta. Caminó a mi lado muy naturalmente, como si mi andar fuese el de un hombre normal. No obstante, me pa­rece que él captó mi irritación interior, pues me dijo:
—Los dolores como el que Ud. sufre son lo que Ud. expresó en la iglesia. Y me agradaría que lo arrojase fuera de sí.

Esto únicamente aumentó mi irritación.

Estuve a punto de decirle que la compasión me era enfermante y que, de todos modos, a él mal podía en verdad importarle si yo estaba o no sufriendo un dolor.

Pe­ro algo me contuvo, y guardé silencio.

Caminábamos a mi paso, muy lentamente.

Durante un trecho ambos guardamos silencio.

Comencé a recordar que a mí vez, en más de una oportunidad, yo también había deseado vivamente la desaparición de los dolores que sufrían otros heridos más graves, especialmente en los hospitales de sangre.

De modo que pensé que quizás este hombre no era un hipócrita al de­cirme lo que sentía con respecto a lo mío.

Comencé a sentirme más tranquilo y a la vez cobré más confianza hacia él. Me ofreció un ci­garrillo y al observar mi ademán de buscar fósforos en el bolsillo, con el bastón colgado al brazo, me dejó hacer.

Sentí simpatía por él, y decidí confiarle mi bochornoso secreto:
—Espero no ofenderle con lo que le voy a decir, pero la realidad es que acudo a la iglesia a ver si ayudándome con las oraciones ob­tengo un poco más de entendimiento con que desempeñarme mejor en mi empleo.

Espero así ganarme un aumento de sueldo. Lo necesito y trabajo horas extras para poder costear la operación de mi pierna y quedar sano. Pero no piense Ud. que yo espero que me ocurra un mi­lagro; pido, además, otras cosas que quizás sean demasiado mezquinas.

—Comprendo, me dijo.
—Espero poder juntar la suma necesaria dentro de poco. Cuando pueda caminar bien podré trabajar mejor y hacerme de una carrera y de un nombre.

—Por lo visto tiene Ud. un propósito bastante preciso.
—Bueno; sin un propósito preciso es muy poco lo que uno puede hacer, le dije.

—Es una gran cosa tener un propósito preciso, saber lo que se quiere.

Es mucho más importante de lo que los más imaginan.

Pero son muy contados los hombres que realmente saben lo que quieren en la vida; algunos creen saberlo, pero se equivocan. Confunden los fines con los medios que usan, y a veces sucede que los medios son su verdadera finalidad. Pero como los ven como medios, porque no pueden ver más ni mejor, utilizan grandes y sublimes medios para fines bas­tante mezquinos.

Así es como se prostituye el conocimiento.

Este comentario me produjo un malestar interior y contesté:

—¿Se refiere Ud. a mi caso, al hecho de que no acudo a la iglesia con fines espirituales?

—No —me dijo él—. Hablo en términos generales. No creo que Ud. me haya autorizado para tratar directamente las cosas íntimas su­yas.
Por lo demás, cuando quiero decir una cosa la digo directamente y sin rodeos.

—Quizás le llame a Ud. la atención mi actitud en la iglesia. Pero es el caso que no sé rezar, tampoco sé adorar. Solo sé pedir, y pido a mi manera. La religión dejó de interesarme por muchas razones.

—Pero, por lo visto, Ud. no ha perdido la fe y eso es lo único que verdaderamente importa.

Tanto más en su caso particular. Hay mucho qué decir sobre la fe. Es algo que debe crecer en el hombre. Y en cuanto a saber rezar, es más sencillo de lo que Ud. supone. En nues­tros tiempos se ha complicado mucho el sentido de la oración. Yo opino que cuando se sabe lo que se quiere y se lucha por alcanzarlo, aun cuando no se lo formule en palabras, se está en permanente ora­ción.

Alguna vez leí en alguna parte que todo querer profundo es una oración y que jamás queda sin respuesta; el hombre siempre recibe aquello que pide.

Pero como por lo general el hombre no sabe lo que su corazón realmente quiere, tampoco sabe pedir lo que mejor le con­viene.

De ahí que estime que el Padre Nuestro, por ejemplo, es una oración accesible tan sólo a un corazón sediento de verdad y ham­briento de bien.

Todo verdadero milagro estriba en eso, pero el hombre moderno ya no lo ve en esta forma, y también ha perdido el verdadero sentido de lo milagroso.

Lo busca fuera de sí mismo, en lo fenomenal El hombre moderno ha olvidado muchas cosas sencillas y este olvido es la verdad subyacente en el concepto del pecado original.

—Yo no creo en los milagros, repuse.

—Es posible que tal sea su formulación. Pero permítame que ponga en duda sus palabras.

—¿Cómo no voy a saber lo que yo mismo creo?

—Los hechos lo revelan.

Es muy sencillo, si los observa bien. Si Ud. no creyese en lo milagroso no acudiría a la iglesia.

Y sin darme una oportunidad para responder, se despidió diciendo:

—He disfrutado mucho de su compañía.

Se lo agradezco.

Quizá podamos volver a estos temas si Ud. tiene interés en ellos.

¿Irá Ud. mañana a la iglesia?

—Con seguridad, le dije. Si estoy vivo.

—Y si Dios lo permite, agregó él muy seriamente.

Quedé confundido.

Esta última expresión me había molestado.

Por momentos este hombre parecía la sensatez misma, pero he aquí que sus paradojas y sus contradicciones me mortificaron. De todos modos, me dije, al menos es honrado y no es un baboso.

Volvimos a caminar juntos al día siguiente. Y al otro día también. Y así fue consolidándose entre nosotros una hermosa y sincera amis­tad. Sus paradojas me llegaban sólo de tarde en tarde. Se preocupaba de que me alimentase bien, de que disfrutase de un descanso suficiente. Me persuadió hasta hacerme abandonar el trabajo extraordinario que me privaba de sueño y reposo. Me ayudaba a hacer mis pronósticos y pronto tuve varias libretitas llenas de apuntes. Pero lo que más pa­recía preocuparle, era mi pierna. Y un día, muy tímidamente, se aventuró a decirme:
—He discutido su caso con un cirujano amigo mío. Si Ud. puede pagar las radiografías, él le operará gratuitamente. Los gastos de hos­pital, anestesia, pabellón, etc., podrá Ud. pagarlos por mensualidades.
¿Le interesa?
—¡Naturalmente!, exclamé. No cabía en mí de gozo.
Para esta fecha habíamos intimado un poco más y nos conocíamos mejor. Me atraía su manera franca y abierta de hacer las cosas; es­pecialmente la forma como lanzaba sus opiniones sin preocuparse de las mías. Pero el tema religioso lo había descartado, lo que no dejó de llamarme la atención.
Obtuve de mis jefes el permiso necesario para ausentarme de la oficina, e incluso ellos me proporcionaron un anticipo a cuenta de futuros sueldos, para que pudiese completar las sumas que me falta­ban. Esa memorable tarde mi amigo me esperaba en la puerta de la iglesia.
—Estamos retrasados— me dijo—. Vamos en un taxi.
Durante el viaje no habló nada y yo tampoco, salvo:
—Es una lástima que esta tarde no haya podido rezar. Me hubiese gustado dar las gracias por todo esto.

—Tranquilícese en ese sentido, me contestó él. Están dadas, reci­bidas y está Ud. en paz con El.

No tuve siquiera tiempo para sorprenderme porque en ese ins­tante llegamos a la clínica y él se anticipó a pagar al chofer.

Aquellas cinco semanas pasaron tan veloces que casi no puedo recordar los detalles. El me visitaba todos los días; se hizo cargo de al­gunos asuntos personales que yo no podía atender, y cuando el médico me autorizó a levantarme y a que hiciese la prueba de caminar, se mantuvo alejado.
Mis primeros días sin bastón, aún en la clínica, fueron bastante desagradables. Había adquirido el hábito de cojear y echaba de menos el bastón. Mi amigo me dijo:
—Todo hábito es una cosa adquirida y puede uno cambiarla. Haga este ensayo.
Y poniendo en mi mano una caja de fósforos, me indicó:
—Apriétela en la mano como si fuese el mango del bastón.
Al cabo de algunos ensayos comencé a advertir que haciéndolo en esa forma me sentía más seguro y caminaba mejor. Pasó el tiempo y fui dado de alta. Ese día mi amigo vino a buscarme y abandonamos la clínica juntos. Cuando agradecí al cirujano su gentileza en no haberme cobrado por la operación, noté que se turbaba.

Mucho tiempo después me enteré de que esta turbación se debía a que mi amigo había pagado todos los gastos.

Nunca me dio una oportunidad para agradecerle este gesto.

Cuando dejamos la clínica y yo caminaba al lado suyo alegre­mente, hizo uno de  sus comentarios paradojales:

—Las gentes creen que los hábitos se dejan cuando en realidad uno sólo puede cambiarlos.

La sabiduría del hombre se prueba jus­tamente en qué hábitos cambia y cuáles adopta en lugar de los que cree que deja.

Le digo esto con un doble propósito: el principal es que aprenda Ud. a conocerse a sí mismo; el otro, es indicarle un detalle por el cual puede tomar el hilo de este conocimiento que algunos hombres muy sabios estiman indispensable para la felicidad humana.

Por ejemplo, ahora va Ud. apretando la caja de fósforos, y disimula este hábito llevando la mano escondida en el bolsillo. Esto no es es­pecialmente perjudicial. Se lo digo únicamente para que aprenda a observarse a sí mismo.

Por ahora basta con que lo sepa.

Podía Ud. haber seguido creyendo que ha dejado atrás el hábito del bastón, pero lo que ha dejado atrás es solamente el bastón y no el hábito de apo­yarse en algo para caminar.

Ahora se apoya Ud. en una caja de fós­foros. No sé si me entiende lo que quiero decirle.
Saqué la mano del bolsillo inmediatamente, algo avergonzado, pero él dijo:

—No, no fue esa mi intención. No me ha comprendido Ud. Ya lo ve, podía haber cambiado el hábito de caminar apoyado en algo por el hábito de reaccionar con un exagerado amor propio y eso sí que sería realmente perjudicial.

Lo sabio es tener discernimiento en estas cosas, en estas nimiedades, porque de nimiedades está hecho todo lo que es grande.

Cuando queremos ser mejores y no sabemos precisamente y por nosotros mismos lo que es mejor o lo que es peor, fácilmente cae­mos en absurdos y nos esclavizamos a lo que otros determinan que es mejor o peor.

En cada ser humano hay un Juez siempre dispuesto a orientarnos; pero debido a nuestra pésima educación y a las conse­cuencias de ella y de otras cosas, o ignoramos a este Juez Interior o bien, cuando nos habla no le prestamos la debida atención.

Este Juez somos nosotros mismos en una forma distinta, digamos invisible.

Me atrevería a decirle que en el caso suyo fue este Juez quien le hizo ir a la iglesia y quien le ha orientado en muchas de sus tribulaciones.

Recordar a este Juez, practicar su presencia en sí mismo, es cosa muy importante.

Y como quiera que se trata de un aspecto, digamos, supe­rior de nosotros mismos. a este Juez podemos llamarle YO.

Pero no ese yo ordinario que conocemos.

Esforzándonos por sentirle en cada uno de nuestros actos, de nuestros sentimientos, de nuestros pensamientos, le nutrimos.

Eventualmente podemos llegar a advertirlo como algo sumamente extraordinario, sumamente inteligente y comprensivo.

Es una sensación y un sentimiento muy diferentes a lo que estamos acos­tumbrados a considerar como YO.

No aparece de la noche a la mañana sino que hay que ir forjándolo pacientemente.

Pero basta por ahora.

Piense en ello, se lo ruego.

¿Le gusta andar en bicicleta?

Contesté que sí.

—Magnifico, dijo él.

Si Ud. lo quiere, cuando regrese de un viaje que debo hacer ahora, podemos emprender una serie de paseos juntos.

Afortunadamente dispongo de dos; una es de un hermano que murió. ¿Le gustarían esos paseos?

—Ya lo creo, le dije.

Y en realidad, libre de mi cojera, sentía que el mundo era una cosa maravillosa.

Me despedí de mi amigo.

Al día siguiente acudí a la iglesia mucho más temprano que de costumbre.

Expresé mi grati­tud a Jesús y cuando estaba murmurando mi improvisado discurso, recordé las palabras de mi amigo en nuestra primera charla:


—Si no creyese Ud. en lo milagroso no acudiría a la iglesia.


Me di cuenta de que en todo cuanto acababa de vivir se había producido un milagro, pero no estaba del todo convencido.

Todo ha­bía ocurrido demasiado casualmente, y además yo estaba acostumbrado a pensar que los milagros, para que fuesen realas, debían ocurrir en unos pocos segundos.

El mío había demorado cerca de un año y esto no era para mí un milagro.

Quizás quien lea esto pueda explicar la razón por qué en mi había una voz, una idea, un algo que insistía en que se había producido el milagro, pero yo no acierto a dar con ninguna que me satisfaga por completo, a pesar de que mi amigo me habló a menudo sobre “la ilusión del tiempo.”

En lo que me pidió que publique hay una mención del tiempo y del amor que yo, francamente, no entiendo.

Me he limitado a copiar a máquina las cuartillas que él me entregó.

Pero volvamos a él.

Como ya lo he mencionado, nunca supe su nombre, su verdadero nombre.

A veces decía que los nombres carecen de importancia, que lo verdaderamente importante está más cerca de nosotros que nuestro propio nombre, que es más real que nuestro nombre.

 Decía que los nombres son únicamente una conveniencia social, un medio de identificarse.

A veces decía que se sentía identificado con ciertas y extrañas abejas de Yucatán, a veces con un Príncipe Canek que ha­bía sido amado por una Princesa Sac-Nicté; otras veces solía decir que su amor por el Sol le urgía sentirse del mismo espíritu que cierto Inca llamado Yahuar Huakak cuyas inquietudes él había compartido un tiempo pese a que entre ambos mediase la friolera de unos cuantos siglos.

Otras veces me confiaba que estaba enamorado de la sabiduría de Ioanes y de algunas de las cosas de Melchisedec.

Muy a menudo le oí comentar:

—Lo único que verdaderamente importa, es ser.

Cuando el hom­bre es, lo demás lo tiene por añadidura.

En mis apuntes de aquella época encuentro registradas algunas de sus palabras: “El tiempo, el desarrollo de la vida y de los acontecimien­tos del hombre es cosa que muy pocos toman en cuenta y que un número aún más reducido es capaz de entender.

La vida es un milagro en sí mis­ma, pero nosotros raramente ponderamos sobre ella.

Damos por sen­tadas muchas cosas que no son verdad, que dejarían de ser ciertas si les aplicásemos una interrogante, un ¿por qué?

No sabemos quiénes somos verdaderamente, ni qué es lo que verdaderamente somos, qué Inclinaciones son las que realmente nos animan.

 Pocos son los que se convencen de esto. La mayoría cree que con el nombre, la profe­sión, y algunas otras cosas circunstanciales, ya lo saben todo.

Nuestra manera de pensar es todavía muy ingenua. Mucho de lo que los hom­bres atribuyen a la educación moderna ha de buscarse en las profundidades de la psicología más pura que es algo que se ha perdido.

Pero también ocurre que hay muchos psicólogos que no entienden ni siquiera las Cosas que ellos mismos dicen.

De otro modo ya hace tiempo que hubiesen descartado el psicoanálisis.

La ciencia ordinaria no cree ni acepta lo milagroso porque no es verdaderamente científica.

 Hay hombres de ciencia que ocasionalmente y por razones morales, suelen ha­blar de lo espiritual, pero ni siquiera se detienen a ponderar en lo que es la materia en sí.

Hay hombres supuestamente espirituales que no advierten la trascendencia de lo que Jesucristo dijo a Nicodemo, y que el Evangelio registra con estas palabras:

“Si OS he dicho cosas terrenas y no creéis.

¿cómo creeríais si os dijera las celestiales?”

Y es que la ciencia no quiere advertir que en las palabras, las parábolas, los milagros y todos los hechos conocidos de Jesucristo hay mucha más ciencia que la que ordinariamente podemos imaginar.

Debido a esto, la filosofía que conocemos se basa en ingenuidades anticientíficas, así como la religión cristiana que conocemos está reñida con las principales verdades que enseñó Cristo.

Pero no debemos desespe­rar. Hay quienes tienen las llaves de la verdadera ciencia y sus conocimientos son exactos y precisos, y no puede uno equivocarse con res­pecto a ellos. La única dificultad estriba en que a esta ciencia Y a es­tos conocimientos nadie llega por Casualidad, debe buscarlos con afán y prepararse a sí mismo durante mucho tiempo. Pero todos podemos ponernos en contacto con estos hombres, podemos tomar contacto a través de sus ideas, y, sobre todo, mediante el esfuerzo que hagamos por comprenderlas. Es el esfuerzo sincero lo que vale. Hay mucho de esto, especialmente en literatura. Pocos sospechan que un librito que cuesta sólo unos cuantos centavos contiene las enseñanzas más mara­villosas que pueda uno desear. Como digo, pensamos muy ingenua­mente; mejor dicho, no sabemos cómo pensar. La ciencia y la filosofía, por ejemplo, utilizan medios que, si ponderasen sobre ellos, los con­vertirían en finalidades. Uno de estos medios, se conoce con el nombre de ‘intuición’. La ciencia ignora cuanto debe a la intuición; igual cosa ocurre con la filosofía. Se trata de una graduación o velocidad distinta de la función de la inteligencia humana. Lo mismo podemos decir del arte y de la religión. Las revelaciones  en que se basa el dogma re­ligioso son algo que todos los teólogos quieren elaborar sin percatarse de que a la velocidad a que trabaja la razón ordinaria es material im­posible de elaborar”.
—¿Qué librito es ese que cuesta pocos centavos?, pregunté.
—El Sermón de la montaña. Es la suma de los capítulos cinco, seis y siete del Evangelio de San Mateo.
—¿Por qué la religión nada dice acerca de esto? Mi amigo me miró y sonrió.
—La religión no advierte que su error estriba justamente en el concepto que tiene de ‘religión’. Sin embargo, para poder entender la verdad de este concepto es preciso descartar el concepto ordinario.
Quedé pasmado ante semejante galimatías.
—Pero Ud. es obviamente un hombre religioso. ¿Cómo puede de­cir eso?
—Ya lo ve, me contestó. Ud. no puede salir del ataúd en que lo ha metido su educación, su concepto de la moral religiosa, etcétera.
Muchos hombres suelen advertir la posibilidad de salir del ataúd, y entienda Ud. la palabra ataúd literalmente; asoman la cabeza por en­cima de los bordes, pero la idea de la libertad que ven los asusta y pronto se vuelven a meter en su ataúd y hasta cierran la tapa con pernos para que nada perturbe su sueño.
—¿Pero por qué me dice Ud. que la religión es un concepto errado?
—Religión significa religar y nada hay que religar porque nada hay en el Universo que esté desligado de algo. Sin embargo, debemos representarnos las cosas como si estuviesen desligadas debido a las limitaciones de nuestros sentidos y del entendimiento que derivamos de esta limitación. ¿Cómo podría conciliarse el concepto de religar         con lo que afirma lo más elemental del catecismo, por ejemplo, de que Dios está en el cielo, en la tierra y en todo lugar? O aquella otra afirmación de uno de los padres de la iglesia, el Apóstol Pablo, quien dijo: “En Dios vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser”.
—Entonces ¿qué es lo que hay que hacer?
—Darse cuenta de lo que significa la palabra Universo esforzarse      por elevar la inteligencia a aquellos estados de agudeza en que estas ideas son cosa viva. Nuevamente podemos recurrir a la entrevista de Nicodemo con Jesús, porque en el mismo tema Jesús dio la llave del entendimiento de estas cosas al decir: “Y nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo, él Hijo del hombre que está en el cielo. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que en él creyere no se pierda, sino que tenga vidas eterna”.
—Esto es sumamente difícil de entender.
—Todo depende del esfuerzo que se haga por entenderlo El es­fuerzo por entender estas afirmaciones que parecen tan obscuras es justamente la llave que nos puede abrir las puertas del cielo; pero sucedo que la mayoría se conforma con la primera interpretación que encuentra, olvida el esfuerzo y así comienza a caer, comienza el pecado original. Porque significa detener el desarrollo de la inteligencia. Cuan­do se detiene este desarrollo, cuando el hombre se da por satisfecho con la comprensión de hoy y no trata de ampliarla al máximo de intensidad de que es capaz, pierde su capacidad, pierde su comprensión y even­tualmente pierde su alma; mejor dicho, mutila, entorpece su creci­miento de tal forma que el alma enferma y hasta puede morir del todo. Esto es algo de lo que Jesús trató de explicar en la parábola de los talentos, en la del traje de bodas y, sobre todo, en esas dos palabras con que uno se encuentra a cada instante en los Evangelios: “Velad y orad”.
Con el tiempo hasta llegué a acostumbrarme a este lenguaje tan especial de mi amigo. Lo presenté a algunos de mis compañeros, y cuando estos me preguntaron quién era él, no sabía que responder, de modo que decidí hacerlo pasar por un pariente, algo excéntrico, pero una buena persona en el fondo.
Cuando le informé de esto con la secreta esperanza de que me dijese la verdad sobre si mismo, comentó:
—Nuestro verdadero parentesco es mucho más real de lo que Ud. mismo se imagina. Ya se enterará de esto algún día.
—¿No cree Ud. que exagera un poco este misterio?, le dije.
—La verdad siempre parece una exageración a quienes no la ad­vierten.
—Es un poco difícil de llevar.
—No lo dudo. Pero es que Ud. todavía no se da cuenta de que hablamos idiomas diferentes, porque tenemos un entendimiento di­ferente.
—Entonces ¿por qué no hablamos el mío?
—Porque aun cuando no lo sepa bien, Ud. quiere aprender el mío. Si me guiase por sus palabras hace tiempo que hubiésemos dejado de vernos y de charlar. No hablo con lo que Ud. aparenta con sus palabras, sino con lo que Ud. puede ser.
—Esto sí que es un galimatías. ¿Es todo cuanto me tiene que decir?
—Lo que yo le diga dependerá siempre de lo que Ud. quiera pre­guntarme.
Pese a que estas entrevistas siempre me dejaron molesto, al adver­tir como él siempre manejaba mi pensamiento y desviaba mis propó­sitos, no pude evitar que mi cariño hacia él aumentase. Era algo muy contradictorio lo que ocurría en mi mismo.
Así pasó el tiempo. Yo continuaba apoyándome en cajas de fós­foros que llevaba siempre en el bolsillo, y no podía olvidar la guerra. Sobre todo, no podía olvidar la sensación de repugnancia que sentía hacia mi mismo cada vez que volvía a mi memoria el recuerdo de cierto hombre a quien había muerto clavándole una bayoneta en el vientre. Tan horrorosa era la agonía que le había visto padecer, que por instantes deseaba haber sido yo el muerto. Esta escena volvía con frecuencia ahora que los despachos de guerra daban cuenta del nú­mero de bajas ocurridas en los distintos frentes. No podía tomar estas cifras como si fueran cifras solamente; para mí representaban padeci­mientos humanos que no afectaban únicamente a las tropas, sino que cada soldado y cada hombre se convertía en el centro de una tragedia para toda una familia, para todo un circulo de amistades y quizás para la misma tierra. No podía explicarme de dónde ni cómo me venían estos pensamientos, pero sentía un gran malestar interior que a veces se convertía en algo doloroso. De manera que hacía todo lo posible por huir de ellos en estos momentos y hasta llegué a sentir envidia de la frialdad con que mis compañeros barajaban estas cifras. También me causaba asombro cada vez que en los diarios veía los titulares re­gistrándolas como si se tratase de acontecimientos sin precedente en la historia del mundo, y como hechos verdaderamente gloriosos. Los diarios pagaban elevadísimas sumas por tener estas noticias; a su vez, las gentes pagaban sus monedas con gusto por leerlas.
La guerra se había convertido en un fantasma que acosaba mi conciencia. De cada diez despachos que llegaban a mis manos para ser redactados, nueve trataban directamente de la guerra y el dé­cimo indirectamente. Así pasó el tiempo de Etiopía, el tiempo de España y un buen día llegó el de Polonia y finalmente la guerra se extendió por todo el mundo. Tan abrumador era este hecho que por la fuerza de su número los despachos comenzaron a cegarme. Poco a poco fui encalleciéndome con tanta reproducción de cifras so­bre muertos, heridos y desaparecidos. Cierto día advertí que estaba interesado y que gozaba con la descripción de bombardeo de una ciu­dad en la que habían perecido miles y miles de mujeres, niños y an­cianos, todos ellos completamente indefensos ante el fuego que llovía sobre ellos desde arriba. Y dio la casualidad que aquel mismo día ha­bía traducido un despacho que contenía ciertas declaraciones hechas por un importante jefe de la Cruz Roja Internacional. Trataba de los cinco puntos sobre la ayuda y protección de los niños y yo había decidido conservar una copia para mí. Lo había dejado encima de mi mesa de trabajo y cuando quise hallarlo para llevármelo, los demás despachos sobre muertos, heridos, bombardeos y encuentros navales lo había cubierto del todo. Pensé un instante en este hecho aparentemen­te casual y me di cuenta de que así como había ocurrido con el despacho de la Cruz Roja, así estaba ocurriendo con mis propios sentimientos, y en ese instante recordé los suplicantes ojos de aquel muchacho a quien había herido con la bayoneta y creí ver en ellos un reproche que me decía: “¿Tan pronto has olvidado?”.
Cada despacho de guerra repetía esta escena en mi memoria y junto con ella me asaltaban pensamientos de esperanza; quería creer que el alma de ese muchacho hubiese hallado alguna compensación en otra vida.
Un miedo muy sutil y muy poderoso comenzó a apoderarse de mi cuando me di cuenta de que también me estaba encalleciendo. Mis compañeros me hacían bromas acerca de estos escrúpulos y algu­nos hasta argumentaban que las guerras, especialmente esta gran guerra, traería un gran progreso científico, de suerte que podíamos alentar la esperanza de un mundo y una vida mejor. La incongruencia de este argumento terminó por asquearme. La historia era el mejor tes­tigo de que las guerras solamente producen nuevas y más sangrientas guerras. Ahí estaban estos despachos indicándome cómo se escribiría la historia de esta época. Comparándolos con los de la guerra anterior, la crueldad humana había aumentado, los odios se habían intensificado. ¿Y puede esperarse un mundo mejor a base de una mayor crueldad?
¿O una vida mejor a base de un odio más intenso que lo consumía todo bajo la leyenda de la guerra total’? En esos días recordé una frase de Lincoln: “El progreso humano está en el corazón del hombre”. ¿Y no era yo mismo testigo de que mi propio corazón estaba enamorado de esa crueldad y de esos odios?
Este singular temor, un temor frío, como si la muerte me acechase en cada pensamiento, creció velozmente. Cuando volví a encontrarme con mi amigo se lo comuniqué junto con muchas otras reflexiones que me había hecho.
—Si, me dijo. Es natural. El alma siempre sabe lo que quiere, y en cuanto empieza el despertar, comienza a pedir lo suyo. Hay algo en todos los hombres que rehúsan engañarse con la primera explica­ción que llega a los sentidos. Algunos prestan oídos a esta silente voz, otros no. Es muy doloroso y desagradable al comienzo. Es el primer umbral. Cuando en el hombre hay un comienzo de vida genuina se fortifica también el poder de todo cuanto le conduce al sueño. Este es un periodo peligroso porque todo despertar aporta nuevas energías. Y todo cuanto hay de falso en nuestra personalidad se aprovecha de ellas y aumenta nuestra esclavitud. Puede decirse sin errar mucho que se mata el alma. Así tenemos que en el mundo hay muchas almas cuya vida se ha detenido y poco a poco van  perdiendo las posibilida­des de crecimiento y perfección que son un derecho que el hombre no utiliza. Hay almas que están decididamente muertas. El ser humano es algo más que el cuerpo y los sentidos, pero no lo sabe, no lo com­prende.
—¿Me quieres decir que el alma no es inmortal?, pregunté.
—Eso depende de la persona de quien se trate, me dijo.
—Pero ahí están los principios religiosos, los escritos de Platón y las afirmaciones de muchos hombres reconocidamente inteligentes que nos aseguran que tenemos un alma inmortal.
—Todavía duermes.
—¿Vas a contradecir a Platón?
—Podría aclararte muchos puntos para que puedas entender a Platón, pero no estás preparado todavía.
—No te entiendo.
—Estás obcecado por. tus propias ideas, y mientras estés en seme­jante condición no podrás entender nada. Observa un hecho: si el alma fuese una cosa que tenemos asegurada naturalmente, los escritos religiosos no insistirían en aquello de que debemos esforzarnos por salvarla. Ni habría necesidad de filosofía o religiones. Lo sabríamos naturalmente y nadie temería la muerte como la teme. Escúchame: el alma la formamos en esta vida en base a lo que nos anima. Si los motivos, los ideales, las ambiciones de nuestra vida son transitorias, son cosas del momento inmediato, nuestra alma será también transito­ria, impermanente, sujeta a lo que queremos. Algún día podrás reflexio­nar serenamente sobre estas cosas y comprenderás a ese muchacho cuya muerte te obsesiona. Observa bien: tú no lo mataste de ti mismo porque de ti mismo nada puedes hacer. O sea que algo que no eres tu mismo, una sociedad, te entrenó, te enseñó a matar. ¿Recuerdas tu exclamación de aquel día en la iglesia? Pues es lo mismo. Tu exclamación y el bayonetazo fueron involuntarios. Si antes de lanzar esa exclamación hubieses podido darte cuenta del hecho, no la hubieras lanzado; igual cosa con el bayonetazo. Un poco de reflexión y no lo hubieses hecho. Pero en esos momentos no hay tiempo para reflexionar. Fíjate bien en lo que te digo: no hay tiempo. De modo que para poder obrar de co­razón, es preciso sobreponerse al tiempo y esto demanda un tipo de voluntad que tú no conoces todavía. Alcanzar esta voluntad requiere grandes trabajos, gran obediencia a algo superior. ¿Has observado y ponderado sobre la filantropía, la caridad? Un hombre que durante años se haya sometido a este entrenamiento de que te hablo no podrá evitar hacer el bien; hacerlo será una función poco menos que ins­tintiva en él. Lo hará naturalmente. Pero la mayoría de la gente piensa que con hacer el bien ya ha conseguido lo que únicamente se puede conseguir trabajando intencionalmente, yendo contra la corriente en si mismo. En cuanto a la inmortalidad del alma, no cabe duda de que existe; pero que sea inmortal, ya es cuento aparte. Procura entender que hablo acerca del hombre individual.
—¡Santo Señor! ¡Ahora si que creo que estás loco!, exclamé.
—Como gustes, me dijo sonriendo.
—¿Me quieres decir que estamos todos equivocados?
—¿Por qué no?
—No es posible.
—Eres muy ingenuo. Tienes el ejemplo vivo en ti mismo y a pesar de ello discutes con vehemencia. Pero no importa. ¿Ves cuán errado seria que me guiase únicamente por tus palabras? Tú sabes y sientes que la guerra es horrible, que es una cosa bárbara, la culminación de cuanto hay de salvajismo en el hombre. Sabes que tus compañeros están errados con respecto a esas cifras de bajas; para ti, en cambio, cada cifra es la representación de un ser humano y eso te hace sufrir. Aquellos que no sienten lo que piensan estarán siempre errados. Y fíjate que todo este horror esta produciéndose en lo que llamamos el mundo cristiano y uno de los principales preceptos de la cultura cris­tiana dice: ¡No matarás! Pero el hombre comienza a matar en el corazón antes de comenzar a matar de hecho; la muerte que ves por do­quier comenzó con el odio. Y la sociedad lo justifica de muchas mane­ras para acallar la voz de la conciencia si es que alguna vez le presta atención. ¿Cuál de las muchas iglesias cristianas ha adoptado una ac­titud vigorosa, inequívoca frente a esta guerra? Sólo unos cuantos hom­bres aislados se han opuesto a ella y han preferido sacrificar sus vidas en experimentos de laboratorio. Volvamos a la entrevista del viejo Nicodemo con Jesucristo. Esa entrevista ocurrió en tiempos tan agita­dos como el actual, cuando se derrumbaba una forma de cultura mien­tras se gestaba otra. Y Jesucristo dijo a Nicodemo que era preciso nacer de nuevo, nacer de agua y espíritu, para poder disfrutar de los atribu­tos que corresponden a un alma de verdad.
—Pero muchos de los que mueren, mueren convencidos de que su alma va a sobrevivir.
—No lo dudo. El ser humano está convencido de muchas cosas. Hubo un tiempo en que estuvo convencido de que la tierra era plana. Si escudriñas los Evangelios, verás que se dice en ellos bien claramente: “¿De qué te valdrá ganar el mundo si vas a perder el alma?”
Me resultaba imposible discutir con él. Mi interés por las sagra­das escrituras era el mínimo. No las bahía leído y tampoco estudiado. Sin embargo, algo me decía íntimamente que mi amigo estaba en lo justo aun cuando yo nada comprendía. Tras un breve silencio, le dije:
—¿No hasta entonces cumplir con lo que manda la religión?
—Cumplir fielmente y de corazón con los preceptos ordinarios de la religión es el primer paso, un paso indispensable. Todo está en­lazado, todo está unido. Las formas religiosas son la apariencia externa de lo que se puede llamar la iglesia interior. Y ésta es inmortal en verdad. A eso se refiere el Credo cuando habla de la “Comunión de los Santos”.
Entonces aproveché la oportunidad para pedirle que me explicase la verdadera forma de rezar.
—Has estado rezando muy intensamente, pero sin darte cuenta.
Respondí contándole mis experiencias de estudiante.
—Ya lo ves— me dijo—. La ignorancia estuvo a punto de cegarte por completo. Y ahora eres tú quien niega el alimento que precisa tu luma. No creas que ahora vas a poder culpar de ello a tus profesores, tus confesores o a tus padres. Podías haberlo hecho hasta hace poco; hora ya eso te está vedado. Si tienes interés en saber algo más acera del Padre Nuestro, por ejemplo, comienza a desentrañar lo que ver­daderamente significa perdonar a nuestros deudores. Te digo estas cos­as porque la ignorancia sincera es perdonable, pero no la hipocresía, ni la mentira, ni la holgazanería.
—¿Y como haré eso?
—De la misma manera que has hecho lo demás. Por ejemplo, aquel verso que dice “líbranos de todo mal” lo has vivido a tu modo. Y vivir una suplica es más importante que formularla. Fuiste a la iglesia a pedir más inteligencia, según me has contado. La inteligencia es justamente un atributo del reino de los cie1os. Te fue dado cierto en­tendimiento. El otro verso: “no nos dejes caer en tentación” lo has experimentado en tu vivencia de horror ante el hecho de que estabas encalleciéndote.
—Pero este es un modo muy extraño de orar—, le dije asombrado.
—Es el único modo del corazón. Para entender las oraciones es preciso tener una idea aunque sea aproximada de la Comunión de los Santos. Cada una de las oraciones que conocemos es un tratado sinté­tico de conocimientos de gran envergadura. Son psicología que los psicólogos corrientes ignoran. El Padre Nuestro, por ejemplo, puede ser para el individuo una escala de Jacob con que llegar al cielo, si el individuo lo vive. Para un físico puedo ser el medio de explicarse la naturaleza del Universo. Y conozco a un hombre dedicado a la as­tronomía que lo ha entendido para beneficio de sus estudios. Estas oraciones son la obra de la Comunión de los Santos. Ahora que la Co­munión de los Santos tiene muchos nombres, según sea el Credo que cada raza practica. No es una organización estatuida, sino un pálpito de vida universal. Son los guardianes de la cultura y de la civilización, Los ayudantes de Dios.
—A menudo me hablas acerca del alimento del alma. ¿A qué te refieres?
—A un alimento tan real como el que necesita el cuerpo. Esto se desprende de las palabras de Jesús: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra de Dios”. El alimento físico contiene energías que nutren el alma. Es necesario para el crecimiento. Y por crecimiento me refiero al crecimiento interior. Cuando el hombre come, bebe y respira con el propósito fijo de alimentar su alma, extrae de los alimen­tos, del aire, de las bebidas, ciertas substancias especialmente nutri­tivas. Pero hay un alimento superior a éste y es el que nos impresiona íntimamente. Todos sabemos que los disgustos entorpecen la digestión y un disgusto es una impresión. Los trastornos hepáticos producen un carácter agrio. De modo que alimentándose adecuadamente de impresio­nes, ya sean internas o externas, podemos nutrirnos mejor o peor. Pero esto requiere estudios y esfuerzos. Por ejemplo, hay quienes rezan antes de comer, invocando la bendición del Altísimo, pero durante la comida parlotean, discuten o tienen altercados. Durante el proceso digestivo los hay que hasta lanzan maldiciones. O sea que no tienen una continuidad en sus propósitos. Mediante la continuidad de propósitos se forma en el hombre un órgano nuevo. Pero es preciso que este órgano exista po­tencialmente y sea capaz de crecer.
—¿Qué órgano es ese?
Ahora no lo entenderías porque estás convencido de que ya lo tienes. Todo el mundo está convencido de lo mismo, como están con­vencidos de la continuidad de sus propósitos. Te dirá únicamente que se forma de una manera y no de dos: sufriendo deliberadamente y es­forzándose por seguir la voz de la conciencia.
—Pero todo el mundo sufre.
—No. Los sufrimientos les llegan como les llegan los placeres. Sufrir deliberadamente presupone cierto grado de voluntad. De volun­tad propia. Todos sabemos que el odio es malo y. que el amor es bueno. Sabemos que debemos amar a nuestros enemigos. Sabemos estas cosas de memoria, pero no podemos aplicarlas porque sencillamente no te­nemos el grado de voluntad suficiente para llevarlo a la práctica, de modo que la sociedad en que vivimos transa con lo que llama la debi­lidad humana y olvida el principio. Para poder sufrir deliberadamente es necesario tener la fuerza de sobreponerse al sufrimiento accidental. Y esto no significa huir hacia los goces, porque quien sufre acciden­talmente también goza accidentalmente. Es preciso sobreponerse a lo accidental. Y esto sólo es posible mediante una continuidad en los propósitos, en un claro entendimiento de muchas cosas, la mayoría de las cuales la educación moderna ignora o desprecia.
Pocas veces habíamos tenido una charla tan larga. Hubiese gusta­do continuarla, pero él pronto desvió la conversación y planeamos nuevos paseos en bicicleta.

Pasó mucho tiempo antes de que volviésemos a tratar estos asuntos.
Durante ese tiempo quise comprender sus palabras y revisé a menu­do mis apuntes. Pero no entendí gran cosa. Las pocas veces que orillamos el tema, él evitó ahondarlo y, por mi parte, dejé de hacer las anotacio­nes de modo que ahora me seria imposible reconstruir las frases sueltas y las explicaciones que él me dio sobre muchos puntos.
Me interesaba especialmente lo del alimento del alma; pero él insistía en que era preciso, primero, despertar.
—¿Qué me quieres decir con eso de despertar?—, le pregunté un día.
—¿Todavía no te das cuenta?
—El despertar o la vigilia de que hablo es difícil, pero no imposi­ble. Es un continuo esfuerzo, un permanente andar a ciegas durante mucho tiempo hasta que logramos comprender nuestras falacias. Pero llega el gran momento a quien mantiene vivo el esfuerzo. Entonces se advierten las posibilidades latentes en el hombre. Es algo que uno sabe por sí mismo, no necesita que se lo diga o interprete nadie. Se des­cubren en el cuerpo distintas clases de vidas, distintos niveles. Enton­ces uno ya no anda a ciegas. Sabe hacia donde va y sabe por qué hace todo cuanto hace. Los Evangelios se convierten en un guía muy valioso. Ya lo ves, ni tú ni yo podemos decir que somos discípulos de un ser tan magnifico y glorioso como Jesucristo, y creemos estar despiertos. En el huerto de Gethsemaní los apóstoles, los discípulos, se quedaron dormidos...
Mi amigo dijo estas últimas palabras con un tono tan reverente que me impresionó; sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas y él las dejó correr por sus mejillas sin avergonzarse por ello. Lo que sigue lo dijo con voz entrecortada por una emoción tan poderosa que, por instantes me sacudió a mí también. Yo quedé perplejo. El siguió di­ciendo:
—Un apóstol es de por si un hombre Superior y Jesús fue una i­nteligencia como muy contadas veces ha visto la tierra. Sin embargo, hay quienes piensan que se rodeó de bobalicones y necios. Los apóstoles tenían una Voluntad a prueba de muchas Cosas; de otro modo no hu­biesen podido vivir cerca de Jesús. Sin embargo, todos le fallaron en sus últimos días. Y esa es la historia del crecimiento interior del hom­bre. Alzas y bajas.
Ambos guardamos silencio. Yo no quise continuar interrogándole por miedo de producirle nuevos trastornos El advirtió mi actitud y dijo:
—No interpretes mal esta emoción no es debilidad, es fuerza. Es el medio como se obtiene un singular entendimiento
Me había llamado poderosamente la atención su referencia a la inteligencia de Jesús, y la de sus discípulos. Por alguna razón pensé que Judas debía haber sido lo mismo que los otros, y se lo dije.
—En primer lugar dijo él—, es preciso que insista sobre un he­cho. Para ser discípulo de una figura como Jesucristo es preciso haber visto algo, haber Comprendido algo; es necesario conocer algo verda­deramente real. Ahora bien; se dice que los discípulos eran pescadores. Jesús les dice que los hará ‘pescadores de hombres’ Esto significa que los doce discípulos ya tenían alguna preparación espiritual cuando tomaron contacto con El Maestro. Si no hubiesen sabido algo verda­deramente real, no hubiesen podido reconocer al Cristo en Jesús, no habrían podido valorizar debidamente su enseñanza Allegarse a Cristo presupone ya una inteligencia de cierto desarrollo, cierto grado de vo­luntad y un sentimiento más o menos profundo de la verdad. Naturalmente que después de la crucifixión cambió todo, pero esto es otra cosa. En segundo lugar, suponer que Judas pudo engañar a Jesús es poco menos que blasfemar. La relación entre Cristo y sus discípulos es una relación que no puede concebir el hombre en términos de una vida ordinaria basada en las comprensiones que aportan los sentidos. Es necesario ir tras los sentidos. O sea formarse ojos para ver y oídos para oír; ver y oír significados más que hechos aislados; es ver y oír en un plano de relaciones. Se dice que Judas traicionó a Jesús, pe­ro cuando se capta el significado de los hechos bien pronto se advierte que la conducta de Judas no fue obra de su propia voluntad; fue obliga­do a vender a Jesús. Lo que ‘vender’ significa en el lenguaje evangélico está relacionado con la pobreza o riqueza en espíritu. Solamente recuer­da que se dice el reino de los cielos como algo muy precioso que un buen mercader encuentra, y que en seguida ‘vende’ todo cuanto tiene para po­der hacerse de esa preciosidad. Invierte el proceso para acercarte a un entendimiento. El misterio de Judas es uno de los misterios que más nos confunden. Jesús sabia que iba a morir. Es más, sabia cómo iba a mo­rir. Su muerte estaba ya predeterminada, de modo que no cabía traición alguna, porque cualquier traición requiere el elemento de una con­fianza basada en una ignorancia. Piénsalo un poco. Porque Jesús insiste en que él escogió a los doce y que uno de ellos era el diablo. Mirando los hechos retrospectivamente resulta muy fácil juzgar y condenar a Judas en base a lo que otros interpretan. Pero desentrañar el misterio por si mismo llevado sólo por el ansia de conocer la verdad, ya es otra cosa. Todos llevamos un Judas dentro de nosotros, como llevamos a un Bautista, a un Pedro, un Juan y a casi todos los personajes que figuran en los Evangelios. Si se entiende que estos escritos tratan principalmente del desarrollo interior del hombre, se comienza a ver la legión de personajes en si mismo y también los hechos y aconteci­mientos que los relacionan.
Otro punto que me interesaba era sobre el amor y las relaciones sexuales. Cuando abordé este asunto, unos días después del caso an­terior me dijo:
—El amor es la llave de todo, porque es la fuerza que lo con­serva y mantiene todo. La fórmula: “Amar a Dios sobre todas las co­sas y al prójimo como a si mismo” requiere una consideración muy profunda. Nadie puede amar al prójimo más que a sí mismo, pero amarse a si mismo requiere cierto tipo de impresiones un poco difícil de explicar. Si vemos y consideramos el amor desde el punto de vista de las impresiones, veremos que quienes están enamorados lo ven todo color de rosa. Ese es un alimento muy especial. Pero cuando se ama a sabiendas, cuando se ama conscientemente, con pleno conocimiento, con plena comprensión, las delicias de un enamorado no son nada comparadas con las delicias del amor que sólo brota del espíritu. Amarse bien a sí mismo es anhelar el crecimiento interior y esto re­quiere normalidad. No puede amarse quien sufre una inhibición’ o una frustración. De modo que amarse a sí mismo implica necesaria­mente el equilibrio normal de todas las funciones, incluso la sexual. Pero esto es difícil de entender a menos que se entienda el adulterio en el amor. El adulterio en el amor, desde este punto de vista, es tener una relación amorosa o sexual con quien no se ama íntegramente. Y el amor ha de ser mutuo. Sólo el amor consciente puede producir un verdadero amor. Hay una diferencia muy grande entre amar y estar enamorado; lo primero presupone conocimiento de si mismo has­ta cierto punto y entendimiento de ciertas leyes. Lo segundo es una cosa predeterminada por la vida de la naturaleza para los fines de la creación y mantención de la vida. Para una evolución consciente es preciso el equilibrio, la normalidad. Esto lo determina la propia com­prensión. Al abordar este asunto, los Evangelios utilizan la expresión ‘eunucos. Pero antes de indicar esto, se indica que el mandato viene por la palabra interior. Y esto es la comprensión.
Pocos días después, mi amigo me obsequió un escrito, un poema, cuyo contraste con la aridez de sus palabras explicativas, que he citado, me llamó mucho la atención. El poema dice así:

“Dios dio al Sol por esposa a la Tierra y bendijo ese amor cuando creó la Luna.

Así también te creó a ti, mujer, para volcar su vida en el amor humano.

Y para que en el placer de amar encuentre el alma la senda del retorno a donde siempre es hoy, donde no hay devenir.

Porque así como la vida va a la muerte por amor, así el amor  resurge de la muerte donde hay un corazón despierto que sepa contenerlo en su amar y en su morir.

Con cada beso muere un poco el alma al olvidar que es vida en el amor.

Y, por lo mismo, con cada beso puede revivir el alma de quien sepa morir.

¡Oh Paradoja de la Creación!

En cada aliento de amor hay un suspiro que es eternidad.

Y en cada caricia también arde el fuego de la muerte y de resurrección.

¡Elevad el amor simple y sencillo a Las cimas más altas!

Y que el amar y el besar sean una oración de vida al más in­timo ser que es la verdad y es Dios.

Porque no sois vosotros los que amáis, sino el amor del Padre que se agita en  vosotros.

Vuestra será su más poderosa bendición si en cada beso que dais y recibís santificáis su nombre, guardando su presencia en vuestros más íntimos anhelos.

Y en vuestro amor, buscad también primero e! reino de Dios y su Justicia, que todo lo demás, aún la dicha de ser, os será dada par añadidura.

Y no temáis amar; antes temed a quien pueda convertir vuestro amor en prejuicio o maldad.

Haced de vuestra unión un camino sereno hacia los cielos.

En tanto que llevéis su presencia en vuestros corazones, estaréis en verdad amando a Dios por sobre todas las cosas a la vez que os amáis los unos a los otros.

Y en el instante de vuestra suprema dicha, seréis uno con El y con su Creación”.

No volví o verlo durante algún tiempo, pues debió hacer un viaje prolongado. Cambiamos algunas cartas. Recuerdo que en una de ellas yo le pregunté cómo podía uno hacer para alcanzar semejante entendi­miento de la vida y del amor. Su respuesta llegó en la forma de esta paradójica poesía:

“No dudes de la duda, y duda. Pero duda con fe, y aun duda de la fe.
¿Pues no es la duda inercia en la pendiente de la fe hacia la oscuridad, y fuerza  en el impulso para alcanzar la comprensión?
No dudes, y sin embargo, duda de  todo cuanto creas verdadero porque la duda también es verdadera, en sí y por si.
Dudando de la duda, y dudando con fe y de la fe, verás lo ilusorio de la duda y la fe derrumbarse a tus pies, y alzarse majestuosa ante tus ojos la duda hecha Verdad”.

Volvimos a reunirnos a comienzos del siguiente otoño. Noté ciertos cambios en él, mas no podría explicarlos. Evité los temas en torno a los Evangelios. Únicamente una vez, cuando le dije que no podía com­prender cómo era tan devoto de Jesucristo y a la vez tan dado a la lectura de las obras Mayas, Incaicas, Guaraníes, Hindúes y Chinas. me hizo esta observación:
—Cada pueblo, cada raza, cada nación, cada época ha tenido mensajeros que han dado testimonio de la misma y única verdad aun cuando han empleado palabras diferentes, símbolos diferentes y dife­rentes alegorías. Palabras, símbolos y alegorías no tienen un valor permanente en si mismas: son únicamente medios que hay que ir descartando poco a poco a medida que crece el entendimiento y la vivencia de la realidad. Pero durante mucho tiempo en nuestras vidas no podernos sino ver palabras en las palabras y símbolos en los símbolos. Cuando advertimos que dos símbolos no son iguales, poco nos preocupamos de averiguar si estamos o no en lo cierto; creemos durante mucho tiempo que las diferencias externas tienen la misma diferencia interior. Pero cada símbolo es una palabra y cada palabra es un símbolo, ¿Cuántos saben verdaderamente lo que están diciendo cuando dicen ‘yo’?
A esta explicación siguió algo sobre las dimensiones del tiempo y las dimensiones del espacio. Como he indicado, yo apuntaba la mayo­ría de las cosas que él decía. Pero en esta oportunidad no lo hice y vagamente recuerdo algo así como que el espacio es tiempo, que hay tres dimensiones del espacio y tres dimensiones del tiempo, que el símbolo hebreo de la estrella de seis puntas era un símbolo indicativo de que espacio y tiempo eran una sola cosa o ser. Si mal no recuerdo, en cierta oportunidad también dijo que las palabras de Jesús: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”, podían tomarse en física como las tres dimensiones del tiempo además de constituir un proceso de orden cósmico que junto con otros cinco procesos basados en la trinidad constituían todos los procesos universales, en todos los grados de ser. Pero, como ya lo he dicho, sobre esto no conservo apuntes de sus pa­labras aunque colijo que hay escritos sobre ello en alguna parte. Mu­chas otras cosas que me dijo entraron por un oído y salieron por el otro.
En esa fecha estaba interesado en muchas cosas aparte de mi amis­tad con él. Pero nuestra amistad se mantenía firme. No era un hom­bre ostentoso. Vestía bien, pero sin lujo. Con un poco más de aliño hubiese sido un hombre elegante. Por alguna razón trataba de vestir muy discretamente y parecía no querer llamar la atención; pero, según yo veía las cosas, la llamaba aun cuando no quisiera hacerlo.
Muchas veces me hice el propósito de ponderar las cosas que él decía. Envidiaba su calma, su serenidad. Yo, en cambio, era un pol­vorín un día y al siguiente un mar de ternuras. Cuando sufría alguna contrariedad no podía menos que recordar sus palabras. Ambos segui­mos concurriendo a la misma iglesia todas las tardes. Pero a conse­cuencia de la guerra mi vida comenzó a cambiar velozmente, y el tiempo se me fue haciendo más breve. De visitas rápidas y cada vez más aisladas a la iglesia, pasé primero a varios días de ausencia; estos se convirtieron en semanas y de pronto me di cuenta de que ya ha­bía dejado de rezar y también de que había dejado de tener esas char­las con mi amigo a quien no veía sino cuando él, sin previo aviso, se presentaba en mi oficina.
Mi situación había mejorado muchísimo. Era un hombre próspero.
Tenía un cargo importante y como todos los hombres ‘importantes’ ca­recía de tiempo para muchas cosas, como, por ejemplo, para cumplir con la promesa que yo mismo había hecho de no faltar ningún día al templo. Me justificaba culpando a la guerra. Mi importancia estri­baba en el hecho de que todo el mundo se interesaba por estar pron­tamente informado de los acontecimientos. Diplomáticos y políticos sabían que sobre mi mesa encontrarían siempre la noticia de última hora. Mi teléfono funcionaba sin descanso. fue preciso instalar uno de número reservado. Todos los días me visitaban o me llamaban fun­cionarios del gobierno, de las embajadas, de grandes firmas comerciales, etc. Y, como era natural que ocurriese, estos contactos profesionales pronto se convirtieron en amistades personales. Mi circulo se amplió.
Comenzaron a llegar las inevitables invitaciones a fiestas, vinos de honor y reuniones íntimas que organizaba uno u otro grupo. Y yo, que no encontraba tiempo para ir a la iglesia durante media hora en las tardes, me encontré con que podía acudir a t3das estas funciones so­ciales. Por cierto que siempre recurría a aquella excusa: “Se trata de la guerra y yo me debo al público que paga mis servicios”.
Cuando un día di una explicación, por el estilo a mi amigo, él me miró con una expresión compasiva, y tomando una cuartilla en blanco de sobre mi mesa, escribió:
“Nunca te sientas tan perfecto que bajes la guardia o alijeres la
vigilancia.
Quiérete bien, pero no te prostituyas a ti mismo”.
—Consérvala donde puedas verla a menudo, me dijo al entre­gármela.
Luego, se puso de pie y se marchó.
Pasaron varios meses sin que lo viese. A menudo lo recordaba. Sus extrañas observaciones, su oportuno consejo sobre problemas en lOS que le suponía totalmente ignorante, todo esto y mi propia con­ciencia me producían una rara inquietud cada vez que pensaba en él y leía sus palabras.
Por aquella fecha comenzó el furor de la “buena vecindad”. Co­menzó el furor panamericanista. Las intrigas internacionales, a cual más mezquina, florecían por todos lados. Pude darme cuenta de que varias potencias europeas, supuestamente amigas de los Estados Uni­dos, combatían solapadamente la idea de la buena vecindad. Todos querían sacar una tajada en las ganancias que producían los buenos negocios de guerra. Ni los industriales, ni los mineros, ni los políticos, diplomáticos o periodistas, estaban libres de esta tentación. Y yo tam­bién caí en ella y cal con mucho gusto a través de un amigo que es­peculaba fuertemente en la Bolsa de Valores y que precisaba estar bien informado y oportunamente, acerca de los acontecimientos de la guerra. Así comencé a enriquecerme.
Por otro lado ciertas organizaciones de propaganda comenzaron a pedirme colaboraciones en la forma de artículos. Y los pagaban tanto mejor mientras mas altisonantes y estúpidos fuesen. Acepté y ganó más dinero.
Cierta vez recordé algunas observaciones que mi amigo había he­cho cuando se iniciaron los primeros sondeos acerca de la Buena Ve­cindad de los Estados Unidos.
—Buen vecino únicamente puede ser quien paga al contado. Hoy en día nadie está en situación de hacerlo, mucho menos los países suda­mericanos. Pero como el hombre vive de palabras lindas, y mientras más lindas más necias, encuentran que el concepto es sonoro, lo aplau­den y no saben en lo que se están metiendo. Es un concepto nacido de la parábola del Buen Samaritano. Pero en Estados Unidos alguien lo ha distorsionado y los demás países lo han distorsionado aún más. Pero la idea es bonita y como en Estados Unidos hay dólares en abun­dancia. ahí va la comparsa panamericana que no es sino una serpien­te de 20 bocas y una cabeza.
—Esto es demasiado cáustico—, le dije.
—La verdad siempre es cáustica, especialmente para los hipócritas. No te identifiques tanto con la propaganda une escribes y quizás po­ntos ver algo de la realidad.
—Pero la buena vecindad al menos significa una buena intención.
—Satanás tiene las mejores intenciones para con el hombre, por eso lo idiotiza.
—Tú lo ves todo tan fríamente; ci panamericanismo es una buena intención.
—Aún duermes. Si comprendieses que el hombre no puede tener una continuidad en sus propósitos, pronto comprenderías que la in­tención no basta. Si el hombre pudiese mantener una continuidad en su pensamiento, sentimiento y acción, sus buenas intenciones darían frutos generosos. Así como el individuo tiene muy buenas intenciones un día, y al siguiente cualquier cosa lo desvía de ellas, así ocurre también en política. La idea democrática es más vieja que andar a pie, pero es un imposible porque requiere una discriminación que pocos tienen.
Entre mis apuntes de esta época encuentro una página de una carta que él me escribió respecto de la política internacional de enton­ces, durante uno de sus viajes.
Dice así:
“...El señor Roosevelt es, sin duda, un hombre muy bien intencionado, pero ocurre que el único buen vecino que tiene es su cigarrillo, así como el único verdadero aliado del señor Churchill es su cigarro puro y el único camarada del señor Stalin es su cachimba. Observa que ni Hitler ni Mussolini fuman. Son demasiado virtuosos y como todo fanático de la virtud, sólo ven la paja en el ojo ajeno. Cuando termine esta guerra es probable que haya otra y con ella quizás la ciencia pro­grese al extremo de que se dé el gusto y disfrute de la gloria de haber destruido la civilización. Nada es más fácil que profetizar una guerra. Pero la guerra también incluye la desazón en la vida de los pueblos y del individuo mismo. Si esta desazón interior la utilizase el indivi­duo para su desarrollo, y si siquiera tratase de averiguar de dónde viene y por qué ocurre, creo que se daría un paso hacia la paz. Pero no es cosa fácil conseguir que el hombre comprenda que frente a los fenómenos celestes es menos que un átomo. La paz es una conquista individual; jamás ha sido obra de masas. Y mucho menos obra de los ejércitos. El hombre aún no ha aprendido a aprovechar lo que enseña la historia, lo que indica la experiencia. La Liga de las Naciones fue durante muchos años una ilusión de paz; la verdad es que fue un foco de intrigas. Mussolini la destruyó de una plumada. Tras esta guerra posiblemente surja algo parecido riere con algún otro nombre. El hombre goza poniéndole o cambiándoles nombres a las cosas más viejas de la historia. La Liga de las Naciones nació muerta. Ya había muerto en Grecia hace más de dos mil años, con la Anfictionía. No se trata de organizaciones; no hay que cambiar de nombres, sino que hay que cambiar al hombre. No me pidas que tome la buena vecindad en serio porque todo no suma sino un montón de mentiras. Lo trágico es que nadie miente intencionadamente; nadie se da cuenta de la Gran Men­tira. Obsérvalo en ti mismo, observa como ya has comenzado a creer
en cuanta mentira estás escribiendo”.
De todo esto, lo que me interesó fue la idea de que un buen vecino puede ser sólo quien pague al contado. Decidí utilizar la idea para un articulo y cuando lo publiqué mi vida sufrió una nueva transformación conectada, en cierto modo, con este singular amigo.
Me vi lanzado de lleno a las intrigas del espionaje político.
A los pocos días de haber elaborado esta idea en una serie de ar­ticules, me vi en contacto con ciertos vendedores de una maquinaria que no podía fabricarse en parte alguna. Los conocí mediante algunos amigos diplomáticos. Y desde entonces aumentó mi importancia. De pronto vi que hasta mis opiniones eran ‘importantes’. Hasta las bu­rradas más acabadas que solía decir, cuando tenía un poco más de alcohol en el cuerpo, comenzaron a tener ‘importancia’. La importan­cia y la consideración que me atribuían no estribaba ni en mi inteli­gencia, ni en mi juicio critico, pues hacía tiempo que no utilizaba ninguna de estas dos funciones. Estribaba lisa y llanamente en el cargo que desempeñaba y que continuaría desempeñando siempre que obedeciese a la vaciedad de mi ‘importancia’.
No vale la pena que relate mi historia en medio de todas las in­trigas de entonces. Cito únicamente los hechos que tienen relación con mi amigo y sus ideas. Pero lo que pude observar en los políticos, diplomáticos y espías con quienes alternaba, daría lugar a una hermosa comedia humorística si no fuese por las trágicas consecuencias que trae consigo la actividad de esta fauna y flora de nuestra cultura. Observo que estoy escribiendo con cierto rencor, y no lo oculto. Y si mi amigo pudiese leer esto ahora, seguramente diría algo más o menos así:
—No has aprendido a perdonar. Aún duermes. Tu flora y tu fauna no pueden detener ni mutilar la vida.
Al escribir esto advierto cuánta nostalgia siento por él, cuánto me apena el no estar a su lado ahora. Pero volvamos al relato.
Una noche me invitó a cenar con él. Mi confianza no había dis­minuido. Charlamos largamente y con gran jovialidad. Le conté mis observaciones y él sonrió cariñosa y comprensivamente como signi­ficando: “los probrecitos no tienen la culpa”. Después de cenar fuimos juntos a mi departamento que contrastaba mucho con aquella sencilla pieza de pensión en la que había vivido tantos años antes de llegar a ser importante’. Lo miró todo en silencio. Recordando esa noche, veo cuán insulsa fue mi conducta. Comencé por mostrarle orgullosamente todas mis posesiones; los títulos de las acciones, la ropa, un simpático bar en miniatura, mi rincón deportivo con su saco de arena, el punchig-ball, los guantes de box y las palanquetas de hierro, mi hermosa bicicleta italiana. Cuando hube terminado mi exhibición, le dije con tono ufano:
—¿Qué te parece?
—Perfecto —me dijo—. Poco te falta para ser un cretino com­pleto. No me refiero a esto, a la comodidad, sino a tu actitud hacia todo este bienestar y el daño que tu mismo te estás haciendo.
—No te entiendo— le dije—. Gano bastante dinero, vivo bien y disfruto de la vida.
—¿A qué precio?
—No lo encuentro tan terrible— protesté—. No seas mojigato. Sólo te falta censurar las huellas de mujer que has encontrado.
—Quizás sean las huellas de lo único decente que te va quedando Pero es tu vida. Vívela como te dé la gana.
Sentí un vago temor al oírle estas palabras. Guardamos silencio
un rato. Luego, sentí un deseo vehemente de confesarle todo cuanto
me torturaba.
—Necesito tu ayuda—, le dije.
—Te escucho.
Le expliqué todas las cosas que se habían convertido en un pavo­roso dilema en mi mismo, aquel infernal círculo de mentiras en que había caído. Escuchó con gran atención, me hizo algunas preguntas para que aclarase ciertos puntos que no quería exponer abiertamente. Reflexiono un instante cuando hube terminado.
—¿Qué me dices?—, le pregunté.
—¿Qué quieres que te diga?
—Lo que debo hacer.
—Corta de raíz, rompe con todo. Deja todo esto y comienza de nuevo.
—Pero ¿estás loco?
—No; el loco eres tú. Mira a lo que has llegado.
Y dirigiéndose al cuarto de baño, sacó del closet un frasco que
contenía tabletas de un estimulante con el que debía activar diariamente mi sistema nervioso para poder sobrellevar semejante tren de vida.
Cuando le vi con el frasco en la mano me di cuenta de muchas cosas, de su enorme poder de observación, de su real bondad y del cariño que me profesaba. Pero yo sentía que las cosas habían ido demasiado lejos para cambiar. Bajé la cabeza en silencio.
—Menos mal que te queda un poco de vergüenza—, me dijo-. Aprovéchala y retorna el hilo de tu vida antes de que termine del todo. Dentro de poco pasarás de este estimulante a las drogas. Y cuan­do sientas la necesidad de huir de la basura en que vives, el saco de arena y tus guantes de box desaparecerán y pondrás cuadros porno­gráficos en su lugar. Ahora te puede ayudar ese amor que hay en tu vida, pero si no lo comprendes, si no te aferras a él con todas tus fuer­zas, si sigues cediendo a la tentación en esta forma, perderás el amor y buscarás la orgía.
—Bien sabes que no puedo dejar mi trabajo. Sabes de qué se trata. Sabes lo que es la guerra.
—Allá tu. Me preguntaste que debías hacer y te he contestado. No tengo nada más que decirte.
Entonces fue cuando cometí un lamentable error:
—Escucha— le dije—. Tú eres más inteligente que yo. Te daré la mitad de todo lo que tengo y de todo cuanto gano, si me ayudas a salir de esto.
Me miró en silencio, sin decir una sola palabra. Me di cuenta demasiado tarde de la forma en que lo había herido. Vi como a sus ojos asomaron las lágrimas. Se alejó abrumado por una singular tris­teza y cuando estaba ya en la puerta, dijo:
—treinta monedas de plata...
Sentí deseos de pedirle perdón, pero algo me contuvo. Me acerqué al bar y mientras me servía un vaso de whisky, recordé aquella otra escena silenciosa que parecía haber ocurrirle en un pasado ya dema­siado lejano, aquella vez que, en la iglesia, yo había exclamado ‘mierda’ y él había contestado ‘amén’. Bebí el whisky de una sola vez, miré las tabletas de estimulante que él había dejado sobre el mesón del bar, y me dije en voz alta:
—¡Que se vaya al demonio!
Bebí whisky hasta embriagarme.

Pasó el tiempo.
De pronto, la máquina en la que yo estaba cogido comenzó a fun­cionar de otra manera, más intensamente. Nos acercábamos al final de la guerra. Todo era más desesperado. Cambié de ciudad, me fui a otro país y ahí debí continuar lo que había comenzado y da lo que ya no podía evadirme. Recordaba a mi amigo sólo de tarde en tarde.
Cada día me causaba más asombro la facilidad con que mentía y engañaba, y la facilidad con que todos parecían creer en mis mentiras y en mis engaños.
Una noche en que había bebido más de 10 necesario para olvidar mi comportamiento, encontré a mi amigo.
Me miró en silencio y sin darme tiempo para expresar mi ale­gría, me dijo:
—Reflexiona un poco. No te busques sufrimientos que no necesitas.
Sabía que a él no podía mentirle. Le pedí que no me dejase y él me anunció que iba a permanecer un tiempo en esa ciudad y que probablemente nos veríamos a menudo.
Fue muy poco lo que conversamos esa noche. No dejó de intrigar­me aquello de que yo estaba buscándose sufrimientos que no necesita­ba. Pero, como de costumbre, pensé que seria una nueva extravagancia de su parte. En cambio, me hubiese gustado sobremanera haberle de­mostrado una mayor hospitalidad y en general corresponder a su devo­ción de amigo de una manera más tangible. Cuando le ofrecí alojamiento en mi casa rehusó cortésmente informándome que su viaje había sido arreglado por otros amigos con quienes se había comprometido a alojar, pero que nos veríamos a menudo.
En nuestra próxima entrevista le pregunté si había leído mis cró­nicas y el respondió que sí y que había recortado alguna para conser­varla. Esto me llamó poderosamente la atención. Esperaba que me hu­biese dicho algo así como: “No leo propaganda política”, etc. Pero el que hubiese recortado una de mis crónicas fue por cierto, una verdadera novedad. Le pregunté cual crónica era. La sacó de su billetera.
Yo había esperado que hubiese sido alguna de esas especulaciones
llenas de complejidades que trataba de presentar un cuadro internacio­nal, citando a magnates de la banca y a líderes obreros, etc. Pero lo que mi amigo había recortado era algo muy distinto: un comentario sobre ciertas canciones guaraníes en el que registraba mis propias impre­siones.
—Es muy interesante lo que has observado en esta música— me dijo—. Corresponde fielmente a un tesoro de sabiduría que el guaraní aún siente pero que ya ha dejado de comprender, abrumado por la cultura occidental. Encuentro en ella lo mismo que en todo el folclore del continente: un hilo escondido en el tiempo. Lee esta obrita yucateca y verás el mismo contenido aunque en forma distinta.
Y me obsequió un librito que aún conservo.
Me dijo que esa crónica era lo que le había inducido a buscarme
nuevamente y agregó:
—No te imaginas el bien que tú mismo te hiciste al escuchar esa música con tanta atención. Vibrará siempre en ti.
Yo sonreí con no poca suficiencia, y a mi vez contesté:
—Hombre.., si quieres música guaraní, en casa la tengo en abun­dancia. También tengo dos hermosas canciones mayas, y abundantes
discos de música incaica.
Le relaté en detalle cómo había ido formando esta colección y hasta mencioné las cifras que había gastado en ello. Me escuchó complacido.
—El guaraní tiene una riquísima expresión que significa que todo cuanto el hombre dice en palabras, en lenguaje humano, es una porción de la sustancia del alma; advertirás que este concepto es similar a una de las santas verdades del cristianismo cuando afirma que de la riqueza del corazón habla la boca.

Y hay quienes también han dicho que el hombre sólo puede expresar lo que es. En fin...
A la noche siguiente cenamos en mi casa y nos hartamos de música guaraní. Pero yo estaba agitado y nervioso debido a los acontecimientos del día y hubiese preferido discutir con él mis problemas personales. Escuchó la música con deleite. Yo bebía whisky. La música era por cierto atrayente, pero yo tenía la cabeza llena de muchas preocupaciones a consecuencia de mi vida en medio de tanta intriga. Ya mi situación se hacía demasiado densa y parecía no tener una sola rendija por don­de huir. En ese instante envidié el solaz de mi amigo, la incalculable paz que había en él y, sobre todo, su seguridad, su aplomo.
Cuando se puso de pie, poco antes de marcharse, me dijo:
—El guaraní ha hecho más o menos lo mismo que estás haciendo tú con ese vaso de whisky; ellos beben caña. No es del todo desagradable, pero beberla para huir de sí mismo es lo más necio que puede hacer un hombre. Los guaraníes han caído en la misma red de somnolencia en que has caído tú. Esa música que acabamos de oír es la voz de su alma captada por un hombre que aún quiere despertar a los suyos. La Voz de la Vida todavía vibra en ellos, pero ellos se han dejado hip­notizar no sólo por el alcohol sino por el enciclopedismo occidental que es el veneno que consume a nuestros pueblos.
—No creo que haya muerto nada en el guaraní— le dije—. Su vi­rilidad es cosa bastante clara. Creo que el guaraní es el hombre más valiente que he conocido; lo vi en la guerra. Y a propósito, fue durante la guerra que conocí su música y la encuentro tan bella y decidora como la música del altiplano.
—Sí; ambas son genuinos llamados del alma de estas tierras, pero las formas son diferentes porque corresponden a distintas latitudes. Ambas son música esencialmente mística. La de origen incaico sigue el ritmo del movimiento de los cuerpos celestes y no puede ser de otra ma­nera; es música que abarca, en su compás y en su melodía, todo cuanto nuestra alma ya sabe acerca del sistema solar y de las incógnitas que presenta la Vía Láctea y las Pléyades. A más de tres mil metros de altura, teniendo un firmamento estrellado por todo panorama, el hombre de los Andes tiene forzosamente que sentir en términos grandiosos. Si su pensamiento estuviese a la misma altura que su sentimiento, la raza no habría degenerado. Esta degeneración comenzó muchísimo antes de la conquista; aun así, su degeneración es proporcionalmente menor que la occidental con relación al cristianismo. Esto se puede observar en los escritos que sobrevivieron a la catolización del Imperio. El alma de estas razas aún conserva la suficiente fuerza espiritual; pero, por desgracia, no sabe actualizarla y la ha escondido en lo profundo de las prácticas católicas. En cuanto a lo guaraní, la naturaleza semi-tropical en que vive le da otro ritmo, otra forma, otro sentimiento; pero en esen­cia dice lo mismo en cuanto a espiritualidad. Ocurre que muy pocos hombres entienden la realidad de la vida a través de los sentimientos, de las emociones, y eso ha producido una civilización de esquizofrénicos. Lo que se ha dado en llamar el subconsciente, no son sino funciones correlativas que pueden operar armónicamente con la mente, con el pensamiento. Por eso te digo que si todo este tesoro artístico, si esta expresión emocional fuese comprendida intelectualmente, las razas de nuestro continente comprenderían su verdadero destino. Pero ya hay quienes trabajan para dar luz en este sentido. Por el momento estos hombres son como Juan Bautista —una voz que clama en el desierto.
—Por lo que me dices, parecería conveniente revivir las religiones y los mitos de las razas autóctonas—, le dije.
—No; eso sería necio. En ese sentido nada hay que revivir porque nada ha muerto. No podemos volver a las formas del pasado; sólo pode­mos comprender el principio eterno que anima todas las formas. Hay que comprender, no hay que disgregar ni dividir. Y esta es una tarea para cada individuo.
—Se calcula que en Sur América hay diez millones de indios. Un hombre audaz que conociese sus idiomas podría organizarlos y suble­varlos. Sería interesante.
Me miró compasivamente.
—Ya lo ves— dijo-. Ahí, en ti mismo, tienes la esquizofrenia occidental. Te has saturado de violencia a tal extremo que no puedes medir la vida sino en términos de destrucción y de muerte.
Pasaron varios días sin que volviésemos a encontrarnos. Por esa fecha los asuntos de mi vida estaban complicándose de una manera increíble. La máquina me atrapaba implacablemente y yo me sentía como un pajarito hipnotizado por una serpiente, sabiendo que va a morir, que tiene que huir pero que no puede hacerlo. Cuando volví a ver a mi amigo, le confié los hechos.
—Ya es demasiado tarde— me dijo-. Ahora tienes que seguir el movimiento de la máquina hasta donde te lleve. No puedes huir; mira.
Y conduciéndome a una ventana que daba hacia la calle, me indicó a dos hombres que trataban de disimular su presencia.
—¿Quiénes son?—, pregunté.
—Estás tan ensoberbecido con tu éxito que no te has dado cuenta de las cosas. La mentira te tiene atrapado. Son policías que te siguen desde hace varios días.
Sentí un golpe en el corazón. No me acobardo fácilmente, y si bien conozco el miedo, también sé que el valor es justamente dominarlo por muy intensamente que nos acose. Pero algo en mí temblaba horrorizado ante el crudo hecho de que llegaba a su fin. Miré a mi amigo, esperando que dijese algo, pero sólo comentó:
—Deberías sentirte íntimamente agradecido que se te presente esta salida. Por lo general para el tipo de intrigas en que tú te has em­barcado, la salida es el suicidio o. . . un accidente en la calle.
No hizo mayores comentarios. Me conocía lo suficientemente bien como para saber que no iba a suicidarme. Y en cuanto al acci­dente callejero me dejaba frío. Sabía bien que yo constituía un peligro para muchos y que muchos verían con agrado mi desaparición. Pero yo había anticipado esta posibilidad y había hecho saber a todos ellos que llevaba un diario en el que había anotado cosas que el mundo po­lítico y diplomático llama “muy interesantes”. Habían varias copias de ese diario, algunas de ellas en el extranjero, y otras en un banco.
Le conté estas cosas a mí amigo.
—Una rata acorralada siempre tiene talento—, me dijo.
Me volví hacia él con violencia y tenía el puño en alto para gol­pearle, pero su mirada me paralizó. Aún ahora no podría explicarme como ocurrió eso. No movió un dedo, no hizo un solo gesto. Únicamente me miró y yo quedé desarmado por dentro y por fuera.
—Estás tan podrido que has perdido tu entereza— me dijo—. ¡Cómo has cambiado! Cierta vez me revelaste la forma como rezabas tus oraciones en la iglesia. ¿Lo recuerdas? Por necias y pueriles que hayan sido esas palabras, al menos tú integridad y tu honradez eran de valor. Ahora... mírate.

El recuerdo de aquellos días tan remotos en mi memoria, el verlos surgir ante mí en esa situación, en esas condiciones, me sacudió. Sin poderlo evitar comencé a llorar como un niño. En ese momento me di cuenta de cuánto amaba a mi amigo, de cuanto él representaba para mí. Se alejó a otra habitación mientras yo dejaba correr mi llanto en un rincón. Cuando me hube repuesto fui a buscarlo y lo encontré de rodillas, con los brazos en cruz, y mirando hacia el firmamento por la ventana abierta.
Sin mostrar el menor apuro, se puso de pie y, mirándome, me dijo:
—El llanto es un buen purgante; purifica la sangre.
Se dirigió al cuarto de baño y le vi lavarse la cara con agua fría.
El también había llorado.
Durante ese invierno la situación del país se encrespó sobremanera. Estaba demasiado estrechamente ligada a la guerra. Pero fue en la primavera cuando los acontecimientos asumieron proporciones san­grientas y ocurrieron una serie de cosas que determinaron el que yo, finalmente, fuera detenido por la policía y llevado a la cárcel.

Conveniente sería registrar algunas de las observaciones he­chas por mi amigo y que tienen relación con los hechos de ese enton­ces, a pesar de que afirmaba que ninguna de las cosas que ocurrían era nueva.
Yo me había dado cuenta claramente de la creciente fuerza que iba ganando el presunto dictador de ese país; estaba haciendo una comedia para explotar los sentimientos de las masas que le seguían ciegamente en virtud de unos cuantos beneficios circunstanciales que habían recibido. Mis crónicas destacaban estos hechos, pero mis jefes protestaban y me acusaban de ser partidario del hombre. Hubo violen­cias. Querían una oposición más activa en mis escritos y no parecían capaces de comprender la necesidad de decir la verdad y encarar la realidad obvia que estábamos presenciando. Cuando comenté estos he­chos con mi amigo, me dijo:
—Lo único que realmente tiene importancia en todo este enredo es que la Serpiente Emplumada ya quiere volar, pero tiene las patas engrilladas a la tierra.
—Por favor no me contestes con enigmas.
—No hay enigma alguno en esto. Si en vez de perder tu tiempo en puerilidades hubieses tomado el hilo de algunas indicaciones que te he hecho de vez en vez, habrías estudiado algo trascendental, y comprenderías su enorme significado que para ti tiene la Serpiente Emplumada.

—Todo eso está muy bien— le dije—. Pero no explica la razón por qué mis jefes son tan obtusos que no quieren ver la realidad de la situación en este país.
—Es que ellos son serpientes sin alas y sin plumas.
—Seguramente podrías decirme las cosas en forma más clara.
—No quiero decírtelo en forma más clara. La verdad es siempre amarga para el dormido, porque le saca de su modorro.
—Hace años que vienes diciéndome lo mismo y aún no entiendo.
—Porque aún duermes.
A medida que avanzó ese invierno, mis crónicas comenzaron a atraer a varios personajes de otros países. La situación general pare­cía incierta. Otros países recibían informaciones contradictorias. Pero un acontecimiento sobre el cual informé en detalle determiné una nueva forma de relaciones con políticos y diplomáticos que llegaban en pos de informes correctos. El acontecimiento fue que el presunto dictador, siguiendo el atinado consejo de su jefe de policía, hizo una redada de cuanto opositor destacado había, incluyendo médicos, di­rectores de grandes periódicos, abogados de renombre internacional. etc., todos los cuales dirigían el movimiento de la libertad de pensa­miento y otra serie de libertades que mi amigo calificaba, resumién­dolas, en “la libertad de soñar despierto”.

Sobre los jefes políticos, mi amigo dijo que se trataba de una colección de Pilotos que no podían ser otra cosa salvo en los casos cuando en la comedia humana cam­biaban de papel y eran Herodes que, en más de una oportunidad, se habían visto obligados a halagar las vanidades de distintos tipos de Salomé, y degollar a más de un honrado Bautista.

Los hechos confirmaron más que suficientemente las palabras de mi amigo. Pero a fin de equilibrar la situación citaré la opinión de mi amigo sobre el dictador y los suyos:

—Esos son los que más y mejor duermen— decía—. Sueñan que dominan a las masas y no tienen la suficiente perspicacia para advertir que gritan ¡Hosana! con la misma facilidad con que gritan Crucificadle!
Pero es de todos conocido como el final de la guerra confirmé todo esto.
El hecho fue que los líderes democráticos esperaron pacientemente en la cárcel a que las masas saliesen a rescatarlos, pero nadie movió un dedo a su favor. Antes bien; todos aplaudieron al dictador Nenes de euforia por haberse atrevido a tocar a los intocables. Este aconte­cimiento trastornó la comprensión política y diplomática de todos.
Obvio era que este dictador, como casi todos, conocía intuitivamente las pasiones de las masas y las explotaba bien. La oposición quedó destruida. Pero aun así, pocos se dieron cuenta de la verdad. Hubo muchos editoriales, muchas protestas, pero fue bulla y nada más que bulla.
Mis crónicas, que hasta cierto punto reflejaban las opiniones de mi amigo, comenzaron a llamar la atención y atrajeron a los hombres que ya he indicado. Un día llegó uno y le informé en detalle. Este enviado confidencial, sin embargo, envié a su gobierno un informe de varias cuartillas para concluir diciendo que era conveniente postergar una decisión, que todo era incierto todavía. Cuando regresó, dos me­ses después, volvió a informar a los suyos que aún había necesidad de postergar cualquier decisión.
Esto me irritó.
—¿Por qué engaña Ud. a su gobierno? —le dije.
El hombre ni se Sintió molesto, ni ofendido. Me miró muy com­placido y me dijo:
—Yo también veo la situación como la ve Ud. Pero ocurre que nosotros también estamos en vísperas de elecciones y aún no se aclara. nuestra situación y todavía no sé qué postura voy a adoptar. Fulano de tal —y citó el nombre de un gobernante— no tiene ninguna sim­patía por Zutano —el nombre del dictador— y tiene, en cambio, mu­chas pasibilidades de ser el próximo presidente en mi país. Como él ocupa una situación destacada le envío copia del informe a fin de que como presunto gobernante esté en antecedentes de los hechos. Un in­forme terminante, como son sus crónicas, únicamente serviría para que él olvide mis servicios. En cambio, con varios informes preparo la posibilidad de que me asignen la embajada en este país. Ud. amigo, sería un pésimo diplomático.
Este fue un caso. Hubo otros. El directamente opuesto al anterior fmi el del enviado de un país cuya situación era similar a la que yo observaba. Se dio prisa en tomar contacto con los hombres del dictador, no ocultó sus simpatías por él y ofreció comprarme todo el material que yo había acumulado. Chupé como esponja cuanto le dije. Y en base a eso emitió un informe, del cual me proporcionó una copia, lleno de las afirmaciones más fantásticas que he leído en toda mi carrera. Yo mismo había mentido descaradamente para halagar a “mis lecto­res”. Pero el informe de este diplomático sobrepasaba toda la fantasía y la realidad juntas. Parecía un cuento de las Mil y Una Noches.
A renglón seguido me hizo una serie de proposiciones de índole
comercial. No era la primera vez que me encontraba con personas
que ocultaban los hechos para especular con ellos.
—¿Piensa Ud. que alguien de su gobierno creerá esto?—, le dije.
—No se preocupe por eso, amigo— respondió. Era un hombre simpático agradable, sinvergüenza hasta la saciedad; pero no podía yo
condenarlo. Ambos estábamos atrapados en una máquina.
Mi asombro fue grande cuando me di cuenta de que su gobierno había aceptado su informe y estaba actuando en base a él. No pude nunca explicarme como los hombres que parecen ser hábiles en los asuntos del estado pueden tener las tragaderas tan abiertas como cual­quier ingenuo.
Este enviado confidencial, antes de regresar a su patria, me obse­quió una billetera finísima llena de billetes y cuando yo quise, débil­mente, rechazarlo, me dijo:
—De ningún modo, querido amigo. Me ha ayudado Ud. en un magnifico negocio.
Más tarde supe que el negocio era un fuerte contrabando de ma­terias primas muy escasas para la industria debido a la guerra.
Le relaté todos estos hechos a mi amigo.
—Esa es la treta más vieja del mundo- dijo-.. Ellos no tienen la culpa. Son irresponsables. Pero tu, preocúpate de no seguir engri­llando a la Serpiente Emplumada. Recuerda que no puedes servir a dos amos.
Nuevamente volví a ignorar su prudente consejo. Los aconteci­mientos tomaban velocidad. La policía me vigilaba cada vez más es­trechamente y con la esperanza de salvarme en alguna forma comencé a participar en muchas conspiraciones contra el dictador.

Al mediar la primavera, con el buen tiempo, se desató una ola de violencias por todas partes, en todo el país. Los estudiantes comenza­ron a alborotar azuzados por los próceres democráticos que la policía ha­bía humillado. Lanzaban uno tras otro manifiestos escritos cómodamente en un club elegante. Un día hube de entrevistarme con ellos, a raíz de ciertos acontecimientos en los que varios estudiantes habían caído presos y heridos. Les informé de los hechos.
—¿Qué barbaridad!— exclamaron—. ¿A dónde nos va a condu­cir este hombre?
—Lo saben perfectamente bien— les dije—. Deben actuar ahora.
—Pero ¿qué podemos hacer?
—Si tienen miedo de ir a la calle a enfrentarse con matones y policías, al menos no inciten más a esos muchachos.
—Es que en ellos el amor a la patria arde en la sangre—, dijo un banquero.
—¡Váyanse a la mierda, maricones! exclamé con toda la furia que me consumía esos días. Me fui a casa y mi amigo me esperaba.
Le conté el incidente.
—La Serpiente Emplumada quiere volar— fue toda su respuesta.
No estaba yo de ánimo para estas cosas, Le di la espalda y me fue a mi habitación. Cuando me hube tranquilizado, lo encontré repa­sando el cuaderno en que yo apuntaba sus comentarios y observaciones. Estaba corrigiendo algunas cosas.
—Eres un buen periodista y tienes buena memoria— me dijo-. Has cometido pocos errores.
De cada cosa notable de mi amigo había no sólo apuntado sus palabras, sino que había descrito la escena con lujo de detalles, nom­bres, lugares, fechas, etc. Me pidió que destruyese toda referencia per­sonal, todo lo que fuese un lugar, una fecha, un nombre. Dejé sola­mente los hechos que podían retratarle a él, y de esas notas sale este relato.
Muchos de los espías y agentes secretos con quienes yo había tenido contacto habían huido a tiempo. Los enemigos de estos agentes, al servicio de otro país, comenzaron también a vigilarme más estre­chamente. No cabía ya duda que mi juego estaba en descubierto. Un día supe que algunos espías que me conocían estaban presos. Como de costumbre, confié todo a mi amigo y él me dijo:
—Los que están presos te han delatado; los que han huido han hablado en otros países. Y estos otros te estén usando.
—¿Qué hacer?—, le dije.
—Recupera tu hombría. O entrégate abiertamente y cuenta toda la verdad, o sigue hasta el fin y que venga lo que venga.
—Seguiré hasta el fin—, dije con la esperanza de que algo ocu­rriese a mi favor.
Comenzaba a sentir cierta repugnancia hacia mí mismo, y confié
esto al amigo.
—Es natural— dijo— - El sueño se convierte en pesadilla porque durante todo este tiempo. Pero no desesperes. Algún día descubrirás
ya se disipa el efecto de las drogas psíquicas que has estado tomando enorme secreto de la confesión y su valor, y entonces sabrás que Serpiente Emplumada puede volar.
Fue en esos días cuando descubrí que mi amigo era un actor con­sumado, que podía modificar su apariencia casi a voluntad y que po­día transformarse en quien quisiera. El incidente que me permitió este nuevo hallazgo comenzó cierta noche en que unos políticos con quienes estaba yo en estrecho contacto en la conspiración me llamaron con grave urgencia. Nos dimos una cita lejos del centro de la ciudad. Cuando yo salía de mi casa, agitado ante el tono de urgencia con que me habían llamado, encontré a mi amigo:
—Ocurre algo grave. Fulano me ha llamado. Acompáñeme, le dije.
El problema era que uno de los conspiradores, director de un periódico de batalla y que tenía en ese entonces una circulación bas­tante notable, había recibido una advertencia confidencial. Esa mis­ma noche le iban a detener y a encarcelar El no dudó de la veracidad del aviso. Se lo había dado un policía que iba a tomar parte activa en el asunto. Este policía debía ciertos favores de consideración al director y además estaba a sueldo del grupo conspirador. El problema era ayudar a huir al director y pensábamos que su huida podía utili­zarse con fines de propaganda Lo inmediato era, sin embargo, hacerle desaparecer antes de que la policía lo capturase. Discutíamos varios planes cuando mi amigo intervino:
—Puede apelar al derecho de asilo—, dijo.
Fue una indicación valiosa. Yo corrí al teléfono y llamé a un amigo diplomático. Estaba a punto de decirle nuestro propósito cuando mi amigo me tapó la boca con la mano y me advirtió:
—Dile que vaya inmediatamente a su embajada, y que deje la puerta abierta porque llegarás en automóvil.
Así lo hice. Este diplomático era uno de los que se habían benefi­ciado con mis cosas, de modo que accedió fácilmente.
Salimos de la reunión el director, mi amigo y yo. Tomamos un taxi y cuando yo estaba a punto de dar la dirección de la embajada, mi amigo dio una dirección completamente opuesta. Viajamos durante media hora, en silencio. Nos detuvimos en una pastelería nocturna. Sólo cuando estuvimos sentados a una mesa me di cuenta del por qué de las precauciones de mi amigo. La policía nos había seguido. Eran dos agentes que no podían disimular su condición. Vi cómo uno de ellos telefoneaba. Mi amigo también lo vio y dijo:
—No se atreven a obrar solos. Están pidiendo ayuda. Ahora uti­lizaremos una treta muy vieja.
Diciendo esto se puso de pie y partió al reservado. Nosotros le seguimos. En un NY. C. cambió de ropas con el director. Ambos eran de más o menos la misma hechura. Hicimos luego una salida delibe­radamente sospechosa, uno por uno, en tanto los agentes de policía nos miraban. Nos reunimos los tres en la esquina y vimos a los dos agen­tes acercarse a nosotros con un pésimo disimulo. Cuando estuvieron relativamente cerca, mi amigo inició una comedia en forma tan natu­ral, que yo casi me fui de espaldas. Hizo una aparatosa despedida citándonos para el día siguiente en tal parte y a tal hora.
Yo estaba perplejo. Mi amigo había imitado a la perfección la voz y el acento del director del diario. Hasta caminó de la misma manera. Se acercó a la vereda, llamó a un taxi y partió. A los pocos minutos vimos como los agentes partían en pos de él.
El director del diario y yo estábamos asombrados. El dijo:
—Muy noble el gesto de su amigo. ¿Quién es?
Yo no le respondí. Al ver a la policía partir tras de él me invadió un temor muy singular. Estaba bastante bien informado acerca de lo métodos de la policía como para ignorar la suerte que le esperaba si lograban atraparlo. Comencé también a sentir una ira abrumadora contra este periodista que estaba ahora a salvo y libre del peligro de ser torturado por la policía. En cambio, a mi amigo no sólo lo maltratarían confundiéndolo al comienzo con el director, sino que terminarían dándose cuenta de la verdad de los hechos al día siguiente cuando la embajada X notificase al gobierno acerca del director que había asilado. Mientras pensaba en todas estas cosas, este hombre que estaba conmigo parloteaba del modo más insoportable. Yo no le prestaba aten­ción. Pero alcancé a coger una frase con que terminó un discurso:
—La lucha por la libertad do prensa por cierto que es amarga.
Esta frase cayó sobre mi en tal forma que no pude menos que sentir un desprecio indescriptible por todos los conspiradores de este tipo, hombres que siempre utilizaban los sentimientos ajenos para salir bien librados ‘r luego medrar con el sacrificio ajeno.
—¡Maricón!— le grité lleno de cólera.
—¿Cómo dice?—, me preguntó él extrañado.
Le tomé por las solapas, lo arrimé contra la pared y volcando so­bro él todo el odio contenido en mi mente, le dije:
—Le he dicho que es Ud. maricón. Le digo ahora que Ud. y toda su colección de maricones pueden irse a la misma mierda con toda su libertad de prensa. Mi amigo nada tiene que ver con estas porque­rías. El que yo me arriesgue no tiene importancia porque estoy con Uds. únicamente por ver el modo de salvarme a mi mismo. Yo soy tan sinvergüenza y tan hipócrita como Uds. Pero ya no me engaño. Y si ahora le voy a ayudar es porque lo necesito para ayudarme a mi mismo. Lo que debía hacer es romperle la cara y entregarlo a la po­licía para que ellos terminen con Ud. Me preocupa mi amigo y no Uds. y sus imbecilidades. Vamos, imbécil: allá en la embajada le es­pera café, cognac, cigarrillos y una cómoda cama para que Suene con toda la gloria que le voy a fabricar con la crónica que escribir sobre esto.
Lo extraño era que, a la vez que cólera, sentía cierta compasión hacia este hombre. Era uno de aquella legión de ilusos que en los pri­meros tiempos de la revolución había considerado imposible que un aventurero se adueñase del poder. Lo que mas me irritaba era que se había encastillado en el sueño de que el pueblo iba a defender lo que hasta entonces era tradicional en ese país y que nadie había osado tocar. Pero ya los hechos lo habían sacudido. Y ahora se hallaba poco menos que perdido, sin saber qué hacer hiera de pedir ayuda a quien quisiera dársela, como mi amigo.
Cuando estuvimos en un taxi, me cercioré de que nadie nos se­guía. De todos modos, para mayor seguridad, cambiamos de taxi varios veces. Durante estas maniobras comenzó a dar señales de miedo y quiso entablar una conversación. Le dije bruscamente:
—¡Cállese!
—Pero...
No le dejé continuar. Tomamos el primer taxi que pasó, y parti­mos hacia la embajada de X.
—¿Tiene dinero consigo?—, pregunté al director.
Sacó su billetera y me dijo:
—¿Cuánto necesita?
—Todo eso-, le dije y le arrebaté la billetera de la mano.
—Me voy a quedar sin un céntimo.
—Pero con el pellejo sin un rasguño y con una corona de laureles. Pague algo siquiera. Ud. puede obtener dinero en cualquier parte. Este dinero irá a esos muchachos que han perdido su libertad y quizás hasta la salud a causa suya.
—Ud. está de parte del fulano.—, me dijo nombrando al dictador.
—Piense lo que le dé la gana. Ya no me importa nada.
Le entregué en la embajada. Consulté con los funcionarios hasta qué punto podía extenderme en mis escritos. Nos pusimos de acuerdo y la escribí ahí mismo. Me alegré mucho cuando el embajador me dijo que conforme al derecho internacional no podía hacer figurar una entrevista política con el asilado. Me sentí agradecido por eso; al me­nos, disminuía el caudal de mentiras que escribiría acerca de él; lo había pintado como un héroe, como un hombre audaz que había lo­grado burlar a los esbirros del dictador.
El embajador de X, uno de los pocos hombres sobrios y sensatos que había entonces en la diplomacia en ese país, sonrió cuando le mostré mí crónica.
—¿Por qué no se gana la vida escribiendo novelas policíacas?— me dijo.
En ese instante llegó el mozo con café, cognac, cigarrillos y san­dwiches. Al poco rato llegó el secretario del embajador con el asilado Me miró en son de reproche y me di cuenta de que estaba enterado del incidente y del dinero. Pidió una palabra a solas con el embajador, pero yo me adelanté:
—Señor embajador— le dije—. Un amigo a quien quiero mucho está posiblemente ahora en manos de la policía para que este hombre se salve. Este individuo es para mí una noticia y nada más. En el taxi le arrebaté su dinero. Aquí está (y coloqué la billetera sobre la mesa). No lo he contado, pero me voy a quedar con él, y el uso que le dé es cosa mía. En esta crónica Ud. ha visto cómo digo que este hombre, en un gesto final, entregó una fuerte suma para ayudar a la causa y a los que luchan por la libertad. Pues voy a convertir esa aureola en una verdad literal. Uds. son testigos de que este hombre ahora hace esta donación voluntariamente.
El embajador estaba incómodo y molesto. El secretario, sorpren­dido ante mi audacia. El asilado me miraba con la boca abierta. Pero el más sorprendido de todos era yo mismo. No quiero en forma alguna justificarme denigrando a esos revolucionarios de salón, pero tampoco puedo dejar de mencionar que me producían ya un asco insoportable. y que este asco se extendía hacia mi mismo. Me daba cuenta de que estaba pegándole a un hombre caído, a un hombre que había confiado su vida y su libertad en mis manos. Mis sentimientos eran sumamente contradictorios. Le miré amenazante y con un tono de voz que jamás hubiese sospechado en mi, le dije:
—Bien... ¿qué dice Ud.?
Y él, comenzando un poco torpemente, miró al embajador y me dijo:
—Comprendo que lo inesperado de la decisión de su amigo lo haya alterado. Desde luego, le disculpo la manera como me ha tra­tado. Es Ud. un ser noble que está tratando de ocultar su nobleza. Disponga de ese dinero y permítame darle las gracias por todo.
Me extendió la mano. Yo sentí tal repugnancia que a duras penas alcancé a darle la mía. Me sentía sucio por dentro, sucio de corazón.
Y parece que esto habló en mi:
—Le he dicho que soy cualquier cosa menos noble y desintere­sado. Soy tan mentiroso y tan sinvergüenza como Ud. Al menos no seamos hipócritas.
El embajador intervino en ese instante:
—Si no le conociese, le pediría que se marche en este instante. Está Ud. alterado. No beba más. En Cuanto a su amigo, aun cuando el señor se entregase voluntariamente a la policía, nadie puede ayu­darlo. Yo por cierto que no puedo hacerlo sin convertir a mi gobierno en un partícipe abierto de sus actos. Demos por terminado este hecho. Oficialmente sólo sé que el señor ha venido a pedirme asilo y se lo otorgo. Aparte de esto, no sé nada más.
Cambiamos media docenas de frases protocolarias. El asilado se marchó con el secretario. El embajador cerró la puerta y quedamos a solas. Charlamos durante un largo rato sobre cosas que nada atañen a este relato. Cuando nos despedimos, me dijo:
—Lo único que le pido es que no me convierta la embajada en un hotel. Ya hemos pasado por esto en España y estoy un poco viejo para estas cosas.
Esa noche no pude dormir cavilando en la suerte de mi amigo. Traté de ubicar a un espía que teníamos en el cuerpo de policía; no logré dar con él. Pero a la mañana siguiente, a primera hora, mi amigo se presentó en mi casa. Yo estaba con los ojos irritados por la falta de sueño, por el exceso de alcohol que había bebido durante toda la noche. Su sonrisa me infundió ánimos, le eché encima los brazos y estuve a punto de llorar de alegría. Pero él me serenó con su tranquilo:
—No pierdas la cabeza.
Preparamos café. Antes del desayuno me hizo tomar una revol­tura efervescente y me aconsejó:
—No te vendrá mal un baño turco. Será interesante ver a ese gordito de la policía transpirar junto con nosotros.
Se refería a un agente que me seguía los pasos.
Yo le conté todo lo ocurrido la noche anterior, y esperaba que me
reprochase, pero lo único que me dijo fue:
—Ya has comenzado a darte cuenta de que la libertad de que todos hablan es un mito fabricado por ellos mismos y para sí mismos. Has comenzado a sincerarte contigo mismo. Lo que ahora sientes como reproche es justamente el primer albor de la libertad.
—Pero le he robado el dinero, he abusado de su condición. Yo tengo bastante dinero, y además he dejado al embajador cxi una situa­ción incómoda.
—A veces sabemos mucho de corazón, pero nuestra ineptitud men­tal lo distorsiona todo. Pero no importa. Lo interesante es que no te has ocultado tras alguna frase altisonante para justificar tu violen­cia. En cuanto al embajador, no te inquietes. Te ha visto como te veo yo. Es uno de los nuestros.
—¿Quiénes son los nuestros? ¿De qué se trata?—, le dije.
—Ya los irás reconociendo con el tiempo. Quien tiene ojos para ver reconoce siempre a los suyos. Por otro lado, ese dinero te hará falta.

Creo que mi amigo podía adivinar el porvenir. Ninguno de sus pro­nósticos había fallado hasta entonces. Este tampoco. En cuanto se corrió la voz de lo que yo había hecho, esto de haber ayudado a huir al director, mi vida sufrió otro vuelco inesperado. La parte obs­cura de mi conducta, naturalmente, quedó en silencio. Los disturbios en la ciudad aumentaban. Los estudiantes alborotaban con una huelga tras otra. Un día llegaron dos a mi casa. Mi amigo me ayudó a hacer­los huir a un país vecino. Tomó el dinero que yo le había arrebatado al director (que ya estaba escribiendo sus heroicidades en el extran­jero y su fantasía superaba en mucho a la mía) y lo distribuyó entre ambos. Yo quedé con un palmo de narices al verle hacerse cargo de toda la situación y al oírle decir que debía yo ahora dedicarme a des­pistar a la policía para quedar él con las manos libres en esta tarea.
Pronto debimos arrendar un departamento en otra parte de la ciudad. Durante varias semanas jugamos ambos a Pimpinela Escarlata. Mi dinero se agotó rápidamente. El combustible estaba racionado, pero mi amigo se las arreglaba para obtener cupones. Utilizábamos auto­móviles diplomáticos y fiscales para nuestra empresa. Cuando vi que el dinero se agotaba comencé a obtenerlo mediante amenazas a los señores del aristocrático club donde aún planeaban la manera de dar apoyo moral” a estos estudiantes. Los espías con quienes todavía man­tenía relaciones se sumaron a nuestra empresa y aún contribuyeron también con dinero. Mi amigo asumió la dirección efectiva y real de todo el sistema que fue montándose velozmente. Tenía un modo tan poco conspicuo de hacer las cosas, que nadie hubiese pensado que todos los planes los elaboraba él.
Por mi parte, yo estaba con los nervios deshechos. Mi amigo se limitaba a observarme. Aumenté la dosis de estimulantes para mante­nerme despierto y activo. De día tenía que desempeñar mi función de periodista como si nada anormal ocurriese. De noche tenía que ayudar a mi amigo. Aprendí muchas cosas llevado por la necesidad. Un día, en una hora tranquila que tuvimos para charlar, le conté a mi amigo cuán mal me sentía por dentro, cuánto asco me producía ya esta vida de engaños, mentiras y sobresaltos. El se limitó a sonreír.
Pocos días después llegó la hora de la desilusión.
Una mañana, hacia fines del verano, llegó una partida policial a mi casa. Uno de ellos —en tanto que los otros revisaban mis cajones; cortaban el teléfono y cumplían con sus menesteres de aislarme— pre­paró desayuno para todos. Todos fueron muy amables, muy gentiles. Tan sólo uno estaba sentado en un sofá con una automática en la mano. Lo extraordinario es que ante todo esto, comencé a sentirme tranquilo, sereno. Y dije a este policía armado:
—Amigo: guarde su pistola. Le aseguro que estoy demasiado cansado para resistir o siquiera tratar de huir.
Mi casa quedó a cargo de la policía. Yo fui a parar a una comi­saría donde me sometieron a los interrogatorios más absurdos que darse pueda. A juzgar por la manera como me hacían las preguntas, y a juzgar por las preguntas mismas, parecía que ellos necesitaban construir un caso tan sensacional que sirviese de base a algo igual­mente sensacional. Estuvieron a punto de persuadirme que yo era el ser más peligroso que darse pueda. Pero yo ya no tenía resistencia alguna, ni interna ni externa. Falto del estimulante, mi sistema ner­vioso reposaba. Yo decía que si a todo, y no me daba la molestia de negar nada. Los cargos eran tan fantásticos, que yo firmaba una de­claración tras otra sin siquiera leerlas.

Así terminó mi vida. Mi carrera también. Esperaba verme envuelto en alguna de aquellas crónicas escandalosas similares a las que yo mismo había escrito muchas veces. Y me reí. Pensé que sería justo servir de tema alguna vez y no me preocupaba en absoluto lo que bien sabía que dirían de milos diarios, ni lo que pensarían mis compa­ñeros. Nada use importaba un comino. Sólo quería descansar.
Pero la policía se encargó de detener el escándalo a tiempo. Por mi amigo, algún tiempo después, supe que había ordenado que los diarios dijesen que yo no estaba detenido y ene posiblemente estaba veraneando en alguna parte. El verdadero motivo de esta decisión solamente lo conocía yo, pero es asunto tan turbio que no corresponde a este relato y en este asunto no intervino mi amigo para nada.
Durante los primeros días de aislamiento en una celda, trató de recordar muchas de las cosas que me había dicho mi amigo y que yo había apuntado. Pero no tenía mi libreta a mano. Comencé a ver la vida y las cosas humanas de un modo muy curioso, como si estuviese aislado de ellas. Esto se debió a que en un momento recordó algo que él me había dicho acerca de la clave de El Sermón de la Montaña, de una clave que estaba oculta en las primeras frases: “Y viendo las gentes, subió al monte”.
Mis desilusiones y todo lo que había contribuido a esto, ¿seria eso el ‘ver las gentes’ de que habló mi amigo? ¿Y qué seria ‘subir al monte’? Pensé que el monte sería algo así como la tranquilidad in­terior que me invadía al recordar a mi amigo, una tranquilidad Como si supiese que él me daría la respuesta a todas las preguntas que co­menzaba a formularme. Por cierto que en ese aislamiento pude ver la revolución, mi carrera, mis años de juventud, de un modo bien di­ferente. Me di cuenta de cuán necia, cuán inútil había sido mi agitada existencia y que una vida así no podía conducir a parte alguna, que no tenía sentido.
No me pude explicar que había ocurrido con los sentimientos de aquellos estudiantes que amedrentados ante el peligro policial habían          llegado a mi casa en busca de ayuda. No podía explicarme cómo era posible que ahora y voluntariamente estuviesen declarando en mi con­tra en el sumario.
Eventualmente fui enviado a una cárcel y quedé en paz. La primera visita de mi amigo ocurrió en presencia del comisa­rio interrogador. Le pregunté por los amigos; y su respuesta fue típica:
—Aquí estoy—, me dijo.
—No me refiero a ti, sino a fulano, a zutano, mengano, etc.
Me miró compasivamente, y con un tono ficticio contestó:
—¿Esos? Esos son hombres libres. Están disfrutando de una her­mosa siesta.
—Imagino que les va bien.
—Al único a quien le va verdaderamente bien es a ti. Pero esto no lo entiendes todavía.
Y dirigiéndose al interrogador policial, dijo:
—Este hombre necesita descanso. Sobre todo, necesita reflexionar. ¿Podría Ud. ayudarlo? Ya que Ud. ha estudiado filosofía quizás al­gunas palabras suyas le sirvan de algo.
Ignoro qué conversaciones previas había tenido mi amigo con este policía. El caso es que parecían amigos de confianza. El policía, aclarando la garganta y en el tono de un conferenciante que va a di­lucidar el misterio de la vida, comenzó a hablar tal cúmulo de vacie­dades que hube de disimular mi rija encendiendo un cigarrillo. No me atreví a mirar a mi amigo a los ojos. El discurso terminó mas o menos de la siguiente manera:
—Nosotros prestamos un servicio al estado para bien de la co­munidad. La patria está por sobre todo. Pero también somos humanos. Ud. La confesado. Nos ha ahorrado trabajo y dinero. En tanto que la superioridad dictamine sobre su caso, yo me encargaré que lo pase bien. Los delitos políticos merecen nuestra consideración de caballeros. Esto es como un match de box: Ud. ha perdido, nosotros liemos ga­nado. Eso es todo.
Su hipocresía era repugnante. Yo había visto algunos de los rostros de los estudiantes que habían acudido en demanda de auxilio a mi casa. Y me di cuenta de que mi amigo. de algún modo, había in­fluido sobre este hombre para que se convenciese de sus propias pa­labras.
El policía sacó un juego de ajedrez. Pidió café para todos y co­menzó la partida. Duró varias horas y pude darme cuenta de que mi amigo hacia un juego de comedia; simulaba esforzarse en ganar, pero perdió deliberadamente. Al final, el policía le dijo:
—Es preciso que juguemos otra vez. ¡Cuánto me ha costado ven­cerle!
El hombre estaba radiante. Durante la partida lo había visto pali­decer a menudo. Al final, dijo muy amablemente:
—Hay que festejar esta victoria. Le ruego que acepte mi invita­ción a una cena.
Mi amigo me miró a mi antes de responder, pero el policía agregó:
—Iremos con él también; pero sería bueno que empeñase su pa­labra de honor de que no tratará de huir.
Mi amigo dijo:
—Yo respondo por él.
La comida del penal era odiosa, de modo que disfruté con la idea de una cena en un buen restaurante. El policía sacó del cajón de su escritorio la pequeña caja-fuerte de metal donde yo siempre tenía una buena suma en efectivo y que la policía había secuestrado “para la investigación”. Le vi echarse un puñado de billetes al bolsillo.
Cenamos bien y alegremente los tres. Mi amigo era una persona completamente distinta. Parecía admirar a este policía como un niño admira a su padre. La conversación se entablé entre el policía y yo. Viéndole tan vanidoso, le dije:
—Mire Ud. Mi carrera como periodista ha terminado gracias a Ud. Pero creo haber descubierto una posibilidad para el futuro. Cuén­teme Ud. sus pesquisas más interesantes y juntando eso con los an­tecedentes que yo tengo del servicio secreto, podría escribir un buen libro de aventuras. Este es un género poco cultivado en nuestros países.
—Lo pensaré—, me dijo gravemente. Después de un momento, agregó—: Si, creo que Ud. lo podría hacer bien. He leído sus escritos y
me agrada su estilo.
—Gracias—, le dije.
—¿Cómo me describiría Ud. a mi?
—Bueno.. . seria primero necesario desfigurar su nombre, ¿ver­dad? Pero hacerlo de tal forma que se supiese de quien se trata. Lue­go habría que modificar la descripción de su físico. Esos son detalles importantes. Creo que seria mejor que el personaje lo describiese Ud. que tiene más experiencia en la psicología del contra-espionaje. Yo sólo conozco la del espía. y no es muy buena que digamos puesto que estoy preso.
—Me parece una buena idea. ¿Qué piensa Ud.?, le preguntó a mí amigo.
Yo me puse a temblar. Cualquier expresión cáustica de su parte
podía empeorar mi situación. Lo miré con ojos suplicantes. Y él, sin quitarme los ojos de encima, contestó:
—Quien ignora su propia psicología, ignora la de los demás. Esto es obvio, ¿verdad?
—Desde luego, desde luego—, dijo el policía mirando muy gravemente el mantel como si ponderase algún grave problema filosófico.
Mi amigo continuó:
—Puesto que la ignorancia de si mismo hace que uno vea siem­pre distorsionada la verdad que no quede ni sombra de ella, creo que hay una diferencia notable entre la psiquis suya y la de mi amigo. Para los fines de esa novela, cuyo héroe es un agente de contra-espio­naje, Ud. resulta el más indicado para describirle porque así no distorsionará ni un ápice su propia concepción subjetiva. Natural­mente, puedo estar equivocado; ya ve Ud. que cuando lo tenía en jaque, Ud. demostró fielmente aquella cualidad que acabo de citar. Si me equivoco, le ruego que me lo diga.
El policía parecía haberse elevado a las nubes. Su sonrisa era tan beatífica que hube de hacer un gran esfuerzo para contener la risa. Ponderé las palabras de mi amigo con una expresión tal de gravedad que, durante el primer instante, pensé que se había dado cuenta de que, en resumen, mi amigo le había dicho: ‘imbécil’. Pero mis temores no tenían fundamento. Al cabo, alzando la cabeza como quien ha to­mado una gravísima determinación, nos dijo:
—Sus observaciones son sumamente atinadas. Desde luego, no está Ud. equivocado. Mi concepción subjetiva es justamente uno de los valores psicológicos que me han permitido tener un extraordinario triunfo en mi carrera. Como bien lo dijo Ud., la enorme diferencia entre mi psiquis y la del señor (no dejé de llamarme la atención lo de ‘señor’) me permite justamente una concepción subjetiva tal que de la filiación —perdonen Uds. la terminología policial— del héroe del servicio de contra-espionaje resulte todo un capitulo interesante.
Yo le miraba con la boca abierta, pero él continué:
—No le extrañe, querido adversario— me dijo—. He nacido con un gran talento psicológico. La verdad es que me costó mucho persua­dir a mis superiores para que adoptásemos el método psicológico para nuestro servicio. El imperativo categórico hace innecesarios los mé­todos antiguos llenos de brutalidad. La psiquis es un factor importan­te en el espionaje y en el contra-espionaje. Ud. perdió este round, querido contrincante, porque Ud. es solamente un aficionado en cues­tiones de la psiquis; no debía de haberse apartado de su profesión de periodista.
Este hombre se enamoró perdidamente de las palabras ‘psiquis’ y ‘subjetivo’. Durante mi prisión pude oírlo muchas veces explicarlas
a sus subordinados.
Mi amigo lo manejaba a su antojo; obtenía de él lo que quería, pero nunca hizo el menor esfuerzo por obtener mi libertad. Y cuando se lo reproché, me dijo:
—Estás mejor acá que allá afuera. Al menos, acá estás bien acom­pañado y hasta es posible que despiertes.
Pasaron los meses.

¿Cuántas partidas de ajedrez debió jugar mi amigo con ese hombre?
Pero ya llegamos al final de esta historia.
Una tarde, mi amigo llegó a la cárcel y me dijo:
—Fulano (el de la ‘psiquis subjetiva’) me ha dicho que te depor­tarán dentro de ‘-los semanas, o quizás antes. Te tratará bien hasta en­tonces. Yo debo marcharme, pero nos veremos pronto.
No pude ocultar mis lágrimas. Obvio era que él también lo sen­tía, pero estaba tan bien protegido por su sonrisa y serenidad que no reveló sino cariño y buena voluntad. Fue entonces cuando me habló acerca de aquellas cualidades indicativas de la “promesa de un des­pertar”.
Quedé solo y amargado.
Al cabo de diez días fui notificado de mi expulsión. También me informé que mi filiación había sido enviada a todas las policías de todos los gobiernos del continente y que varios de ellos, cada uno a su manera, había agregado o suprimido algo obtenido de “fuentes reservadas y confidenciales”. Bien sabia yo quienes constituían estas fuentes y los motivos de su contribución a mi dossier, pero eso ya no tiene importancia.
Toda esta época la veo ahora tan remota que me cuesta recor­dar algunos incidentes. La chicanería de algunos hombres es una cosa tan potente en ciertos casos que quizás a eso se refiera mi amigo cuando habla de los hombres de barro en el escrito que va a conti­nuación de éste.
Pero aún falta la última escena a su lado y lo que ella determiné.
Una mañana de Mayo partí en un tren internacional con destino a un país fronterizo, justamente al país que había enviado a aquel simpático y sinvergüenza agente confidencial que me obsequió la bi­lletera. Una hora antes de enviarme al tren, el ‘imperativo categórico de la psiquis subjetiva’ me hizo conducir a su despacho y en tono solemne me dijo:
—Joven: si de mi dependiese lo dejaría en libertad. Lo hubiese dejado marcharse hace mucho tiempo. Total, una vez descubierto su juego, el espía es cosa inútil si no muerta. Eso es lo que a mi me im­porta. Puede Ud. rehacer su vida conforme a sus deseos. Aquí tiene el argumento general de mis más importantes pesquisas en el contra­espionaje. A Ud. lo hago figurar como el más difícil de todos. Natural­mente que he debido exagerar la nota en este caso a fin de poner su psiquis a la altura de la mía. Le recomiendo no alterar nada del capí­tulo en que expongo mi psiquis. Me he disimulado lo más que he podido. Buena suerte, y escríbame enviando copias de lo que vaya produciendo. Estoy a sus órdenes.
Cambió de tono, volvió a su escritorio, sacó de mi caja fuerte el dinero y agregó:
—En cuanto a su viaje, la ley le permite sacar del país sola­mente tantos pesos. Cuando fue detenido, había en esta caja tantos pesos (siete veces la cifra que la ley me permitía llevar). En conside­ración a la simpatía que Ud. ha despertado, le permitirá llevar el do­ble de lo que autoriza la ley. Se ha gastado tanto (mas de la mitad de la suma original) en su manutención, peluquería, etc. Del resto, dis­ponga Ud. como guste.
Como ya nada podía causarme asombro, le dije:
—Seguramente caerá en sus manos algún otro espía de psiquis tan baja como la que tengo yo. Le ruego utilizar a favor de él lo que quede de mi dinero, como obsequio de un colega a otro. Quizás el otro no disponga de dinero.
Me entregó el dinero, el pasaporte, etc. Y sin esperar a que yo me
hubiese ido tomó el saldo y lo metió en sus bolsillos. Nos despedimos,
pero cuando estaba en la puerta me volví y le dije:
—Voy a viajar hasta la frontera con uno de sus hombres. ¿Cuál de los dos guardará este dinero?
Tenía razones fundadas para dudar del altruismo de los policías.
—Conforme a la ley, debe guardarlo el agente que le acompañe y entregárselo en la frontera. Pero en su caso haremos una excepción.
Y llamó al agente que aguardaba en la puerta con las esposas listas para ponérmelas en las manos.
—Este detenido va a su cargo por orden del ministro Y. Lleva Z pesos. Eso ha sido autorizado oficialmente. Los llevará él ¿Entendido?
Además, no hará falta que le ponga esposas. Vayan como amigos.
—Sí, señor—, respondió el agente.
Cuando nos marchábamos, volvió a llamar al agente y pude oír
que le decía:
—Seguramente querrá comprar algo especial en el viaje. Tenga. Era obvio que le había entregado una parte de los fondos que yo había legado a futuros espías desheredados de una ‘psiquis subjetiva’. El agente salió radiante, y con la mayor de las consideraciones, tomó mi maleta y me dijo:
—Cuando guste, señor.
El viaje duró dos días y una noche.

Durante el viaje me repetí amenudo: “Y viendo los gentes”, sin atinar a sacar nada en limpio salvo una desilusión completa acerca del género humano y de mi mismo.
Debía aún viajar cinco días y atravesar dos países antes de llegar al punto donde quería residir y donde esperaba hallar trabajo como periodista.
Al llegar a la frontera me despedí del agente. Era un buen mu­chacho.
Quedé solo en la cabina del tren. Pensó en mi amigo. Tenía de­masiados dilemas que no sabía cómo afrontar. Mi reputación estaba por los suelos. Me sería difícil hallar trabajo en un cargo de responsa­bilidad como el que había tenido. Como muchos, yo había sido una víctima más en esa enorme máquina que es la guerra total. No con­taba con amigos fuera de él. Y esperaba confiado e1 momento de ver­lo nuevamente, pues si lo había prometido seguro era que lo cum­pliría.
Inesperadamente, en una estación pasada la frontera, subió al tren.
—¿Has aprendido ya bastante?— me dijo-. Vamos a ver si puedes sacar provecho de esta lección. Es posible que aún debas sufrir como resultado de todo cuanto has hecho. Pero no desesperes. Procura prestarle atención a aquel Juez Interno de que te hablé. Si así lo haces, si no emprendes nada nuevo, con el tiempo terminará la inercia de las cosas que tu mismo has puesto en movimiento.
Eso fue lo último que me dijo. Me entregó la libreta de apuntes de las cosas que yo había anotado, y no volví a saber más de él salvo cuando recibí la carta que reproduzco más adelante y que me pidió que publicase en parte.
Al llegar a la ciudad donde debía hacer ciertas gestiones para poder seguir viaje, encontré la misma situación política que acababa de dejar atrás.
Al día siguiente de mi llegada recibí la visita de aquel agente con­fidencial, el de la billetera.
—Me felicito que haya venido- me dijo-—. Acá podemos utili­zar sus servicios.
—Gracias por recordarme— le contesté—. Pero estoy cansado-. Y le expuse mi situación personal, mis obligaciones y el sufrimiento que ya había causado a los míos.
—No se preocupe por eso —insistió—-. Su experiencia nos será valiosa. No hay nada arriesgado. Además, le pagaremos bien.
—Reitero mi gratitud, pero prefiero seguir de viaje.
Pero él, cambiando de tono, me dijo:
—No está Ud. en situación de rechazar nuestro pedido. Si qui­siéramos podríamos detenerlo nuevamente como sospechoso. Ud. co­noce bien cual es nuestra situación y le aseguro que nosotros no va­mos a permitir que amigos diplomáticos lo ayuden. Ud. no tiene ami­gos acá, tiene muy poco dinero y no podrá encontrar trabajo.
—De todos modos— le dije—, supongo que Ud. no se va a apro­vechar de mi condición para obligarme a hacer algo que no quiero hacer.
—La patria está por sobre todo—, contestó.
No pude contener una sonrisa de desprecio.

—Bien sé que acá las garantías constitucionales están suspendi­das, que deben Uds. protegerse bajo un permanente estado de sitio. Sé que estoy en una situación desmedrada y que dependo de Uds. para poder reintegrarme a los míos. Pero así y todo, créame también que prefiero que me maten antes de seguir en este tren de farsa y mentiras.
El hombre se puso lívido. Me cruzó la cara de un golpe y yo que tan sólo unos meses antes lo hubiese muerto ahí mismo, me sentí su­jeto y no dije ni hice nada. Algo extraño ocurrió en mi interior, algo que no puedo explicar, y, sin embargo, no era miedo. Era algo muy singular. Al sonreír, percibí una gran calma en el pecho. El hombre se sintió avergonzado, lanzó media docena de amenazas más y se retiró. Desde el balcón del hotel lo vi sentarse en un banco en la plaza pública. Al cabo de unos momentos, mientras me afeitaba, volvió a presentarse.
—Discúlpeme— me dijo—. Debí haber tenido en cuenta todo lo que Ud. acaba de sufrir. Pero le ruego que acepte la invitación del ministro (citó un nombre) a almorzar. Quizás entonces cambie de opinión.
No me negué.
El motivo del almuerzo era muy simple. Había una conspiración en marcha para deponer al presidente y colocar al ministro en su lugar. Para esto era necesario sondear ciertos ambientes. Le expliqué que profesionalmente estaba desacreditado.
—Eso lo podemos arreglar fácilmente—, me dijo.
Nombró un diario de oposición y me dio a entender que los pro­pietarios, que también eran dueños de grandes intereses en la riqueza natural del país, no verían con malos ojos mis colaboraciones.
—No- le dije—. Estoy cansado de todo eso.
—De todos modos piénselo unos días. En mi oficina tengo un dossier muy interesante sobre Ud. y sobre sus ideas políticas. Tam­bién me doy cuenta de que es Ud. discreto. Era una amenaza que no podía pasar desapercibida.
Me encontraba nuevamente en las redes de una de esas abomina­bles intrigas políticas de los países sur-americanos, una máquina llena de mentiras, crímenes y extorsión.
Desilusionado, pensé esa tarde en el suicidio.
           
Sentí que me ahogaba. No podía huir aun cuando quisiese. La policía
me vigilaba. Tomé un tranvía y partí a las afueras de la ciudad. Por la actitud de la gente, por su manera de hablar y por muchas in­dicaciones que un observador experimentado fácilmente aprende a to­mar en cuenta, advertí que cualquiera que iniciase un movimiento contra el presidente actual podía triunfar. Las gentes también que­rían disfrutar de la libertad de cambiar de amos. Después, nueva­mente querrían deponer a quien ellas mismas hubiesen llevado al poder.
Los años de mentiras sumadas a más mentiras habían terminado por hacerme sentir desprecio no sólo a mí mismo, sino a todo el género humano. Sin embargo, algo cambiaba en mi interior y noté que mi desprecio no era tan cáustico ni tan poderoso. Era algo así como resig­nación al ver a las gentes. Me repetí ‘Y viendo las gentes’; ponderé sobre ello pero mis pensamientos volaron a mi amigo y olvidé esto.
De pronto me asaltó el deseo vehemente de rezar.
Hallé una capilla llena de indígenas. Los observé y sentí cariño hacia ellos. Me arrodillé en un rincón y comencé a charlar, como antes, con un Cristo Crucificado. Le relaté en detalle todo lo que me ocurría, y terminé diciendo así:
—A juzgar por los hechos parece que utilicé muy mal la inteligen­cia que me diste. ¿Por qué no me das una nueva oportunidad? Si te es posible dame otra clase de inteligencia, una que no sólo me permita salir de este enredo, sino también que me permita vivir en paz con mi amigo.
Elevó los ojos a la cara del Cristo.
No sé si seria la imaginación acicateada por el deseo, pero creo que le vi sonreír.
Cuando volví a la ciudad, ya de noche, me refugié en la habitación del hotel.
Sobre el velador encontré un mensaje de un ex-diplomático quién había conocido muchos años antes y que ahora ostentaba en se membrete el titulo de Senador. Llamé al teléfono que indicaba y mismo respondió. Fue muy amable. Me dijo que se había enterado de mi paso por la ciudad, que echaba de menos mis crónicas en periódicos y que tenía un vivo interés de Conversar conmigo. Ofreció venir al hotel a buscarme.
Me sentí ya sin fuerzas para rechazar.
Cuando estuvimos juntos nuestra cordialidad era un artificio. El hombre estaba enterado de todo, pero lo disimulaba. Un senador no busca a un periodista de esa manera para sólo recordar tiempos pasa­dos en una capital amable. Nuestra charla, durante el viaje, fue más hueca que lo normal. Al cabo, el automóvil de lujo en que íbamos se detuvo frente a la casa de gobierno.
El senador sonrió, como significando:
—No te lo esperabas, ¿eh?
Cenamos en el comedor presidencial. Yo no tenía apetito. El dis­paro no llegó hasta después, cuando el senador, el presidente y yo quedamos solos en un saloncito privado. Se trataba de una nueva in­triga, pero esta vez tenía que ser de mayor envergadura. Debía ir a cierto país, activar allí una campaña de prensa dada que permitiese a este presidente cohesionar las fuerzas de su partido y eventualmente todo el país.
—Si es preciso— me dijo—, podemos hasta movilizar.
La idea de una nueva posibilidad de guerra me espantó. Pero conservé la calma y decidí contarle mis observaciones del día, entre las gentes. Durante todo este tiempo me preguntaba si estarían o no informados de la conspiración que había en el seno mismo de su pro­pio gabinete. Pasé esto por alto y comencé a explicar que era impopular no por si mismo cuanto porque el pueblo carecía de la necesaria edu­cación cívica, lo que lo convertía en fácil víctima de cualquier exaltado.
Tanto el presidente como el senador me hablaron de su profundo amor a la patria, de los sacrificios que habían hecho, de los que aun debían hacer y de cuán necesario era ahora galvanizar la opinión del país haciéndole ver el peligro de los enemigos, etc., etc.
No respondí. Sentí asco. Cuando salí de palacio no marché al hotel en el lujoso automóvil, sino a pie.
Pasaron los días y las semanas. Mis gestiones para proseguir viaje hallaban obstáculos por todos lados.
Un día domingo, bien lo recuerdo, comenzó aquella orgía de san­gre que duró varios días. Oí los primeros tiroteos desde el hotel. Des­pués hubo una danza macabra y durante ella vi, en medio de una poblada frenética y delirante turba en su borrachera de sangre, el cadáver del presidente, mutilado. Corrieron ríos de sangre. Nadie es­taba seguro de nada.
Una noche encontré a un compatriota. Me contó que había aprovechado el tiroteo para huir de la cárcel donde había estado preso unos meses. El tiroteo podía reanudarse en cualquier momento, de modo que decidimos robar un automóvil y juntos huimos a toda máquina hacia la frontera.
Pasó el tiempo y encontré un trabajo humilde.

Un día recibí la anunciada carta de mi amigo, indicándome la parte que debía publicar junto con lo demás.
La parte pertinente dice así:

La Serpiente Emplumada tiene que volar; cuando sepas lo que es el vuelo de la Serpiente Emplumada sabrás qué tienes que hacer; hasta entonces harás notorio que a través de los siglos vibra el Mensaje de los inmortales:

“¡DESPJERTA! , CONOCETE A TI MISMO!”

El misterioso impulso que fija tu atención en estos manuscritos no es sino el eco del grito que ha despertado la esencia inmor­tal de tu propia sangre. Y junto con evocar las fuerzas gloriosas de la Vida, también has evocado a las siniestras fuerzas de la Muerte.

Las unas y las otras son tu mismo, de modo que no temas.
Afróntalas, conócelas, domínalas.
Tu destino es ser Amo de las dos.

Y aun cuando a menudo creas haberte perdido El Camino que lleva al Despertar, jamás estarás solo. Y tu extravío no pasará de ser un tanteo con que tu alerta inteligencia, sacudiendo el letargo de todo lo mortal, ensaye tímidos pasos por todos los senderos.

Menester es que obtengas experiencia.

Jamás preguntes a otro hombre; ¿Qué es lo que debo hacer?, porque es la más nefasta de todas las preguntas. Si la haces a un necio, a un dormido, le estarás invitando a arrastrarte aL .sue­ño. Con lo que habrás caído en doble necedad y te será doble­mente difícil volver a despertar. Y si haces tu pregunta a un sabio, a un despierto, advertirás cuán ocios9 es cavilar porque un despierto siempre contestará:

‘Haz lo que mejor te parezca; si en ello pones todo tu corazón, obrando siempre alerta, ganarás en riquísima experiencia”.

Al cabo, harás de la Soledad y del Silencio tus más preciados compañeros; sumiéndote con ellos en lo más hondo de ti mismo, irás vislumbrando gradualmente todo el horror del Sueño que es tu humana esclavitud. Y, por lo mismo, aumentará tu poderío para reclamar tu libertad.

No todos escogen esta senda que lleva al corazón mismo de las cosas.

Si has invocado a tus amigos, también has puesto en guardia a tus peores enemigos. Los unos y los otros aparecerán en ti y ante ti en mil formas distintas, y a menudo los confundirás du­rante tus primeros pasos. Tus amigos no serán siempre los más gratos o amables pues te irán privando de todo cuanto ahora estimas estable. Entonces será cuando tus enemigos celosos y sonrientes, desplegarán ante tu visión interior mil posibilidades para elevarte sobre tu condición actual. Y si llegas a ceder y muerdes el venenoso fruto que te ofrecerán, caerás preso y que­darás sujeto con la triple cadena de ilusión y de sueño que siempre se apodera del ingenuo que ignora el valor de la expe­riencia y de la oposición.

Pero conocerás bien pronto a tus amigos en los silencios infini­tos a que tu mismo te lanzarás ansioso y sediento de palabras de verdad. Entonces sentirás fluir un ‘algo’, áspero o suave, se­gún sea la circunstancia, y el mero hecho de sentirlo te indicará que estás en El Camino hacia un completo despertar.

Porque ese verbo, ese ‘algo’, eres tu mismo, el Amo, el Creador.

Estudia este dibujo atentamente. Con él aprenderás a utilizar todas tus facultades para despertar.

Cada eslabón en 1a Cadena de los Inmortales aporta un grano mas para aliviar la carga de quien viene atrás, pero cada alma que se aventura en esta singular empresa es un ensayo original de la Vida para hacer de este planeta Tierra también un Mundo de Divina Vigilia.

Cada hombre que aspira a esta vigilia deberá abrir su propia huella y marchar solo, atento únicamente al paso del instante, sin preocuparse del triunfo o la derrota, sin inquietarse por su fin terrenal.

Esto es vivir en el Eterno Ahora.
De otro modo, no tendría valor alguno la experiencia del Hom­bre sobre el Planeta Tierra.








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El Camino comienza en el cuerpo con los cinco sentidos.
Despertar es usarlos, y no confundirlos contigo.
Hasta ahora has pensado que tus cinco sentidos te informan sobre el mundo exterior. No es así, no hay tal mundo exterior ni hay tal mundo interior. Estos son ilusorios conceptos que no pueden penetrar más allá de las formas. Lo real es que no eres forma, y que siendo La Vida, eres todo cuanto ES.

Observa que los arcos y las flechas no apuntan en una sola dirección, sino en dos simultáneas. Entender y vivir esta simul­taneidad es la primera rebelión de la mente, rebelión que termi­nará por despertarte del todo.

Y si ahondas un poco en lo que trata de expresar esta simul­taneidad, pronto advertirás también que no eres un cuerpo, sino aquello que -vive a tu cuerpo, que anima tu cuerpo y que, falto de mejor expresión aquí llamo tu Dios-Yo, invisible.

Con tus cinco sentidos, atributos del yo-personal, del yo-forma, no te es dado penetrar más allá de la superficie de las formas. Cuando seas consciente de que Dios-Yo es quien usa tus cinco sentidos, te será dado penetrar el significado, la esencia, el es­píritu de todas las cosas que también es Dios-Yo.

Latente en el cerebro, impregnando el cerebro, está aquello que se llama la Mente —aquello con lo que puedes conocer lo que captan tus cinco sentidos, y Quien capta por ellos. Y más pro­fundamente aún, he dibujado el Corazón, al centro mismo de toda tu vida. De este centro, extendido a la Mente, habrá de bro­tar tu Yo-Individual, la esencia de tu alma anhelante de vivir en espíritu y adorar en verdad.

Observa también que el Pensamiento y el Sentimiento conec­tan tu Yo-personal con tu Yo-individual y los he colocado en la mitad lumínica del Círculo Vital, la Conciencia Despierta, pues pueden ser la luz que refleje la verdad de ti mismo en las tinie­blas de tu personalidad.

Y porque son los sentidos de la verdadera vigilia, son los que, al unirse en lo que se llama el Espíritu Santo, establecen el con­tacto vigílico con Dios-YO en ti y Dios-YO fuera de ti, un solo Dios no más el Dios Padre con quien tu puedes comulgar, ayu­dado por Cristo, El Señor.

Si en tu corazón no arde una inquietud que te abrase hasta la consumación de tu cuerpo, no podrás invocar ni a Dios ni al Es­píritu Santo. Y no sabes pedir y por eso tu hora aún no ha llegado.

‘Velad y Orad’ fue la herencia que Cristo dejó a los audaces.
Velar es hacerlo todo despierto; orar es sentir un ardiente de­seo de SER.

Mas, quien ore y quien vele, aun cuando lo haga de un modo imperfecto, recibirá generosa ayuda y hebra de aprender a reci­birla también generosamente...
la ayuda está Aquí, y es Ahora.


LIBRO SEGUNDO



La Península de Yucatán, en el Sureste de México, es la zona arqueológica más rica de América, que se extiende hasta Honduras y Guatemala.

Poblado desde remotísimos tiempos por la raza mayo, este territorio se llamó “El Mayab” (Ma: no—yaab: muchos—es decir: la tierra de los pocos,, la tierra de los escogidos).

También, lo que hoy es propiamente Yucatán, tuvo por nombre —que recogieron los Conquistadores—, “La tierra del Faisán y del Venado”, denominación que guarda un singular sentido místico. Esta comarca Jué llamada, asimismo, de diver­sos modos, como “Yucalpetén” (perla de la garganta de la tierra).

NOTA tomada de la obra “La Tierra del Faisán y del Venado” de Don ANTONIO MEDIZ BOLlO.

 


Soy el más pobre e infeliz de los mortales, pero ahora tengo mi me­dida llena, y para mi dicha no hay limites porque me ha amado la Sagrada Princesa Sac-Nicté, la Blanca Flor del Mayab.
Por ella suspiré durante muchos años de muchas generaciones, aguardando la hora en que se dignase descender a mi y llevarme a la Sagrada Tierra del Mayab.
Pero durante todo el tiempo que creía esperarla y que creía aguardar su aparición, yo estaba en realidad marchando hacia ella y hacia la Santa Tierra Bendita del Mayab.
¿Mas, cómo podré describir este andar de los años en desiertos y en sierras, este andar de un anhelo solitario que sólo vive cuando el cuerpo se aquieta?
¿Cómo podré decir a quien lea esto en qué consiste ese andar para poder recibir un solo beso de la Sagrada Princesa Sac-Nicté?
¿Cómo poder explicar a la Sagrada Princesa Sac-Nicté, la Blanca Flor del Mayab y su beso que es el beso que arrebata a los hombres de la muerte y les lleva al origen de su linaje Maya donde se en­cuentra el camino que en Verdad es la Vida?
La he visto envuelta en su glorioso esplendor de sencillez y luz, como jamás podría imaginarlo el hombre que medra en el valle de los sueños, recorriendo el sendero de la muerte.
La besé, y sus labios rozaron los míos levemente.
Y esa levedad fue un roce de fuego que encendió mi sangre y dio vida a mi carne y con sus llamas consumió la petrificada escoria que me apartaba de ella.
Ya ha transcurrido un tiempo desde ese amanecer de primavera cuando quedé desnudo ante ella, libre de infernal ropaje que son los siete mantos de toda ilusión. Y al recordar su beso, mi corazón palpita ansioso de consumirse en ella, y todo en mi arde, transformando mi ser.
Nada me dijo con palabras la Sagrada Princesa Sac-Nicté, la Blan­ca Flor del Mayab.
Nada me dijo con palabras y no podía querer decirme nada así, porque ella es como una sola palabra que es todas las palabras; y en su mirar, que es plenitud de vida a que despierta el alma, hay la luz que nos muestra la entrada a la Tierra del Mayab y nos colma por los siglos de los siglos, y hace de los hombres de barro una medida más del Gran Señor Escondido para quien no habrá nunca un nombre capaz de describirlo íntegramente.
Y en esa mirada que es plenitud y amor de la Princesa Sac-Nicté, aspiré el singular perfume que emana de la más pura flor del Mayab y en mis oídos oí:
—Me has visto, me conoces, has gustado los besos de mis labios. Tú estás en mí, yo estoy en ti, eres eternamente mío. No podrás olvidarme jamás y mi recuerdo será tu consuelo en la soledad y tu emo­ción te traerá a mí cuando quieras venir.
¿Podré decir algo además de esto?
¡Ay! ¡Hombre de linaje Maya!
Hazte ojos para ver, oídos para oír, ábrelos, escucha y despierta
para poder también morir.
¡Morir íntegramente de una sola vez!
Porque la plenitud que es ella, la Princesa Sac-Nicté, la Blanca Flor del Mayab, sólo la encuentran los hombres en cuyas venas corre la sangre del linaje Maya; son los que nacen a la vida que enciende el beso de sus labios, y ese beso es el beso de la más dulce muerte por­que es el besar de la Resurrección con la que toda carne verá la sal­vación de Dios.
Despertarás un día y luego morirás y serás libre, completamente libre para poder convertir tu barro en una ánfora justa en la que pue­da volcar el Gran Señor Escondido aquella comida y aquella bebida, la única comida y la única bebida con que podrá saciar su hambre y su sed de justicia todo aquel que procura evadirse del valle de la muer­te para alcanzar la cima de las hermosas cumbres del Mayab.
Me acerqué a ella, a la Sagrada Princesa Sac-Nicté, Blanca Flor del Mayab, en un amanecer de primavera, en una de las tantas vuel­tas con que la Tierra también se allega al Sol para cambiar besos con él, darle su savia y recibir su simiente, y fecundar su vientre par coma también de aquel amor su vástago, la Luna.
Y es la savia que nos da la Tierra y la simiente que Sol, lo que nos hace comprender al Hombre y dar vida a la Luna y servir y adorar todo aquello que nos dejó en herencia todo Hijo del Hombre, ya sea del Mayab, ya sea de Belén que es la Casa del Pan; ya sea del elevado Monte Sinaí, ya sea nacido bajo la sombra de un sagrado árbol de Bo...
Esta es la herencia de la comprensión.
Y la Sagrada Princesa Sac-Nicté es la amante que lo da en amor, y la madre que lo ofrece en sus senos para quien quiera amamantarse de ella; sin este amor nadie verá a la Princesa Sac-Nicté, la blanca Flor del Mayab, porque el amor es la fuerza que ella da al hombre enamorado de su encanto y que se hace a sí mismo servidor del Mayab.
La noche anterior a su sagrado beso estaba yo en tinieblas, bus­cando como una criatura extraviada busca a su madre cuando tiene hambre, y yo quería asir el hilo que me diese certeza y fuerza para poder andar. Y la llamaba diciéndole: ¡Ven! ¡Ven! ¡Ven!... Pero la Madre Tierra se apiadó de mí y me sumió en un profundo sueño...
Y de este sueño me despertó el corazón con su violento palpitar de ansiedad, y al despertar advertí un extraño perfume que colmó mi emoción porque intuí que era el perfume de ella, de la Sagrada Prin­cesa Sac-Nicté, la Blanca Flor del Mayab.
Yo, pobre e infeliz mortal, ahuyenté el sueño de mis ojos, afiné mis oídos...
Y miré hacia las cumbres de los montes andinos, divisé sus silue­tas perdidas en tinieblas. Un trozo de la luna se acercaba a mamar en el seno de la Tierra. Sin embargo, todo seguía oscuro, pero todo palpitaba en el gran silencio. La claridad de la primera aurora, aquel plateado reflejo que precede a la) luz, iluminó poco a poco la cumbre de los montes. Desde las ramas de los árboles vi elevarse en un vuelo algunas aves, no había aún gorjeo en ellas y aun los animales despertaban ya para adorar la luz.

Sólo el hombre dormía.

Y en ese recogimiento que unifica la vida, cuando el alma de la Sagrada Tierra se prepara a tomar la simiente del Sol, el espasmo de dicha también era silente.

Únicamente el hombre alborotaba.

Me recogí en el silencio de mi mismo, sabiéndome un mendigo de aquella comunión a la que no puede aspirar sino el osado en quien arde la sangre de los hombres Mayas.
Y apareció la luz.
Palpitó aún un poco de tristeza en este miserable corazón de barro porque sentí el fuego y supe que moría para siempre en ese instante, pero moría gozoso porque quería morir...
Entonces ella, la más hermosa entre todas las hermosas, la Sa­grada Princesa Sac-Nicté, Blanca Flor del Mayab, mostró sus labios para que los besara y su amante sonrisa me encendió únicamente cuando hubo muerto la última gota de temor y de tristeza en mi corazón de barro.
La Tierra entonces se nutrió de Sol, yo me nutrí del fuego del amor.
El corazón de barro se abrió y el fuego lo coció y lo hizo ánfora para el Gran Señor Escondido y los labios de la Princesa Sac-Nicté soplaron en el barro e hicieron de él una forma con su inefable aliento de la Eternidad.
En ese instante yo sentí su beso. Y en ese instante comenzó a vibrar la vida de verdad en todo en cuanto yo fijé mis ojos, porque era YO, YO, YO quien en mi corazón decía que miraba y ese YO que decía era la dulce voz de mi Princesa Sac-Nicté, la Blanca Flor del Mayab que no habla ni dice con palabras porque ella es todas las palabras a la vez.
Las aves rompieron en su canto al unísono, dando comida a mi alma cuando la luz se hizo sobre ellas por encima de los montes andi­nos; las hojas de los árboles se hicieron a si mismas la voz siempre ma­dura y verde de la vida, y cada una de ellas era como era yo, tran­sitoria y eterna a la vez, y por encima de las cumbres de los montes andinos vi como huyeron las tinieblas cuando llegó la luz.
¿Qué sucedió después?
No podría decirlo aunque quisiese. Nadie puede decirlo, nadie podrá jamás decirlo con verdad porque esas son palabras que sólo puede pronunciar con sus besos mi Sagrada Princesa Sac-Nicté, la Blanca Flor del Mayab y su beso es la sagrada palabra del Mayab que es todas las palabras a la vez.
Pero puedo decir que en ese instante muere el hombre de barro cuando en sus venas corre la ardiente sangre del linaje Maya. Y entiende para qué y por qué fue hecho a Imagen y Semejanza de su Creador.
Sabe también que a partir de ese entonces vivirá uncido al Ma­yab sin poder ignorar ni olvidar su entendimiento y que pasarán los mundos, los hombres, las estrellas, los soles, pero jamás pasará la palabra Mayab, que es la palabra de EL.
Si eres un hombre de linaje Maya, he aquí que YO hablo ahora esa palabra en lo profundo de tu corazón para que a ti también te hable con su beso la eternamente bella y Sagrada Princesa Sac-Nicté, y se cuezan tu barro y tu agua para que cuando el agua se evapore y el polvo de tu barro al polvo vuelva, quede tu ánfora viva en el amor del Gran Señor Escondido.
Para que se cumpla la profecía del Sagrado Chilam Balam de Chumayel que dice que “no está a la vista todo lo que hay dentro de esto, ni cuanto ha de ser explicado. Los que lo saben, vienen del gran linaje de nosotros, los hombres Mayas. Ellos sabrán lo que esto signi­fica cuando lean. Y entonces lo verán y entonces lo explicarán”.
Y así también se cumplirá en vosotros la santa profecía del Ma­yab de Jesús y vendrá un día en que sabréis que “no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros”.

¡Ay! Para muchos el beso de la Sagrada Princesa Sac-Nicté marca el fin de sus cuitas.
Y calor de su recuerdo hallan abrigo en el invierno de su vivir de barro.
Para mi, en cambio, su beso fue el comienzo de un camino in­finito en la eternidad.

Y por eso, quizás, haya sido sólo un, beso fugaz, para que siguiese marchando en busca de ella por todos los senderos del Mayab.
Bien me doy cuenta de que para los más, todo esto es sueño y es locura.
Pero los más son los hombres de barro y mi linaje es Maya.
Y yo digo estas cosas para los hombres cuya sangre es Maya.
Aunque ahora no entiendan acabadamente lo que está escrito aquí, algún día sabrán y entenderán y leerán y me comprenderán lo que quiero decir porque el Mayab es uno y tiene muchos nombres, y el Universo es uno y tiene muchas formas.
Y el Mayab ha dado muchos hijos y ha hecho a muchos hombres realmente a Imagen y Semejanza de su Creador.
Por eso os aseguro que yo soy el más pobre e infeliz de los mor­tales porque ya nada es mío, y todo es del Mayab.
Pero también he escrito que tengo mi ánfora llena y colmada de una secreta dicha que no podré perder aunque quiera perderla por­que es la dicha del Mayab y seguiré andando siempre con la Sagra­da Princesa Sac-Nicté aunque a veces ocurra que mis ojos no la vean.
Seguiré andando con ella, porque solamente con ella y en ella estoy despierto.
Y en la embriaguez de tan singular vigilia, quisiera ahora volcar un poco de justicia como me ha sido dado conocer.
Os aseguro que soy el más pobre e infeliz de los mortales, que ciada tengo que pueda llamar mío, y aun esta vida que tengo tam­bién me ha sido dada, pero sólo a mi incumbe saber por qué y para qué me ha sido dada.
Os quiero hablar de Judas, el hombre de Kariot, aquel a quien vosotros habéis maldecido muchas veces pero quien fue un amantí­simo hermano de aquel Hijo del Hombre que se llamó Jesús y que también fue un hijo del Mayab.
Mi historia y mi relato empiezan con un impulso que habló en mi corazón, modulando palabras tan claras y precisas como aquellas que moduláis vosotros al oído de los seres que amáis; fueron palabras nacidas del beso de la Sagrada Princesa Sac-Nicté.
Os suplico me otorguéis atención.
Bien sé que cuanto voy a deciros de ahora en adelante, en este
empeño de justicia, está en contradicción abierta con todo cuanto vosotros creéis que es la verdad de lo ocurrido en muy remotos tiempos con un Hijo del Hombre, Jesús de Nazareth, hechura del Mayab, que había en otro continente y que también fue a andar entre hombres de barro buscando a aquellos que querían hacerse del linaje sagrado del Mayab. Porque amaba a la Sagrada Princesa Sac-Nicté y esparcía su beso en muy santas y sagradas palabras y por eso también fue muerto por los chupadores de su tiempo.
Jesús de Nazareth nació con sangre que también era sangre de los hombres Mayas, que es sangre universal, sangre unitiva y es san­gre ardiente que en su ardor dice: “Soy Unidad, Soy Yo”.
Nació en una casa igual a toda casa del Mayab y en un lugar que en sus palabras se dice Bethlehem que declarada es y significa Casa del Pan, del Pan de donde come su Pan aun el Sol.
Mostró el camino hacia los labios del beso de la Sagrada Princesa Sac-Nicté que es el Pan de toda Vida, y porque había chupadores que no querían ser ánforas del Gran Señor Escondido, a quien Jesús llamaba Padre, dieron muerte a su cuerpo en una cruz levantada en el cerro de las calaveras.
Los hombres de barro que en el barro vivían, enlodándose los unos a los otros, medraban lejos del Mayab verdadero de ese continente y por eso jamás han podido entender los chupadores aquello que de­cía Jesús de Nazareth:
—Misericordia quiero, y no sacrificio.
¿Y podrá haber comprensión en un cerebro donde no anida amor?
¡Ay! Tú, por cuyas venas corre la ardiente sangre del linaje Maya y que quisieras también ser hijo del Mayab, ánfora pura del Gran Señor Escondido.
Aprenderás, ante todo, a ser justo para alcanzar el beso de la Sa­grada Princesa Sac-Nicté y ese beso te encenderá la luz para que co­nozcas al Padre de toda Tierra del Mayab.
Jesús de Nazareth, en quien palpitó el Cristo Vivo, el espíritu sagrado del Mayab, dijo a los hombres de su tiempo y de todos los tiempos que todos sus pecados serían perdonados, aun los pecados cometidos contra el Hijo del Hombre, pero que jamás serían perdonados los pe cados contra el Espíritu Santo, que es la Sagrada Palabra del Mayab.
Durante dos mil años muchos ha habido que han pecado contra el Espíritu Santo creyendo que con ello hadan justicia a aquel ¡lijo del Hombre y aún persiguieron a otros hombres olvidando que al morir en la Cruz, Jesús dijo:
—Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.
Por Su Misericordia, que es la Misericordia del Mayab, este per­dón alcanza a todo aquel que en realidad no sabe lo que hace y por lo tanto os alcanza a vosotros también porque no es vuestra culpa el haber errado y pecado contra ese otro hombre del Mayab, nacido en las lejanas tierras de Kariot, y cuyo cuerpo y cuya vida de barro se conoció por el nombre de Judas.
Pero tened presente vosotros, hombres que sois de sangre del linaje Maya, que cualquier injusticia y cualquier falta de misericor­dia es un pecado contra el Espíritu Santo que es el Sagrado Espíritu en la Palabra del Mayab.
Recordadlo y leed.
Yo, el más pobre e infeliz de los mortales, os contaré lo que he sabido de Judas, el hombre de Kariot.

Cuando el calor del beso de la Sagrada Princesa Sac-Nicté quedó en mi corazón, cuando el ardor de vida que me dio me impelió a se­guir mi camino al Mayab, cuando cerraba ojos y oídos a las cosas de barro para escucharla a ella, en mi pecho vibraba un singular men­saje con una insistencia igualmente singular y me urgía:
—Ayuda a esparcir luz sobre Judas, el hombre de Kariot, para que el hombre pueda hacerse el puente con que pasar del camino de Pedro al camino de Juan y ahí entregarse al beso de la Sagrada Prin­cesa Sac-Nicté.
¡Ay! Yo el más pobre e infeliz de los mortales debo ahora confesar    que no entendía esa imperiosa orden y suplicaba luz a mi adorada Princesa Sac-Nicté.
Y me fue dado advertir que había en esa orden un extraño sabor de Eternidad.
Como si la infinita e inagotable fuerza de la Santa y Verdadera Justicia del Mayab insistiese en que ese oscuro pasaje de la vivencia en la Tierra del Cristo Vivo en Jesús fuese aclarada para el entendi­miento de los hombres Mayas.
Y también me fue dado entender que no podría ser yo, el más pobre e infeliz de los mortales, el único a quien este impulso del Ma­yab había llegado porque debían ser muchos los hombres que, como yo, habían hecho del beso de la Sagrada Princesa Sac-Nicté el comien­zo y no el fin de su amor por el Sagrado Mundo del Mayab.
Y buscando en mil formas distintas hallé que muchos hombres cuya sangre es Maya, y muchos más que tan sólo son de barro, habían escrito y dicho muchas palabras que hablan sobre Judas, el hombre de Kariot.
Unos dicen que era hijo del Mayab, otros dicen que no, que fue
sólo un hombre de barro que enlodó su memoria cometiendo una ho­rrenda traición.
Pero como yo vivo del beso de mi Sagrada Princesa Sac-Nicté y ella me dice lo que es menester que oiga mi corazón, os diré lo que be visto con los ojos que sólo hace la sangre Maya, y lo que he oído con los oídos de la carne Moya, acerca de este hombre llamado Judas y nacido en Kariot.
Yo únicamente sé aquello que mi bien amada Princesa Sac-Nicté quiere que sepa y no me interesa ni quiero saber nada más que eso porque lo único real que hay para mi es aquel beso que ilumina el camino hacia el Mayab, más allá de las cumbres de los montes andinos.
Y por eso sé que el destino no está ni ha estado nunca en las ma­nos de los hombres, sino en la voluntad del Gran Señor Escondido en lo Más Alto y Sagrado del Mayab, más allá de la cumbre de los mon­tes andinos.
El dulce beso de mi Princesa Sac-Nicté me enseñó que destino y Espíritu son una misma cosa.
Para los más, que son hombres solamente de barro, el destino es aquello que ocurre en el tiempo que media entre la cuna y el sepulcro.
Pero sucede que por la voluntad del Gran Señor Escondido para algunos también hay un camino que va del sepulcro a la cuna y que por eso es importante ayudar a hacer luz sobre Judas, el hombre de Kariot.
Que camino, que sepulcro y que cuna significo con esto, es cosa que el hombre cuya sangre es Maya podrá aprender a conocer si es que busca el beso de la Princesa Sac-Nicté.
Quien cree que el destino es lo que ocurre en el tiempo que media entre la cuna y el sepulcro se rebaja a sí mismo, nada sabe del tiempo y menos de la vida.
Y tampoco puede afirmar que tiene algún destino, aun cuando crea lo opuesto.
Es un hombre de barro, piensa cosas de barro y por lo mismo al barro ha de volver.
Porque no se cuece en el fuego de la Sagrada Princesa Sac-Nicté para ser ánfora limpia del Gran Señor Escondido en lo Mas Alto y Sagrado del Mayab.
Y por cierto que quien trate de explicar el destino como aquello que ocurre en el tiempo que media entre la cuna y el sepulcro, no ex­plicará absolutamente nada real ni verdadero porque confundirá un soplo de la vida, un aspirar y exhalar de la Tierra, con la verdad de la existencia humana.
¡Ay! Hombre que lees y en cuyas venas quizás corra la sangre Maya:
Piensa, pondera, indaga la verdad del destino que se urde en el Sagrado Reino del Mayab, más allá de la cumbre de los montes an­dinos, y quizás también brille su luz en tu corazón.
Piensa en la Luz, siente su Amor y pondera que esa luz tiene un poder que dice de sí misma, YO.
Y ese YO crecerá en ti y su fuego fundirá la legión de demonios que a cada desatino a que te inducen en el sueño que tu llamas vigilia, también dicen de si mismos: ‘yo’.
Son muchos ‘yo’ que te dominan y que chupan tu sangre, la sangre que te llega del Reino del Mayab.
Sé tú el Amo, sé tú un solo, integro YO, ese YO al que tanto ama la Sagrada Princesa Sac-Nicté.
Uno de esos ‘yo’ que tanto te confunden quizás te haga pensar también que el destino es aquello que ocurre en el tiempo que media entre la cuna y el sepulcro.
Y te dirá que el destino que media entre el sepulcro y la cuna es una locura.
Así es con muchos, con los más, y así ha ocurrido siempre y seguirá ocurriendo en la vida del barro porque los hombres de barro dormidos siempre están y no les ha sido dado comprender que todo hombre es también la Humanidad, que cuanto él sufre o goza, es también la Humanidad quien sufre o goza, y todo cuanto le aguarda a él, también le aguarda a la Humanidad.
Dura palabra de llevar, y dura realidad que soportar para el hom­bre de barro.
El hombre ha olvidado que no hay destino que sea individual del todo, pero aquel que busca y que recibe el beso de la Sagrada Princesa Sac-Nicté y oye la Silenciosa Voz del Gran Señor Escondido en lo Mas Alto del Sagrado Reino del Mayab, ya queda individido y deja a un lado la ilusión individual y no busca otro destino que aquel que es el destino del Mayab.
En el hombre de barro sólo hay una ilusión de destino individual, y por eso especula con palabras lindas y con palabras necias que únicamente le hacen verse aislado y separado de cuanto le rodea y de todo cuanto va tejiendo el destino común.
Y este destino es aquel en el que lo de Abajo siempre tiende a reunirse con lo de Arriba y así vive bajo la ley que se llama del Bien y del Mal.
Porque en este destino la serpiente se arrastra en la Tierra y sólo ve hacia adelante y atrás y no tiene el plumaje del Cóndor que le preste alas para emprender el vuelo más allá de la cumbre de los montes andinos.
Más allá de esa ley está el Sagrado beso de la Princesa Sac-Nicté que ilumina el destino.
Quien no busca ese beso está muerto.
Y vivir es buscar la verdad del destino, y no huírle.
Quien no busca en si mismo la verdad del destino no vive por­que su sangre no hierve con el ardor del fuego del linaje Maya.
Y en el sopor de esta muerte animada hasta podrá soñar que es libre, que tiene un propio destino y hasta quizás llegue a convencerse que ese mismo sopor en que existe es e1 cumplimiento de su verdadero destino.
Está bien que así sea, porque eso también es verdad.
Pero los hay que aún afirman que son arquitectos de su propio destino.., como si el hombre que vive anhelando el Mayab pudiese hacer algo que no fuese el destino del Reino del Mayab, el destino inmortal.
Ese ‘propio’ destino es un hondo sopor.
Y Judas, el hombre nacido en las lejanas tierras de Kariot, había renunciado al sopor.
Como para todos aquellos en quienes arde la ardiente sangre de los hombres Mayas, la Sagrada Princesa Sac.Nicté había escrito en el Libro de la Vida:
“A aquel hombre cuyo linaje es Maya y que anhela conocer la verdad del destino, la verdad de sí mismo, sobre todas las cosas, el destino le veda el sopor de una vida normal”.
Y fue esa verdad la que Judas buscó.
Y al buscar la verdad de su verdadero destino, el destino le unió a aquel hombre a quien llamaba Rabí y que era el señor Jesús, nacido en Bathlehem.
Y Judas entonces recién tuvo destino en verdad.
Porque en su corazón comenzó a arder también el amor por la bella y sagrada Princesa Sac-Nicté.
Y recibió su beso y siguió su camino al Mayab.
Porque Judas también anhelaba cocer su barro para ser ánfora pura del Gran Señor Escondido cuyo amor medula voces en el cora­zón de los hombres por cuyas venas corre la sangre del linaje Maya.
Y esa voz moduló también en mi pecho el mandato, y fue luz que me orientó en los caminos emprendidos por otros que también habían buscado la realidad de la vida y la muerte del hombre Judas de Kariot.
Y también fue el faro que me mostró los arrecifes por donde yo no había de navegar.
Pero ahora es preciso que explique esa voz.

Soy hombre nacido del barro de otras tierras, pero en mis venas co­rre la ardiente sangre del linaje Maya.
Arde en todo mi ser, y ese ardor me impulsó a pedir el beso de la princesa Sac-Nicté y el calor de su beso fui un Yo.
Porque la voz del destino interior también me había llamado hacia el misterio que oculta el Mayab, pero hube de perderme, primero, en un desierto plagado de dudas y alimentado de temores. Y el cora­zón me urgía a que permaneciese impasible en todo ese desierto y me decía que únicamente así, en medio de aquella soledad, y con hambre, podría comer el pan del Gran Señor Escondido y que da con su beso la Sagrada Princesa Sac-Nicté a quien no vacila en arrancarse los ojos para poder ver, y en destruir sus oídos para poder oír.
Hasta ese entonces había caminado por el primer sendero, el sendero del tibio, que a veces revela pero casi siempre oculta la ver­dad del Mayab.
Es el ancho sendero donde uno siempre estará acompañado y muchos lo transitan por temor al silencio, por miedo a la soledad.
Y en ese sendero había visto brillar por momentos la luz de la Princesa Sac-Nicté.
Pero la luz se apaga al caer sobre la Piedra que el Señor Jesús dejó colocada como primer jalón en el destino que conduce al Mayab.
Y en el desierto encontré únicamente piedras con que calmar mi hambre y mi sed, y era una oveja más en el rebaño que Pedro apa­centaba y era una oveja blanca, pero moría del hambre y la sed del Mayab y no quería morir así.
La luz de la Sagrada Princesa Sac-Nicté que brillaba más allá de la Piedra que era mi destino, hizo mi lana negra y las ovejas blancas me arrojaron de su seno y me dieron por perdido cuando dejé el re­baño y caí entre los riscos donde azota la tormenta.
No me había hecho un puente para cruzar el abismo.
Entonces no sabía, pero ahora sé que el destino que está en las manos del Gran Señor Escondido en lo Más Alto y Sagrado del Mayab, tiene un camino que comienza en Pedro, con las ovejas blancas, y que conduce a Juan solamente cuando el amor por los besos de la Sagrada Princesa Sac-Nicté hace negra su lana.
Hiriéndome entre riscos y malezas entendí las palabras del Sa­grado Mayab, dichas y escritas en aquel remoto continente, por otro ser cuyo linaje es Maya y que llevó por nombre Juan.
Y esta palabra se entiende golpeando la Piedra en la Oscuridad. Esta palabra dice que el Verbo en el principio es con Dios, y es Dios, el Gran Señor Escondido, y que por ese Verbo todo cuanto es hecho es: el sol, la luna, la tierra, las estrellas, el hombre, el animal y los gusanos, los frutos que dan vida, los frutos que dan muerte, y las palabras de todos los Mayabs que han existido, que existen y que siempre existirán.
Porque las piedras cambian los rebaños, pero el Verbo por siem­pre permanece aun en todo lo que cambia.
Así tuve noticias del destino que es el destino del Mayab.
Y este destino es el destino de todo quien encuentra el camino de Juan, camino que también halló Judas, el hombre de Kariot, ca­mino escondido en lo profundo del hombre y que conduce al centro del Mayab y que también mostró el Cristo Vivo en Jesús para llevar a otra carne con él en su mismo destino.
Por eso es que pido justicia y reflexión para Judas, el hombre de Kariot.
Y ya hace dos mil años comenzó un destino en la Vida del Hombre, que aún no se ha cumplido.
Una noche de entonces, allá en ese remoto continente, el Cristo Vivo en Jesús comió comida por última vez con todos sus discípulos que eran Gigantes de la Pequeña Cozumil y que también marchaban hacia el camino del Mayab.
Aquella noche fue ordenada la ‘voz’ que es el impulso en el co­razón de algunos hombres por cuyas venas corre la sangre del linaje Maya.
Y ¡Ay! ¡Dichosos los oídos que aquella noche pudieron escuchar las hermosas verdades del Sagrado Mayab que reveló el Santo Señor Jesús!
¡Ay! ¡Pesado corazón de piedra y de barro de aquellos que lo dejaron sin cocer por ignorar el hilo con que el Santo Señor Jesús urdió el destino de esta civilización!
Pero esta civilización no es la visible, que esta visible es la que dice y no hace y por eso esta obra ha sido maldita y se consumirá en su propia destrucción.
Porque cuando mentó que uno de ellos lo había de entregar’, los otros, que eran once, tampoco sabían aquello que sólo lo sabían esa noche Jesús de Nazareth y Judas de Kariot.
Y en sus mismas palabras, así se ha escrito:
... Lo que haces hazlo mas presto... Mas ninguno de los que estaban a la mesa entendió a que propósito dijo esto (Jesús a Ju­das).
Pondera:      ¿por qué tanta premura?
Pues bien sabido es que mucho tiempo antes de este día, Jesús
bien enterado estaba que había de morir una infamante muerte.
Pandera:      ¿por qué tanta premura?

Cuando ocurría todo esto, el discípulo Juan, el más joven de todos, tenía su cabeza apoyada en el Corazón de su Señor Jesús.
Y Pedro, a quien Jesús había llamado en sus palabras, Cephas, (que declarado es Piedra) protestaba su amor por el Señor Jesús ofre­ciendo poner su alma por El; pero el Señor Jesús le advirtió que tres veces le había de negar antes de que cantase el gallo en ese mismo amanecer.
Hombre por cuyas venas corre la ardiente sangre del linaje Maya:
Pondera y medita en esta escena, pesa cada concepto porque to­da ella fue urdida en el destino que conoce el Gran Señor Escondido en el Santo Mayab.
Pedro ofreció su alma, pero Judas la dio.
Y porque Judas la dio es que Juan pudo quedar con la cabeza apoyada en el Sagrado Corazón de Jesús.
Aun ahora podrás leer claramente escrito en ‘luz y bajo el símbolo del Sagrado Corazón de Jesús, las ardientes palabras del Mayab que dicen:
“Dadme albergue de amor en vuestro hogar y Yo os lo retornare eterno en mi Sagrado Corazón”.
Hombre que lees: estudia y piensa, medita y siente, lo que para ti está escrito en lo profundo de tu propio corazón, y así tu sangre Maya se vivificará y verás cumplirse en ti la profecía de Chilam Balam, sacerdote inspirado del Mayab:
“Porque no está a la vista todo lo que hay dentro do esto ( lo es­crito en tu corazón), ni cuanto ha de ser explicado. Los que lo saben vienen del gran linaje de nosotros, los hombres Mayas. Ellos sabrán el significado de lo que hay aquí cuando lo lean”.
Habrás pues de poder leer con el corazón.
Aquella noche comenzó a urdirse el destino del alma Maya de estos tiempos, de este Katun, y de la Humanidad que vive horas aciagas de las que podrá huir quien busque el Santo y Puro beso de la Sagrada Princesa Sac-Nicté.
Y entrará a la invisible Arce de Noé para crear una nueva civi­lización.
Pues antes de aquella noche, en aquel remoto continente, la voz del Gran Señor Escondido que hablaba por la boca del Santo Señor Jesús, os dejó dicho:
“Quien tenga ojos, vea; sí oídos, que oiga”.
Y el Santo Señor Jesús conocía el destino del Hombre.
Porque había nacido para enseñar a despertar, a morir y así vivir y mostrar El Camino hasta el fin.
Pero ninguno de los que estaban con El aquella noche lo enten­día así.
Lo entendieron mucho tiempo después porque aquella noche aún dormían.
Como ahora duermes tú.
Pero si eres diligente, te esfuerzas y no desmayas, estas pala­bras te ayudarán a despertar y así podrás morir también y luego po­drás vivir.
Y aquel que vive aprende que el destino le muestra muchas cosas ocultas para el hombre de barro, porque solamente al que despierta le es dado morir, al que muere le es dado vivir y viviendo se vive en el Corazón del Mayab.
Y aquello que Judas, el hombre de Kariot, hizo presto fue sujetar su tiempo para que el Santo Señor Jesús colocase acabadamente un hilo en la urdimbre de este destino humano que apunta en tierras Mayas hacia una nueva civilización y que hace dos mil años únicamente conocía El.
Porque si Judas no hubiese hecho prestamente lo que hizo, no hu­biese sido posible que ocurriese aquello que relatan los escritos de Juan.

Pero ya vendrá esto.
 Por ahora no haré sino recordaras lo que dice esa parte de la Es­critura Sagrada y que lleva la firma de Juan.
Era la tercera vez que el Santo Señor Jesús se aparecía entre sus discípulos por voluntad del Gran Señor Escondido, después de que su cuerpo de barro hubo muerto en la Cruz. Comieron esa noche peces pescados en las aguas del Lago Tiberíades, y nuevamente el Santo Señor Jesús preguntó a Pedro: “¿Me amas?”, y Pedro respondió que sí; y el Santo Señor Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas”. Y dos veces más le preguntó: “¿Me amas?”, y dos veces más dijo Pedro que si, y dos veces más le dijo el Señor Jesús: “Apacienta mis ovejas”.
Tres veces en total.
Y así comenzó a urdirse el destino de las ovejas blancas, algunas de las cuales cuando miran la luz que brilla más allá de la Piedra, luz encendida por el ardor de la Sagrada Princesa Sac-Nicté, pierden el color blanco de su lana y su color es negro un tiempo, pero después se hacen prudentes como las serpientes, sencillas como las palomas y la serpiente se empluma y vuela.
Pero el Santo Señor Jesús aún dijo más a Pedro. Le mostró la urdimbre del destino cuando le dijo: “¡Sígueme!”
Pedro murió como el Señor Jesús, clavado en una cruz, y lejos de los suyos y ceñido por otros que le llevaron donde no quería.
Y aquella noche, después de la cena con pescado del Lago Tiberíades, y cuando Pedro hubo sido informado de la urdimbre del des­tino miró hacia Juan, aquel cuya cabeza se había apoyado en el Sa­grado Corazón de Jesús, y preguntó:
—Y éste qué?
—Si quiero que él quede hasta que Yo venga, ¿qué a ti?
Y mucho se habla y dice acerca de la inmortalidad de Juan a raíz de esto, pero se habla y se dice sin saber qué es lo que de Juan perma­nece ni qué es lo inmortal.
Esfuérzate pues en entender qué es lo que permanece hasta que
venga aquello que es YO.

Así comenzó a urdirse el destino de lo que ahora alborea como el comienzo de una nueva civilización.
Es el destino que modula impulsos en el corazón de muchos hom­bres para quienes yo, el más infeliz y pobre de todos los mortales, es­cribo en obediencia al beso de mi Sagrada Princesa Sac-Nicté.
Para que ellos también sean besados.
Así como Pedro obedeció al destino que habló por la sagrada boca-del Señor Jesús y que le dijo que iba a morir donde no quería morir, Pedro murió alejado de sus hermanos del Mayab, en una gran ciudad de otro continente, donde no había linaje de los hombres Mayas que estuviese formado como un alma.
Pedro murió en la cruz, pero él mismo dispuso morir con la ca­beza apoyada en la Tierra mientras muy cerca de él, la espada de un hombre de barro que sólo obedecía al barro del Imperio Romano, cer­cenó la cabeza del tardío Maya Pablo, Apóstol de la Santa y Eterna Verdad de que dio testimonio El Señor Jesús.
Y si digo de Pablo que fue un Maya tardío, es porque en él se cumple, comparado con otros, la verdad también dicha por el Señor Jesús que los últimos pueden ser los primeros.
Porque Pablo fue un tigre hecho cordero por la palabra del Ma­yab de Jesús. Así se tejió un nudo más en la urdimbre del destino que es tuyo y que es mío.
Y si tu perseveras, aun cuando seas hombre de barro, podrás echar la esencia del linaje Maya para que encienda tu sangre que ahora es tibia.
Y yo a menudo me he hecho esta pregunta:
—¿Por qué Pedro escogió morir crucificado con la cabeza a Tierra?
—¿Por qué Juan escogió apoyar su cabeza en el Sagrado Corazón de Jesús?
Sólo lo sabe el sagrado silencio del Mayab donde se urde ci des­tino de las ovejas blancas, de las ovejas negras, ahí de donde emana la prudencia de las serpientes, la sencillez de las palomas y donde se hacen los oídos mayas que oyen y los ojos mayas que ven, y donde todo se junta en una sola palabra.
Yo, el más pobre e infeliz de los mortales, tengo mi medida col­mada de dicha, porque siendo hombre de barro, el barro de mi corazón fue cocido en el fuego del beso de la Sagrada Princesa Sac-Nicté, y en el sagrado silencio del Mayab he percibido un murmullo que con­vierte a aquellas palabras tan obscuras, y tan obscuramente dichas a grillas del remoto Tiberíades, en un vislumbre de aquello que dirije y que urde el destino del hombre.
Pues algo falta en aquellas palabras, por eso son oscuras.
Y lo que falta en. ellas es la luz.
Y esa luz está en ti mismo.
¡Enciéndela!
Porque Juan permanece y Pedro apacienta a las ovejas.
Pero la paloma presta sus emplumadas alas para que la serpiente vuele.
Y el que es sencillo pondera en la prudencia.
Y el que es prudente busca el camino que lleva hacia el Mayab.
Y el Santo beso de la Sagrada Princesa Sac-Nicté ‘e ilumina el camino.
Para hollar el camino de Juan es preciso primero, conocer o ni-tentar el camino de Pedro, pero intentarlo y conocerlo con el corazón pues quien lo intenta o conoce con sólo la cabeza, es un chupador; para éste no hay camino fuera de la Tierra.
El camino del Maya es el camino del Sol.
Es el camino de la inteligencia que orienta el Amor.
Porque Pedro murió en la cruz con la cabeza a Tierra y Juan apoyó su cabeza en el Sagrado Corazón de Jesús.
Pondera y juzga.
Mas no todos comprenden el camino de Pedro y no andan porque no saben que aun las piedras tienen corazón. Y así tampoco com­prenden el camino de Juan.
Son muy pocos aquellos que comprenden que no son dos caminos, sinó un solo destino urdido por el Gran Señor Escondido en lo Mas Alto y Sagrado del Mayab.
Hombre por cuyas venas corre la ardiente sangre del linaje Maya, no te puedo decir nada más.
Si en ti arde el anhelo por conocer la verdad del destino procú­rate ojos para ver y oídos para oír y encontrarás, algún día, cómo ha­cer en ti mismo el puente que une el camino de Pedro al camino de Juan y te lleve al Mayab.
Ese puente es la muerte.
Sólo lo puede fabricar quien ose despertar.
Muchos hombres en este Katun han caído en profundos abismos y en medio de tormenta y dolor han vivido únicamente para que nosotros podamos saber despertar. Venéralos y búscalos en el mundo de la realidad acercándote a ellos conociendo sus ideas, penetrando el sentido escondido de sus grandes palabras.
Yo te daré tan sólo la medida que me dieron a mi, pero el puente deberás hacerlo tú mismo, en ti mismo, al impulso que seas capaz de lograr del ardor de tu anhelo.
La medida que tengo que darte es muy simple —si ves; es compleja si aun duermes.
Porque el Santo Señor Jesús no apareció tres, sino muchas, mu­chísimas veces más, como Cristo, después que su cuerpo hubo muerto en la cruz.
Pues habrás de saber que el Cristo vivo en Jesús está vivo.
Y si aquello que es Juan permanece, permanece debido a que Judas hizo presto lo que fue menester.
Aún atestigua este hecho otro escrito del mismo Mayab, con la firma de Lucas, y que revela que en una de sus apariciones el Santo Señor Jesús, “entonces les abrió el sentido (a los discípulos) para que entendiesen las Escrituras”.
Y abierto este sentido se conoce el camino real que conduce al Mayab, y el Mayab da a estos hombres el Poder, el Amor y la Vida porque para ellos Dios, el Gran Señor Escondido, deja de tener dos caras.
Y lo de abajo se junta a lo de arriba y lo de arriba da vida a lo de abajo.
Para estos las escrituras son claras y sagradas porque su verdad no está impresa en los libros, sino que se lee en el alma.
Para estos, los diluvios los verán en el Arca.
Y la Serpiente Emplumada volará.

Ay! como el amor, el tiempo es imposible de asir con la razón.
Así como hay amores diferentes, así también hay tiempos dife­rentes.
Sólo Quien tiene el Gran Destino en sus manos puede explicarlo a quien haga el esfuerzo de entender.
Nosotros sólo podemos decir del tiempo y del amor aquello que no son.
El tiempo no es neutral.
El amor no es neutral.
Al de Arriba no puedes amar si es que amas al de Abajo.
Pero amando al de Arriba amarás lo de Abajo y lo del Medio.
El tiempo puede ir contigo para el segundo nacimiento, puf. ir contigo a la muerte final.
Si haces despierto lo que has de hacer hoy, muchas cosas ha que no quieres hacer, muchas cosas también dejarás de hacer por mucho que las quieras hacer.
Y no tendrás que esperar ningún “mañana”.
Porque el tiempo es, el amor también es.
Si entiendes, tu también puedes ser.
El amor, como el tiempo, está en todas las cosas, está en todas formas.
Está en el destino como en el desatino.
Porque en el tiempo el amor hace todas las formas.
Guárdate bien del chupador que te diga que el tiempo es a inexistente, o que te diga que en el amar hay pecado o maldad.
Únicamente en el seno del Gran Señor Escondido el tres es uno.
El tiempo y el amor son poderosas fuerzas que evaporan el agua del barro, y sólo dejan tierra que a la tierra vuelve.
El agua y la tierra se unen por obra del amor.
Se unen para el tiempo, como barro.
El beso de la Sagrada Princesa Sac-Nicté cuece el barro por el del amor del que quiere vivir, para que no evapore el agua.
Su beso es el fuego escondido del amor.
El ánfora de barro bien cocido para otro tiempo es.
En el hombre de barro el agua es “sí”, la tierra es “no”.
Por eso Dios tiene dos caras para él, pero ninguna de las dos verdadera.
El encendido beso de la Sagrada Princesa Sac-Nicté es lo que quema el “no”.
Pero también quema el “si”.
Y el hombre es YO.
Y Dios es Dios en el hombre encendido por la Sagrada Princesa Sac-Nicté.
El tiempo del destino de los hombres del linaje Maya no es tiempo que esté separado del destino de los demás hombres, porque los hombres del linaje Maya no están separados de los otros hombres, para ellos viven y para ellos trabajan.
Sólo son diferentes porque su tiempo es el tiempo de una luz que jamás se apaga.
Y este tiempo es el tiempo inmortal, tiempo del Sol de soles.
El tiempo de los otros hombres es tiempo de agua, como agua de diluvios.
No son dos tiempos, ni son dos destinos.
Son el tiempo de Arriba y el tiempo de Abajo que hacen el tiem­po del Medio.
Y quien vea pecado o maldad en el amor, quiere castrar al Sol pero será castrado.
Y no comerá la comida del Sol, y sus testículos se secarán y estará muerto aun antes de morir.
¡Presta atención, si es que eres hombre de linaje Maya!

El amor nace del seno mismo del Grande Gran Señor Escondido, el Muy Alto, que creó el tiempo para poder permanecer EL ETER­NO y el amor es Su Medio y da vida en el Tiempo.
Busca en tu corazón: ¿cuál es tu amor?
Para no ser castrado y hacer tu creación viril.
Si tu amor es uno y en este amor incluyes todos tus amores, tus testículos comerán la comida del Sol.
Sólo en el seno del Gran Señor Escondido hay UNO; después, todo anda en Tres.
En todo cuanto miran tus ojos, en todo cuanto oyen tus oídos en todo cuanto tocas con tus manos, en todo cuanto huele tu nariz, en todo cuanto gusta tu paladar, en todo late la fuerza que es uno, la fuerza que es dos y la fuerza que es tres.
Cada tres juntos hacen todo uno.
Así es hecho todo lo que es hecho.
Todo uno es un Ser en tres maneras de ser.
Así fue hecho el hombre de barro, el hombre de agua y tierra.
Lo que es uno es el agua, lo que es dos es la tierra, y lo que es tres une el agua y la tierra para que sea barro.
¿Qué será lo que es tres?
¿No será, pues, un querer estar en el tiempo del Gran Señor Es­condido que, sin embargo, permanece ETERNO?
Así es como viene desde Arriba hacia Abajo.
Pero el hombre que permanece barro, si alguna vez piensa en este Uno, no le presta atención; y si siente aquello que es el Tres, pronto lo olvida porque el trabajo de recordarlo es árduo.
Por eso Dios tendrá siempre dos caras para él, pero ninguna e verdadera.
Quien sabe y vive en el querer estar del Gran Señor Escondido se remonta.
Luego, comprende y sabe y vive desde Arriba hacia Abajo, según su tiempo, según el Katun que se haya hecho en sí mismo.
Es un chico tres, un chico uno.
El barro entonces ES, porque el sentido está abierto, y atrae 1 luz que con sus santos besos enciende la Sagrada Princesa Sac-Nicté
Y le es posible manejar los cuatro, para poder hacer.
Y está Arriba y Abajo en el Gran Señor Escondido.
Eso también se hace por tres, pero su orden cambia.
Así: el uno es el querer estar del Gran Señor Escondido, el dos el agua, el tres la tierra que se acerca al Sol.
Ahí tienes el secreto de la generación y de la regeneración.
Y cuando Otra vez exista el número del nuevo linaje de los hombres Mayas en la Sagrada Tierra del Mayab, te pedirán un árbol del vino de balché y lo presentarás en alto, y no serás muerto ni arrojad a fuera.
La Serpiente Emplumada volará.
Te pedirán también, quizás, traje de bodas; si no lo tienes, si has sido perezoso, si no has velado, serás echado afuera donde habrá lloro y rechinar de dientes.
Porque el traje de bodas es el vestido de la regeneración y es lo mismo que es el árbol de vino del balché.
La regeneración es el real camino de Juan hacia el Mayab.
Pero has de saber más aún.
El que no sabe nada del “querer” estar del Gran Señor Escondido no puede ser, no puede hacer, no puede hacer hacer; está abajo no más, y no tiene árbol del vino del balchá, y el agua de su barro se evaporará a la luz de la luna, su vapor irá pues a la luna y la tierra a la tierra y así todo terminará.
Esta es una verdad y así está bien; a este hombre déjale estar como está porque no es de tu estirpe.
Déjale dormir en paz.
El que sabiendo del querer estar del Gran Señor Escondido dice no más, y no hace lo que tiene que hacer para poder vivir, se vuelve chupador; este tampoco es de tu estirpe Maya, apártate de él a me­nos que él te suplique que le ayudes a hacer lo que tiene que hacer; entonces le hablarás de tu linaje Maya porque aun un chupador em­pedernido puede cambiar su sangre si es sincero y veraz.
Pero guarda silencio ante el hipócrita.
¡Pobre de ti si llegas a creerte mejor que un chupador, o superior a quien no tiene árbol de vino del balché!
No serás hombre, serás un maricón; anda y ponte polleras de mujer.
El hombre muestra su virilidad haciendo obras de amor, no ha­blando del amor que es incapaz de hacer.
El Santo beso de la Sagrada Princesa Sac-Nicté es para el Maya viril.
Sólo el Maya viril puede entender la verdad que hay Arriba.
Y su virilidad le lleva porque es el cuerpo viviente del querer estar del Gran Señor Escondido.
Estudia pues cómo se hace el linaje de los reales Mayas. En cada uno que es uno, también hay tres.
En cada uno que es dos, también hay tres.
En cada uno que es tres, también hay tres.
¿Cómo se hace eso?
¿Maya pretendes ser y no conoces la profecía de 16 versos del cantor del Maní, Chilam Balam?
En cada verso hay el uno, hay el dos, hay el tres.
El cuatro está en ti mismo, eres tu mismo si es que vives un YO.
Y cuándo sepas, ¡hazlo!
Lo mismo que está escrito en los escritos de Juan, lo mismo está escrito en los escritos de Chilam Balam.
Los dos son un solo libro del Espíritu del Mayab con palabras dis­tintas no mas.
Y el Espíritu dice:
“Yo Soy, pues; Soy Dios, pues”.

Porque el Eterno, el Muy Alto, el de Una Sola Edad, quiso ha­cer Descendientes de Siete Generaciones, y este es el Gran Descen­diente que contiene y mantiene a todos los chicos descendientes para que se mantengan entre sí.
Si eres Maya viril y si orgulloso estás de tu Mayab, humíllate en secreto y en silencio al elevar tu pensamiento a EL, al ETERNO, al de Una Sola Edad que es su propio Katun y que hizo todos los Ka-times y te hizo a ti también, y te hizo igual a él, un chico igual, con todo lo que es EL, hasta con su Infinito Verbo Creador, diciendo:
“Yo Soy, pues; Soy Dios, pues”.
Son siete Sus Generaciones, desde lo Más Arriba hasta lo Más Abajo.
La séptima generación tiene un Árbol de Vida con tantas ramas como treinta y dos veces tres, y estas ramas sujetan a los seres por­que son muchas ramas, y no pueden trepar por el tronco del árbol del balchá por si solos; y su trepar es el trepar del Katun de toda ésa, la séptima generación.
Lento trepar, doloroso trepar.
Quien a la séptima generación degenera tiene un seguro lloro y rechinar de dientes.
El vivir en la Tierra es el vivir de la sexta generación, y el Arbol de la Vida tiene tantas ramas como dieciséis veces tres; amarillas son las hojas de 24 ramas, negras son las hojas de 24 ramas; son ramas con hojas del color del Poniente y del Sur; quien junte ramas amarillas con las ramas negras y por su inteligente voluntad las haga verdes aura el tronco del Arbol de la Vida y trepará para saber del Gran Pauah, de aquel Juan que permanece, y del Grande Amor de EL.
¿Cómo lo harás?
Despertando y estudiando.
Despertando y trabajando.
Despertando y luchando.
Estudiando, trabajando y luchando en ti mismo para que seas tú mismo, para que seas YO.
Toma un poco de pintura negra, toma un poco de pintura ama­rilla, haz una sola pintura de las dos y mira bien, ¿qué ves?, ¿No es pues verde este nuevo color?
Amarillo es el Sol, negra es la Tierra, verde es el florecer de la inmortalidad.
Así podrás empezar a caminar por el camino de la regeneración y tu generación será entonces la generación que es ocho veces tres, así eran los Gigantes de la Pequeña Cuzamil.
Cuatro veces tres, así eran los Pauahs, el del Oriente, el del Po­niente, el del Norte y del Sur.
El Pauah come la comida del Sol.
Dos veces tres no lo concibe sino el Pauah que no puede morir.
Pero todo hombre puede ser Pauah.
Y una vez tres no lo podemos ni siquiera mentar en nuestra actual condición, porque es un Katun que lo entiende solamente un Pauah.
Todos son tiempos diferentes, medidos por distintas medidas.
El Maya audaz y osado va de uno a otro Katun, siempre hacia Arriba y es tres generaciones en una.
Por su querer estar en la quinta generación, generación de barro que se está cociendo, puede el Gran Señor Escondido darse a conocer del Maya audaz que tenga un solo amor en el que haya fundido todos sus amores; pero el barro lo habrá de querer más que al barro. el agua lo habrá de querer más que al agua, el hombre de barro lo ha­brá de querer más que a los Gigantes de la pequeña Cuzamil y aun más que a los Pauahs del Norte y del Sur, del Oriente y del Poniente.
Lo habrá de querer más que a las palabras obscuras de Juan o de Chilam Balam.
Lo habrá de querer tanto que no lo engañen las palabras lindas de los chupadores.
Y este querer le hará entender y vivir aquel querer que con sus sobrias palabras dijo el Santo Señor Jesús que era el secreto de la Vida Eterna:
“Amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a sí mismo”.
Y cuando el hombre de barro así aprenda a querer, el Gran Señor Escondido hablará la Palabra que es Dios y que es el Verbo a la vez, y hará saber:
YO SOY UNIDAD.
Ha sido dicha, pues; el secreto está ahí, pues.
Conócelo si puedes, pues.
No estará claro todo esto para ti hasta que hayas golpc3do la piedra en la oscuridad.
La Gran Palabra en el sello de la noche, sello del cielo, dio a Chilam Balam:
“Yo soy el Principio y el Fin”.
Y a Juan Pauah que permanece lo mismo que Chilam Balam:
“Yo soy el Alpha y Omega”.
El mismo Verbo son las dos, y los dos permanecen porque asi ha sido y es y será a través de los siglos y muchos lo han oído.
Se ha abierto este Katun para que puedan oírla muchos más.
Y permanecerá hasta que llegue el Unigénito Hijo del Gran Se­ñor Escondido, espejo que abrirá su hermosura, Padre.
Por Tu Querer Estar que es Tu Espíritu Santo, Padre.
Para que empiece en la tierra la nueva civilización. Amén.
Al que quiera saber, la Palabra del Padre se lo hará saber, porque para las nuevas ánforas Mayas hay este nuevo Katun. porque rara cuando llegue y caiga sobre el mundo de barro la justicia en tres par­tes, según las profecías de Juan y de Chilam Balam, los justos sean con ella, la Justicia de Dios, justicia del Mayab, por la misericordia de sus Cc2bczas y la sabiduría de sus corazones y el amar a la Vida en sus acciones.
Son nuevamente tres.
Y la Palabra emanó desde las entrañas del Oriente para que no haya Poniente; y fue escrita en el Norte para que no haya Sur.
Esta palabra dice nuevamente para el que tenga ojos para ver, y oídos para oír:

YO SOY UNIDAD.

Lo que es el uno está dentro de tu cerebro, lo que es el dos se extiende por tu espina dorsal, lo que es el tres, que es el querer estar del Espíritu Santo del Gran Señor Escondido, yace dentro, muy den­tro de tu corazón, y por donde lo quieras ver si eres capaz de ver. Si entiendes y haces esto, dominarás a la Serpiente que se arrastra en la Tierra y tu prudencia le dará su plumaje para que pueda volar.
Son el Chico Padre, el Chico Hijo y el Chico Espíritu Santo, los tres Chicos Pauahs, el flojo, el Blanco y el Eternamente Verde.
¡Guárdate de la Serpiente que te dicen que hace milagros!
Todo barro que sabe dónde y cómo hacer la guerra para poder morir es Tierra de Vigilia y de Oración, Tierra sin sed. Tierra rega­da por el amor que ha de servir a Dios para una nueva civilización; y cuando muera en su sexta generación, vivirá otro Katun en la quinta; tres veces cuatro será su “si”; tres veces dieciséis será su “no”.
Irá del sepulcro a la cuna si es que quiere ir, porque habrá pa­sado de muerte a Vida y permanecerá con Juan.
Pues sus testículos habrán comido la comida del Sol, y su semen no será semen de carne únicamente, sino semen con el espíritu de regeneración y no arrojará espíritu fuera de sí cuando arroje su semen.
Porque no habrá fornicación en él, y su uno, su dos y su tres serán realmente castos y su sexo estará encendido de pureza.
Será sexo no más.

¡Hijo del Mayab!
¡Óyeme bien!
¡NO ANDES A CIEGAS!!!
¡Busca el conocimiento de los hombres Mayas, cualquiera que sea su ánfora, cualquiera que sea su lengua!
¡Busca el conocimiento que llegó otra vez del Oriente!
¡Busca el conocimiento que está escrito en el Norte!
Y no tendrás ni Poniente ni Sur, si es que eres diligente.
Porque el Señor Jesús, cuya venida la precedió una estrella del Oriente, dijo que a aquel que pida se le dará lo que pida; y aquel que busca encontrará lo que busca y a aquel que llama a las puertas del Mayab Interior, le abrirá la Princesa Sac-Nicté.
Debes saber poder pedir, debes saber poder buscar, debes saber poder llamar.
Para estos tres poderes que son un solo poder, debes saber poder pensar.
Piensa a la luz del día, piensa en la oscuridad de la noche, piensa bajo la lluvia, piensa bajo el calor:
PIENSA EN EL GRAN SEÑOR ESCONDIDO Y EN SU QUE­RER ESTAR QUE ES EL COMIENZO DE TU QUERER SER.
Entonces sentirás su querer estar y harás su querer ser.
Y comprenderás y sabrás.

Quien quiera ser amo, hágase siervo, dijo el Pauah del Norte.
Quien quiera ser libre, hágase esclavo, dijo el Pauah del Oriente.
Quien quiera vivir, aprenda a morir, dijo el Pauah del Poniente.
Quien quiera morir, oiga y despierte, dijo el Pauah del Sur.

Quien oye y no hace lo que en los silencios de la real quietud habla el linaje de sin sangre Maya, sufrirá que el esclavo matará al amo y el siervo pondrá en la cárcel a la libertad, y el esclavo chupará la sangre del amo y también morirá y el siervo tiranizará la libertad y no vivirá, mas degenerará por chupador.
El barro dormido soñará, y el agua se evaporará a la luz de la luna.
Todos los tiempos de todos los katunes desaparecerán con dolor para él.
Tal es una verdad; ha sucedido antes, y sigue sucediendo en este Katun en muchos continentes que son hombres de barro que ya han perdido el sentido de las palabras que dice su Mayab.
Así ha sido antes. así es ahora, así será hasta que EL quiera que sea.
Porque el hombre ha sido hecho a Imagen y- Semejanza de su Creador, y si ha sido hecho, con un propósito ha sido.
¿No será este propósito aquello que el Señor Jesús dijo a todos los hombres de linaje Mayo: “Sed perfectos como vuestro Padre que está en les cielos es perfecto”?
Quizás porque Pedro murió con la cabeza a tierra sus ovejas están mal apacentadas y chupadores las trasquilan; y a las que quieren que su lana sea negra, los chupadores negros, los ladrones del alma, su sangre chupan. De los dos chupadores, los chupadores negros son los más peligrosos porque son ignorantes que pretenden saber y por sin pretensión han caído y seguirán cayendo.
Guárdate de ellos, porque más te valiera no saber nada que saber lo poco y mal que saben ellos.
¡Guárdate de la Serpiente que dicen que hace milagros!
Se han perdido las piedras para tender el puente hacia el Mayab Interior, y pocos permanecen en tanto llega EL.
Pero el Señor del Tiempo que viene por Oriente da la medida justa, y hay pocas ánforas que sepan recibir.
Por eso al que no se ha hecho ojos para ver y está en tinieblas, lo que es encarnado le parecerá negro, así, en lo oscuro.
Y el Señor del Amor que viene por el Norte da en abundancia y generosamente y también son contadas las ánforas que sean conti­nentes y que sepan volcar.
Por eso a quien no tiene corazón que le contenga su abundancia, siempre lo destruye en la disgregación, pues blanco puro es el color del reino de los cielos.
Y el Señor que no tiene Poniente y que no tiene Sur, que es el Señor de SU QUERER ESTAR, emanará de si otras aguas, emanará de sí otras tierras y hará otros barros que le reciban mejor.
Otras veces lo ha hecho, y así se puede ver cuando se estudio atentamente qué cosa fue lo que en su Katun perdieron los seres-hor­migas, los seres-termitas, los seres-abejas que un día fueron y que ya no Son.
¡Hombres necios!
Esto es únicamente el principio de un saber.
¡Hombre por cuyas venas corre la sangre del linaje Maya!
¡Abre tus ojos, destapa tus oídos!
Te he explicado el tres, y te he explicado el siete, pero sólo una idea te he dado del cuatro y nada acerca de la voluntad con que se da continuidad a todo siete que se quiebra en dos puntos, en dos tiempos.
Quien no sabe cómo se da esta continuidad no podrá hacer la Resurrección de su carne.
Esa continuidad búscala diligentemente y oye lo que sobre esto dijo hace ya muchos siglos Chilam Balam, Gran Sacerdote de Linaje Maya:
“Lo malo del Katun, de un golpe de flecha lo mete al acabar.
Entonces viene la carga de los juicios, llega el tributo. Se pedirán pro­banzas ¡CON SIETE PALMOS DE TIERRA ENCHARCADA!”
¿No será esto lo mismo que en su Katun habló el Santo Señor Jesús?
“Y a cualquiera que me oye estas palabras y no las hace, le com­parará a un hombre insensato que edificó su casa sobre la arena; y descendió la lluvia, y vinieron los ríos, y soplaron vientos, e hicieron ímpetu en aquella casa; y cayó y grande fue su ruina ¿No será esto lo mismo que aún en otro Katun habló el Santo Señor Moisés?
“A los cielos y a la tierra llamo por testigos hoy contra vosotros, que os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la mal­dición; escoge pues la vida porque vivas tú y tu simiente”.
¿No será esto lo mismo que aún en otro Katun habló el Santo Señor Budha?
“Iluminad vuestras mentes... Quienes no pueden quebrantar des­de luego las oprimentes cadenas de los sentidos y cuyos pies son de­masiado débiles para hollar la real calzada, deben disciplinar su con­ducta de tal modo que todos sus días terrenos transcurran irreprensi­bles practicando caritativas obras”.
¿No será esto lo mismo que aún en otro Katun habló el Santo Se­ñor Lao-tsé?
“Lo Universal es eterno; lo Universal es eterno porque no existe como individuo; es ésta la condición de la Eternidad. Conforme con esto, el Perfecto, eclipsándose se impone; derrochándose, se eterniza; DESEGOISTANDOSE se individualiza”.
Todos, pues, hablan del verde florecer de lo Inmortal, de cómo lo Infinito siempre vive en lo Eterno.

Necio es el hombre que se cree dueño del tiempo.
Necio es el hombre que se cree dueño del amor.
Necio es el hombre que se cree dueño de la Tierra.
Necio es el hombre que se cree amo del Mundo.
Tres veces necio el que deliberadamente ignora que el hombre es un propósito del amor en el tiempo para la vida del Mundo en la
Tierra.

Jesús, Santo Señor, fue un hombre hecho en la Tierra con Agua del Amor y coció su barro en el fuego del Amor.
Judas fue un hombre que desafió el poder del Mundo y le ayudó el Amor.
Si es que al conocimiento del Mayab aspiras, has de procurar entender.
Y te abrirá las puertas el beso de la Sagrada Princesa Sac-Nicté y el fuego de su amor cocerá tu corazón de barro y por su amor serás ánfora del Gran Señor Escondido que te dará aquello que puedas contener.
Yo ahora sólo quiero hacer justicia a Judas, el hombre de Kariot.
Para que comience un nuevo Katun en el linaje Maya.
Y el Mayab de los Andes sea pues la cuna de la nueva civilización.
Tú harás tu parte si en tus venas corre la sangre del linaje Maya.
Para que haya misericordia en tu cabeza, sabiduría en tu corazón y puedas encontrar la piedra justa con que tender el puente que va de Pedro a Juan en el destino del Hombre Verdadero que acá declaro que es el Cristo vivo en el Señor Jesús.
En el Nombre del Padre, y en el Nombre del Hijo, y en el Nom­bre del Espíritu Santo.
Para que así sea, pues.
Y te relataré cómo y por qué Judas, el hombre de Kariot, tendió un hilo importante en la urdimbre del destino de este nuevo Katun.
Su hilo hizo posible que la Cuarta y la Quinta Generación hablen en los tiempos y en las medidas de la Sexta Generación.
Te lo relataré así como yo lo he aprendido en el Santo Mayab.
Amén.





























LIBRO TERCERO



Y había un hombre de los fariseos que se llamaba Nicodemo, Prín­cipe de los Judíos. Maya era su linaje, Maya su corazón; sus pensamientos eran del Mayab; no eran pensamientos de barro y llo­raba lágrimas vivas. Y era austero en la virtud para aumentar los te­soros del Señor, y procuraba ser justo pues consumiale el anhelo de hacer viva su fe.
Y su llanto era llanto de lágrimas vivas, como sólo puede llorar un bienaventurado que no es rico en espíritu y que ansía el Espíritu que anima la vida en el reino de los cielos, que es la sagrada tierra invisible del Mayab.
Y pensaba en este Espíritu que es la llama que por la luz alumbra el santo beso de la Princesa Sac-Nicté, y en su corazón decía, cuando pensaba en ella, porque él también quería ser ánfora viva para ser­virle a EL: “Pruébame que tus labios no han sido hechos para ser be­sados, y yo te probará que las tinieblas son la luz”.
Santo y Sagrado era el anhelo de este hombre, pues no quería tesoros del cielo para si, mas para servir al Gran Señor Escondido, al muy Alto, al Eterno.
Por eso Nicodemo también buscó el agua, el agua viva que había en la jicara del Santo Señor Jesús, pues también había entendido que la estera en la que yacía abarcaba un vasto reino dentro y fuera de este mundo. Y que únicamente bebiendo esa agua viva podría enten­der el misterio de las siete generaciones, evitar el juicio con siete pal­mos de tierra encharcada, morir y renacer.
Para entender y conocer al hombre y para vivificar al Hombre Verdadero, Príncipe de los Cielos y Heredero de la Tierra, es preciso entender la armonía de las Siete Santas Generaciones del Gran Descen­diente, del Muy Alto, EL ETERNO, Padre Nuestro que estás en los Cielos.
Y en este nuevo Katun, desde Oriente ha llegado a los de linaje Maya la Palabra del Norte que no es palabra Poniente y que no tie­ne Sur.
Para que sea entendida y luego comprendida por el cerebro y en el corazón de los hombres de linaje Maya.
Es la palabra eternamente verde, y este Katun será el Katun de Primavera Eterna para una generación, mas dejará mustio el corazón de otras.
Es la palabra que junta las 24 hojas negras con las 24 hojas amarillas en el Árbol de la Vida, y que hace el balché, e hila el hilo con que se teje el vestido para las santas bodas del Cielo.
Así pues: lo que deviene un Gigante de la Pequeña Cozumil, cuya generación es un árbol de tantas ramas como ocho voces tres, tiene el poder, el amor y el saber de todos los planetas. Por eso son los Se­ñores de la Tierra, pero no son dioses. Por que su generación es únicamente el comienzo de la regeneración y es aún de Aba­jo hacia Arriba para hacer lo del Medio, y su comida es comida del Sol. Y juntará doce ramas de hojas negras con doce ramas mas de hojas amarillas, y entonces para él el Árbol de la Vida será de cuatro veces tres. Y devendrá Pauah con el tiempo y la comida del Sol. Habrá extendido en sí las alas del Sagrado Kukulcan, la Ser­piente Emplumada que el hombre ha de levantar en el desierto, gol­peando la piedra en la oscuridad y calmando su sed con el agua del Cenote Sagrado. Así tendrá la potestad de Tzicbenthan, palabra que es menester obedecer, pues es palabra del Ahau, el que gobierna todas las generaciones del Gran Descendiente, desde el Katun donde todo comienza a andar en tres.
Así como hay Siete Grandes Generaciones en total, creadas por el Muy Alto, EL ETERNO cuando hizo el Gran Descendiente, así en cada generación hay chicos descendientes, y también muy chicos des­cendientes. Y en todos hay también siete generaciones.
Y hay siete tiempos, siete medidas, y en cada una hay nueva mente siete.
Cada Chico Descendiente parecido es al Gran Descendiente.
Chico Descendiente es el hombre, y está en la sexta generación; y lleva en sí medidas para medir los tiempos de la quinta, la cuarta y aún la tercera generaciones, si de la pura agua del Cenote Sagrada hace su vino de balché, si cuando come de su milpa come también la palabra del Gran Generador, que dice:
«Yo soy, pues. Soy Dios, pues”.
Como era en Yucalpeten mucho tiempo antes de la llegada de los Dzules.
Y como también ocurrió én Yucalpeten, así también había ocurrido allá en la tierra del Mayab de Jesús, cuyo Chichén era Jerusalén.
La voz de la Princesa Sac Nicté se había perdido allí, también por la misma locura de los sacerdotes.
Se había perdido la sabiduría de sus corazones y no había y; misericordia en sus cerebros, y su alma ya no comía la comida de Muy Grande Sol que ilumina todos los mundos y da vida a todos lo soles.
Muchos eran quienes anhelaban, contados eran quienes indagaban.
Desierto estaba ese Mayab donde hay sabiduría.
Pocos gigantes había en su pequeña Cozumil, en aquel remoto Continente.
Como ahora en Mayapan.
Todos querían servirse a sí mismos, pocos querían servir al Señor Nicodemo era uno de los pocos.
Y ardían, abrasando su corazón, las sagradas palabras que había escrito con potestad de Tzicbentlzan el Santo Señor Moisés, en su Katun de Luz. Y estas palabras eran:
“Porque este mandamiento que yo te intimo hoy no te es en cubierto, ni está lejos. No está en el cielo para que digas: ¿Quién su­birá al cielo por nosotros y nos lo traerá, y nos lo representará para que lo cumplamos? Ni está de la otra parte de la mar, para que digas:
¿Quién pasará por nosotros la mar para que nos lo traiga y nos lo re­presente, a fin de que lo cumplamos? Porque muy cerca de ti está ir palabra, en tu boca y en tu corazón, para que la cumplas.
Mira, yo he puesto delante de ti hoy la vida y el bien, la muerte y el mal”.
Así había escrito el Santo Señor Moisés, Pauah que comía la comida del Muy Grande Sol que ilumina teclas los mundos. y da vida a todos los seres.
Y estas palabras se habían escrito el corazón de Nicodemo.
Pero los hombres de su katun sólo rondan palabras. y no comían comida del Sol ni del Muy Grande Sol.
No tenían hambre, no tenían sed de la palabra del Mayab de su tierra.
Pero Nicodemo tenía hambre, tenía sed.
E indagaba.
Y por eso, en su llanto, repetía en secreto a la Princesa Sac-Nicte:
“Pruébame que tus labios no han sido hechos para ser besados, y yo te probaré que las tinieblas son la luz”.
La luz ha venido otra vez por el Oriente en la palabra del Norte, para que quien oiga y vea no tenga poniente y no tenga sur, y el Eternamente Verde sea por siempre en él, y en EL.
Indaga pues con diligencia, porque el hernioso cielo del Mayah abierto está siempre para quien está pronto.
Y pronto está quien indago y no desmayo.
Así pues indagó Nicodemo, y siguió la voz del destino, y vivió su destino y no huyó de él.
Por su destino se enteró un día acerca del Rabí de Nazareth, Chilam Balam de Galilea, que hablaba del Gran Señor Escondido lla­mándole su Padre que está en los cielos.
Era el Santo Señor Jesús que trepaba en el Árbol de la Vida y enseñaba a trepar.
La voz de su destino le habló secretamente en el corazón, y Ni­codemo secretamente fue a ver a Chilam Galileo, porque sabía que en él había Palabra de Verdad.
Débil era la luz de la tierra en esa noche, grande era la luz del cielo.
Grande era la llama de amor en el corazón del Nazareno, gran­de era el anhelo de luz en el corazón del fariseo.
Y fue un hilo de luz lo que sumó el destino aquella noche, y descorrió los velos para que el hombre de barro pueda emprender el camino de la regeneración.
Y el rabí Nazareno dijo a Nicodemo, y sus palabras quedaron encendidas en su corazón:
“Lo que es nacido de carne, carne es, y esta es una generación”.
“Lo que es nacido de Espíritu, espíritu es, y esta es otra genera­ción”.
“No te maravilles pues, Nicodemo, que te haya dicho que es necesario nacer otra vez, porque aquel que no naciere otra vez no puede ver el reino de Dios”.
Y aun antes de esto. fama era por Jerusalén que los discípulos de Jesús habían repetido sus palabras proclamando que no se puede echar vino nuevo en odres viejos...
¿Qué había de cambiar?
Así se fue esa noche, pensando y pensando Nicodemo. Porque de corazón sabía que ese nacer precisaba una muerte, pero que semejante muerte no es la muerte de los muertos, sino la de los vivos que saben que todo hombre puede vivir, ser ánfora co­cida con el fuego del Mayab y llevar en ella la medida que quiera vol­car el Gran Señor Escondido.

Hombre de linaje Maya: te doy aquí la primera probanza de este nuevo Katun:
Lleva hacia el Verdadero Hombre el sol que te pide, extiéndelo en su plato, con la lanza del cielo clavada en medio de su corazón, y el Gran Tigre sentado sobre él y bebiendo su sangre.
Pues Nicodemo llevó la luz de su entendimiento a los pies de Jesús, y el saber de Moisés era aguijón doloroso en su pecho, pues era solamente saber; y desde entonces la garra de la sabiduría le mantuvo sujeto.
Nicodemo cargado estaba por los años de una existencia entregada a mostrar a los jóvenes de su tiempo cómo hay que andar en los caminos del Señor.  
Y he aquí que el rabí Nazareno le había dicho esa de la generación que ha de morir para poder renacer en otra y así poder vivir. Se lo había dicho así:
“¿Tú eres Maestro de Israel y no sabes estas cosas? En verdad te digo, Nicodemo, que te hablo de aquello que yo sé y que yo soy y doy testimonio de lo que he visto; pero los hombres de tu generación no quieren recibir mi testimonio. Y si te digo cosas de la Tierra y no las puedes llevar ¿cómo podrás llevar cosas que son del cielo? Porque nadie subió al cielo sino el que descendio del cielo, y este es el Hijo del Hombre que está en el cielo. Y así como Moisés levantó la ser­piente en el desierto, así ahora es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él creyere no se pierda, sino que tenga vida eterna”.
Las palabras de este Verdadero Hombre ahondaron la herida ya abierta en el corazón del fariseo, y en el fondo de su pecho indagaba:
“¿Cómo, cómo habré de hacer, Señor?”
Así comenzó a morir su espíritu de fariseo y en su mente reso­naron las singulares palabras que había oído decir a los discípulos del galileo:
“Bienaventurados los pobres en espíritu porque de ellos es el reino de los cielos”.
Así comenzó a atraer sobre él el beso de la Sagrada Princesa Sac-Nicté que ya velaba por él, pero él aún no lo sabía.
Su corazón sangraba en abundancia porque eran muchos los jó­venes que acudían a su casa en Jerusalén a escuchar su palabra. Y como él quería servir al Muy Alto, al ETERNO, en su conciencia ardía el fuego de la muerte que precede a la resurrección y en sus oídos las palabras del Rabí Nazareno:
“¿Tú eres maestro de Israel y no sabes estas cosas?”
Y pensó en Judas, el joven nacido en las lejanas tierras de Kariot, y en cuyo corazón ardía también el impulso sagrado que oculta­mente enciende la Princesa Sac-Nicté. Judas había llegado a los pies de Nicodemo para también aprender a caminar por los caminos del Señor, que es el camino del Mayab, y comía de las palabras de su rabí y se nutría de ellas y su rabí le amaba y él amaba a su rabí.
Pesado corazón el de Nicodemo aquella noche.
Hombre de linaje Maya, he aquí la segunda probanza: el Verda­dero Hombre quiere que vayas a traerle los sesos del cielo, pues no todo el que dice ‘Señor, Señor’ entrará al Reino del Mayab, sino aquel que haga la voluntad del Padre, el Gran Señor Escondido. Y el Ver­dadero Hombre tiene muchos deseos de ver los sesos del cielo pues a El le ha sido dado el juicio.
Esto está escrito en las escrituras de la Cuarta Generación.
Si tienes ojos, verás; si oídos, oírás.
Si aún no los tienes, entregando tus sesos al Verdadero Hombre los tendrás.
Y así quizás se cumpla para ti la profecía de Chilam Balam, profecía que alienta el paso de la quinta a la cuarta generación, don­de “ellos hablan con sus propias palabras y así acaso no todo se entienda en su significado; pero derechamente, tal como pasó todo, está escri­to. Ya será otra vez muy bien explicado todo” (en la cuarta generación, generación invisible dentro de ti mismo).
Por cuanto todo lo escrito en las Sagradas Escrituras, escrito en ti también está, en tu alma, si lo puedes leer.

Así dice, pues:
Yo, Judas de Kariot, amaba a mi rabí Nicodemon, quien me enseñaba caminar por los caminos del Señor.
Le servía en cuanto un discípulo digno de Israel debe servir a su rabí, y aguardaba mi hora para servir al ETERNO, y en mi cora­zón ardía el amor. por la Verdad.
Pero aquella mañana mis ojos me hicieron ver que mi rabí Ni­codemon no era mi rabí Nicodemon. En su rostro vi angustia, y así pude sentir como su corazón estaba herido, mas no sabía si su herida la había causado el mal o el bien que anhelaba, por cuanto mi rabí seguía el camino de los sabios de Naim, conforme a la tradición de Hillel.
Excusó esa mañana a todos sus discípulos, menos a mi.
Cuando esto hizo, mi corazón se agitó, y parecióme que el presa­gio era oscuro, porque no alcanzaba a comprender que le ocurría. Frecuente era en ése entonces ver rostros descompuestos por la ira y la angustia entre los fariseos. Y Jerusalén era cuna de confusión. Poncio Pilatos, procurador romano, quería para si los tesoros del templo, quería construir un acueducto que le hiciese memoria hasta otros tiempos. Y en las calles, el pueblo se agitaba en medio de un bullicioso parlerío en el que se advertía el odio hacia Roma.
Y un hombre humilde, venido de la lejana Galilea, había encendido en su pecho una nueva esperanza, hablándoles de libertad. Y los pa­tios del Templo eran testigos mudos donde su enseñanza resonaba y los hombres recogían sus extrañas palabras y -veían los extraños hechos de este hombre que, siendo judío, profanaba el Sábado curando en­fermos, y no guardaba los preceptos de pureza, y bebía vino y comía carne con publicanos y con pecadores, diciendo que había venido a remitir pecados y no a condenar a los pecadores. Y entre quienes le seguían estaba María, la ramera de Magdalena, y el agente de los publicanos Leví, y extraños hombres que pescaban, y un mozo, Juan, y sus hermanos.
Extrañas cosas decía este rabí, extrañas cosas hacía. Pero quie­nes le amaban, decían, a su vez, que lo que enseñaba hacia dulce el acíbar de las lágrimas del corazón y que los sabios le Naim, los más doctos y puros de la tierra, hallaban en sus palabras tesoros ocultos de Hillel, bellezas del Talmud. Mas no podían entender sus hechos, pues para ellos todo hecho había de tener por fundamento el temor de Dios.
Y he aquí que este rabí había dicho:
“Tanto ama Dios al mundo que ha mandado a su Hijo Unigé­nito para que sea salvo, y no para condenarlo”.
Extrañas palabras en las que no había ningún temor.
Y también había dicho:
“Amarás a tus enemigos”.
¿Habíamos, pues, de amar a los enemigos de Israel?
En las sabias palabras de la Ley de Moisés, mi rabí Nicodemon nos había repetido la tradición de nuestros padres, pero he aquí que este rabí de la lejana Galilea no se apoyaba en escritura alguna, y en cambio, proclamaba ante el pueblo y ante los doctores de la Ley:
“Escudriñad las escrituras, porque antes de que Abraham fuera, Yo Soy”.
Esa mañana, pues, cuando advertí la angustia en el rostro de mi rabí Nicodemon, el presagio me dijo que lo que ocurría era por causa de este Nazareno que anunciaba el bautismo Con fuego del Espíritu Santo.
“Judas”, me dijo mi rabí; “tú has venido desde las tierras de Kariot a beber los mandamientos del Señor y a caminar por sus Cami­nos según la tradición”.
Yo guardaba silencio.
“Judas, apiádate de mí”, continuó mi rabí Nicodemon, “Me Con­sume la duda; soy un hombre de corazón atribulado. No estoy seguro de que mi saber sea bueno, no estoy seguro de que te esté enseñando a caminar por los caminos del Señor”.
Graves palabras estas que dijo mi rabí Nicodemon.
Graves, porque en la austeridad de su virtud mucho era lo que exigía de nosotros, los que habíamos llegado hasta él, para estudiar con diligencia la verdad de la Tora. Graves palabras porque era este hombre un alto miembro del Consejo de los Ancianos en Jerusalén, hombre docto y puro, y respetado, y amado.
Contuve, pues, el aliento para no responder, y vi la palidez en su semblante y el temblor en sus manos y la consunción de su espíritu.
“Hemos perdido el hilo que conduce a la verdad”, me dijo. Y Citó aquellas palabras de Moisés que como fuego ardían en su corazón, y me conté la entrevista de la noche anterior y como las palabras del rabí Nazareno habían aumentado su sed y su dolor a la vez. Y el rabí Nazareno también le había dicho:
“Sólo quien cree haber perdido el hilo que corre a través de los tiempos tiene el verdadero hilo en sus manos, y cuando encuentre su alma, no la perderá”.
¿Qué extraño misterio y paradoja encerraban estas palabras?
Protesté con vehemencia, porque al citarlas mi rabí Nicodemon había encendido la duda en lo más profundo de mi pecho, y yo su­fría y no quería más tribulaciones. Por eso había ido donde él, para encontrar refugio y abrigo en su enseñanza y así poder tener siempre un hilo sujeto entre las manos.
Hablamos de esto durante mucho tiempo, pero él me observaba compasivamente. y terminó diciendo:
“En tu vehemencia hay temor al destino, Judas. Ven conmigo, iremos juntos a escuchar a este extraño rabí”.
Y ya era notorio en toda Jerusalén que este extraño rabí había expulsado a los mercaderes del Templo, azotando sus espaldas con un látigo y llamándoles ladrones que habían convertido la casa de su Padre en una guarida.
Yo protesté ante mi rabí Nicodemon, pues los mercaderes perm­itían cumplir con las demandas del sacrificio.
“Guarda tu lengua, Judas”, me dijo. Pues en su austeridad mi rabí había puesto vallado a la maledicencia y no era como otros fa­riseos que se entregaban a la censura y a la murmuración.
“Preciso es que encontremos el hilo de nuestros padres”, dijo.
“Porque en aquellas palabras que anoche quemaron mi corazón el rabí Nazareno me dijo la verdad.’
No pude soportar estas palabras. Mi corazón se agitó con violencia y a mis ojos llegaron ríos de lágrimas y sentí el dolor de mi rabí como si fuera el mío. He aquí, me decía yo en silencio, he aquí que mi rabí se dice en tinieblas, ¿cuáles no serán, pues, las mías? ¿Cuáles serán, pues, las de la juventud de Israel? Mi rabí, luz de las luces, refugio de nuestra juventud, me dice que también está en tinieblas y ya no tendrá más una respuesta precisa para disipar nuestras dudas y me abandona en medio de una multitud de extraños sentimientos.
Y me sentí perdido como un niño de pecho a quien su madre abandona para ocultar su vergüenza...

Marchamos juntos, en silencio, en dirección al Templo.
Y al llegar a los patios no fue difícil hallar al rabí Nazareno.
Le rodeaba una multitud y en ella también habían algunos fa­riseos.
El silencio que hallamos estaba preñado de amenazas.
Muchos de la multitud abrieron paso para que mi rabí Nicodemon se adelantase, pues todos le conocían y le estimaban como a un hom­bre de virtud y saber.
Y vi al rabí Nazareno.
Posó sobre nosotros sus ojos, en silencio. Y en ellos brillaba un extraño fulgor, pero su rostro era sereno y fuerte y cuando posó su mirada en mi, creí advertir en ella un mensaje especial que me mandaba su alma, y sentí que su alma sonreía y la mía también, y se que en esa mirada él me saludaba con una bienvenida, como la únicamente quien ha estado separado durante mucho tiempo del ser que ama.
Hubo alegría en mi corazón; pero mi pensamiento permaneció turbado.
Supe al instante que pronto este hombre extraño seria mi rabí y que yo también me sentaría a sus pies para beber de sus palabras entonces sentí un dolor agudo en el corazón por cuanto significa que habría de dejar a mi rabí Nicodemon para ir en pos del extras profeta que procedía de la distante Galilea de donde nada bueno podría venir.
Hubo aún más angustia en mi corazón. Una hora antes mi rabí me habla dejado cual niño abandonado a sus propias tinieblas, perdido el hilo que pensaba encontrar a sus pies. Y he aquí que el Nazareno me daba su silente bienvenida, y, por un instante, pensé que iba a perderme en él y con él.
Fue sólo una mirada, pero ella me mostró un destino que se expandía en una extraña forma, imposible de describir en palabra. Intuí un destino que no corría a lo largo, ni a lo alto, ni a lo ancho sino que hacía de estas tres proporciones una distinta proporción e la que estaban todas las demás. Y era un extraño mundo en el que me sentía perdido.
Porque por un instante no había sido yo, sino el rabí que me miraba. y tuve miedo, y mi corazón se turbó y luego volví a ser yo mismo le miré.
El también me miró, y esta vez su alma sonrió dentro de mí me sentí perdido.
Fijé un extraño vivir de esa mañana.
Volví los ojos hacia mi rabí Nicodemon para implorar su auxilio pero él se había ya alejado de mí y estaba escuchando a alguien que le explicaba el incidente del momento. Mas yo hubiese jurado que habíamos todos estado viviendo en ese lugar desde hacia siglos.
“Responde, pues”, le dijo un fariseo al Nazareno.
Mis ojos se quedaron fijos en el extraño rabí; le vi trazar un círculo en la tierra, con la punta del pie, y en él envolvió a la mujer que había a su lado y en quien no había yo reparado todavía. La mujer sufría una vergüenza, pero el circulo que había trazado el rabí en la tierra la envolvió a ella también. Y aun ahora juraría que nadie hubiese podido penetrar en él.
El ambiente estaba tenso, preñado de amenazas. Y yo me apres­taba a defender al Nazareno porque oí a mi espalda palabras de im­paciencia y de maldad; pero él mío calmé con su mirar sereno y de la misma manera que un instante antes había agitado mi corazón, ahora lo calmaba. Y quedé quieto, en paz, esperando.
El Nazareno, fijando sus ojos en los fariseos, dijo:
“Si la habéis sorprendido en el hecho, y os consta su adulterio, yo digo: lapidadla conforme a la ley”.
Corrió un murmullo nervioso y de triunfo entre la multitud. La mujer tembló de temor y de sus ojos cayeron dos lágrimas a los pies de ese hombre cuya palabra había vibrado íntegra y suave en medio de la multitud. Pero el murmullo pronto se apagó, porque el rabí Nazareno volvió a mirarlos y los silencié:
“Pero que arroje la primera piedra aquel que, entre vosotros, se considere libre de pecado”.
Grande y temible fue el silencio que siguió a esta palabra. Porque en el corazón de todos los judíos el pecado estaba siempre y diariamente habían de recurrir a los ritos de la purificación para ser limpios conforme a la tradición. Y había conciencia en ellos que no siempre se cumplía como es debido con los ritos de la pureza. Na­die osó decir que estaba puro y limpio de pecado. Sin embargo, estas palabras nazarenas hablan sido una daga incrustada en carne viva. y el odio se dibujó en los rostros de los hombres y de los fariseos, pues grande es la flaqueza humana y siempre es mejor y más cómodo ver el pecado ajeno e ignorar el propio: fácil es sentirse virtuoso ante el impuro y amar la virtud para dar cumplimiento a la escritura y rió para limpiar de males pensamientos el propio corazón. Así nos lo había dicho nuestro rabí Nicodernon; tal era su virtud, tal era su austeridad. Y sentí entonces como el destino se urdía para los tiempos por venir, y por que el corazón ¿e ini rabí Nicodemon se había turbado la noche anterior. Ahora también se había turbado el mío, y supe, sin palabras, que el rabí Nazareno tenía potestad de la Verdad, y que en él se habían aunado la gracia y la ley.
La muchedumbre se desbandó rápidamente, y con ella se marchó Nicodemon, cavilante, abrumado por los nuevos presagios que delataba su rostro. Yo quedé solo frente al rabí de Nazareth, sin poderme alejar.
Le oí decir a la mujer:
“¿Dónde están, pues, los que te condenaban? Ni yo te juzgo.
Vete y no peques mas.
¿Qué ley regía la conducta de este hombre para quien las escritu­ras parecían no existir? ¿En qué aguas bebía su sabiduría? ¿Qué tradición había formado su alma?
Todas estas preguntas se alzaban en mi mente como un torbellino y mi corazón estaba sin poder entender, cuando el rabí dirigiéndose a mi, me dijo:
“Bienvenido Judas de Kariot. Acércate a mi”.
Y me acerqué con temor, pero el rabí me tomó de la mano y me hizo pasar al círculo que había trazado con el pie, en la tierra, y me tranquilicé.
“Rabí, ¿cómo sabes mi nombre?”, pregunté.
“Todos somos hermanos e hijos del mismo Padre, pues su anhelo es el nuestro”, respondió. “¿Por qué, pues, no te iba a conocer?”
Ambos guardamos silencio; él miraba mis ojos y yo los de él, y cada vez más sentía a este hombre en mí, y a mí en él, pero no acertaba a explicarme y tampoco a comprender.
“No te inquietes por ahora, Judas”, me dijo. “Día llegará en que comprenderás porque ahora sientes, aun cuando el tránsito de la llama a la luz es árduo”.
Pasó un breve silencio hasta que él me dijo:
“¿Qué hubieses hecho tu en mi lugar?” Yo entendí que se refería al Juicio que habíamos presenciado recién. La mujer se alejaba de nosotros, volviendo a cada instante un rostro ansioso hacia este rabí.
Pero no pude responder; grande era mi confusión porque la ley condenaba al adúltero a la lapidación cuando se le sorprendía en el hecho, mas yo sabia que mucho y grande era el adulterio cometido en secreto y sin testigos. Y así muchos andaban libres de sospecha y los hombres nada decían porque nada sabían del secreto adulterio. Y esto no estaba contemplado en la ley de los hombres y mi rabí Nicodemon nos había dicho que este adulterio únicamente lo contempla la ley de Dios, a quien nadie puede mentir de corazón. Tal era la virtud de mi rabí Nicodemon y a veces su autoridad se apartaba de la letra de la ley y nos había dicha a menudo que un pecado en secreto es un doble pecado, porque hay mentira y cobardía en él, y el escándalo ante los ojos del Señor es siempre mayor que el que se hace a los ojos del hombre.
Y este rabí de Nazareth me dijo:
“El rigor de la ley corresponde siempre a lo que anda en el co­razón humano, Judas. No lo olvides, para que aprendas a juzgar con justo juicio. Por sus juicios conocerás el corazón de los hombres. Pero mi Padre, que está en los cielos, misericordia quiere y no sacrificio. quiere un corazón hambriento de su amor y su sabiduría aun cuando sea un pecador, que a veces la virtud aislada de su Bien puede ser peor que el mismo mal”.
Este rabí destruía la ley y las interpretaciones de los doctores y me escandalicé; pero en mi corazón había dicha, porque sus palabras brotaban de lo que no me atrevía siquiera a nombrar en mis más pia­dosos sueños. Y hablaba este hombre sin referirse nunca a la escri­tura como hacían los doctos y aun los sabios de Naim a cuyos pies también me había sentado yo.
“El Padre a nadie juzga, más dio todo juicio al hijo. Y no he ve­nido a juzgar a los hombres, sino a dar testimonio de la verdad; me dijo. Hay quien juzga a los hombres, y muchas son las formas de adulterio y el de esta mujer quizás no sea porque hay fornicaciones que abomina mi Padre que está en los cielos. Y cuando lleguen a quien los juzgue diciendo que han arrojado demonios y han hecho muchas cosas en su nombre, yo les diré en esa hora: ‘Alejaos de mi, obradores de maldad’.
Extrañas palabras, extraño saber que me inquietaba.
“¿Vienes conmigo, Judas?” me preguntó echando a andar.
Y yo le seguí.
No lo sabia entonces, pero a partir de ese día he andado siempre con él de generación en generación. porque nuestro destino estaba urdido ya desde el comienzo de los tiempos.
Muchas cosas insólitas me dijo; pero todo a su debido tiempo.
Pues el alma del hombre se remonta desplegando sus alas poco a poco, a medida que la luz se expande en las tinieblas.
Muchas veces quise preguntarle que había hecho él conmigo aquel día en el patio del templo, frente a la mujer adúltera, pues a menudo venían a Jerusalén magos caldeos que demostraban sus pe­ricias, pero mi rabí Nicodemon nos había apartado de ese camino; ahora, este rabí de Nazareth decía palabras de sabiduría sin apoyarse en escritura alguna, pero tenía un poder superior al de aquellos magos que atraían discípulos para su extraña ciencia.
“Cuando el hombre tiene hambre, puede convertir las piedras en pan”, me dijo. “Pero yo tengo un pan que saciará toda hambre y un agua que calmará toda sed. Y a quien quiera comer he aquí que la doy, y a quien quiera beber he aquí que ie digo: bebe. Porque aun en las piedras encontrarás el Verbo de Dios.
“Quiero de tu agua y tu pan, rabí”, le dije, sin poderme contener.
“Lo sé”, me contestó.
“¿Quién eres, rabí? Sólo un hombre del cielo verdadero puede decir y hacer las cosas que tu dices y haces. ¿No hay el temor de Dios en tu corazón?”
“No, Judas; no hay temor en mi corazón. Mi Padre que está en los cielos es el único Dios y su bendición es de amor. Quien a mi me ame, amará a El, y El le amará en mí. No he venido a abrogar la ley o los profetas, sino a darles cumplimiento. El temor únicamente anida en un corazón incierto, y ci hombre así nubia su entendimiento del Reino de los Cielos. Pero es menester que así sea en un comienzo hasta que el hombre aprenda a ver a la luz do su propio corazón y a oír con la voz de su amor. Por eso digo que el Padre, que está en los cielos, misericordia quiere y no sacrificio. ¿Y qué es un corazón misericordioso sino un corazón pobre en amor propio y anhelante del amor de Dios?
“¿Sancionas a caso el mal, rabí?”, le pregunté.
“Hay quienes dicen del bien y del mal, pero que nada saben de la voluntad del Único Bueno y por eso han menester de juicios y condenas. Pero si nuestra justicia no fuese superior a la de ellos, muy pequeños seremos en el reino de los cielos. Tan perfecto es el amor del Padre que hace que su sol abrigue por igual a justos y a pecadores. Así es menester que sea nuestra perfección pues tal es la misericordia. ¿Cómo explicar lo inexplicable? Cual rocío silente e invisible el amor do Dios mueve a los hombres de diversas maneras y todo cuanto anhelo en su servicio es enseñar al hombre a recibir por si mismo la bienaven­turanza. Sólo muestro un camino por el Espíritu Santo, para que el hombre aprenda a juzgar con justo juicio”.
Muy sutil era la diferencia que este rabí trazaba entre los hom­bres, mas no me atreví a indagar más y continué en pos de él.
Pocas oportunidades tuve para hablar a solas con él desde esta vez. Estaba acá y estaba allá, y doquiera fuese, siempre se formaba una multitud en torno a él y él hablaba en parábolas y anunciaba el Reino de los Cielos. Y con los demás hombres, impuros como yo, que le seguían cual discípulos, solía hablar a puertas cerradas y ellos sa­lían con el rostro encendido, o bien cavilantes. Mas cuando quise hablarles de las palabras y hechos de su rabí, todos guardaban prudente silencio.
Un día el rabí me dijo:
“¿Vienes conmigo, Judas?”
“Rabí”, le dije, “Mi corazón está en ti pero me pesa grandemente dejar a mi rabí Nicodemon”.
“No le habrás de dejar”.
“¿Cómo entender tus palabras? ¿Vienes conmigo, me dices, cuan­do vas a partir y también que no dejaré a mi rabí Nicodemon? ¿Có­mo puede ser eso?”
“Si pudieses tener un pan y un agua que quitasen el hambre y calmasen la sed de todos los tiempos, ¿lo guardarías únicamente pa­ra ti?”
“Tú bien sabes que no”.
“Entonces, Judas, sígueme. Yo soy el camino, la verdad y la vida. Y partirás el pan que yo te dé con tu rabí Nicodemon, pues quien está en mi, en mi Padre está y el amor de mi Padre anida en él, porque mi Padre y yo una sola cosa somos. ¿Vienes conmigo, Judas?”
“Voy, rabí”, le dije.
Pero en mi corazón hubo amargo llanto y aquella noche me des­pedí de mi rabí Nicodemon. Y aun cuando no me lo dijo, advertí en su mirada el ansia oculta de recobrar el hilo que corre escondido de generación en generación y que el rabí Nazareno decía que era el Reino de los Cielos y que ‘ese reino está en vosotros mismos’.

Grandes y hermosas cosas nos dijo mi rabí Jesús durante aquellos meses que vivimos con él, sin mas hogar que el amor por el Pa­dre que está en los cielos. Y junto a él aprendimos aquello que es el mandamiento de buscar primero el Reino de Dios y su Justicia, y mucho nos fue dado por añadidura.
Mi rabí curó enfermos, dio vista a ciegos y limpió a leprosos. “¿Dónde está tu poder, rabí?”, le pregunté un día.
“De mí mismo nada puedo hacer”, me respondió.
Su palabra era breve, su austeridad no era severa. En algunas cosas el peso de sus mandamientos era mayor que el peso de la ley de nuestras tradiciones, y en otras más liviano.
¡Grandes y bellas cosas nos dijo bajo estrellados cielos y bajo la luz del sol!
Grandes y bellas cosas que el hombre ya ha olvidado. Y habían escribas que anotaban todo cuanto él decía, pero no anotaban lo que únicamente nos decía a nosotros.
Un día relató la parábola del vestido de bodas, agregando que a quien tiene le será dado y tendrá más y a quien no tiene aún lo que tiene le será quitado. Le preguntamos cómo podría hacerse todo hombre de este traje y él respondió que había únicamente una respuesta a todas estas preguntas:
“Amarás a Dios por sobre todas  las cosas, y al prójimo como a ti mismo”.
Este era el mandamiento principal, y nos urgía a cumplirlo en nuestros actos, en nuestros pensamientos, en nuestros sentimientos, y agregaba:
“Si esto no sabéis cumplir, os estará vedada la vigilia de la ver­dadera oración”.
Y agregaba:
“Velad y orad para que no caigáis en tentación”.
A menudo nos inquietaba la duda y él nos explicaba entonces:
“No podréis velar sin orar, y no podréis orar sin velar”.
Y cuando hubimos escrito la Oración del Señor, el Padre Nuestro, nos urgió a desentrañar el significado de cada una de sus palabras porque nuestro propósito era el de Santificar Su Nombre en todos nuestras acciones del mundo, porque sin esta santificación la ley de Dios sería cosa muerta.
“Al orar, no perdáis el hilo secreto de vuestro más intimo pen­samiento. Y no os congojéis por vuestras necesidades porque el Padre que está en los cielos sabe lo que habemos menester aun antes de que se lo pidamos. Pues EL os dio también vuestras necesidades”.
Durante mucho tiempo permanecieron obscuras estas palabras y entre nosotros ocurrían frecuentes disputas sobre su significado y so­bre el galardón que habríamos de hallar en el Reino de los Cielos. Pero nuestro rabí leía en nuestros corazones y solía decirnos:
“No juzguéis, para no ser juzgados, porque con el juicio con que juzguéis, seréis juzgados. Todo cuanto os es dado ver por fuera es únicamente un reflejo de lo que anida en vuestro corazón y el mundo y los hombres son lo que sois vosotros”.
Muchas de sus palabras se esparcieron entre las gentes porque mi rabí hablaba y decía según le preguntaban, mas no todos podían en­tenderle. Un día dijo:
“Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad, y, bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque serán hartos”.
Entonces ocurrió que vinieron hombres de los fariseos, pero mi rabí no quiso hablar con ellos y algunos de nosotros disputamos sobre el significado que ellos buscaban en estas palabras. Mas el significado de ellas estaba oculto en el corazón de cada cual y el anhelo de jus­ticia había de ser el anhelo de ser justo más que el de recibir justicia.
Por los poblados siempre había enfermos que Curar, posesos que aliviar. Y a menudo hallábamos en ellos a escribas de todas partes del mundo que anotaban con gran celo las palabras de mi rabí. Fue entonces que él nos dijo:
“Guardaos de la levadura de los fariseos. El Reino de que os hablo no es de este mundo y yo tan sólo he venido a mostraros el camino y a dar testimonio de la verdad”.

De noche, mi rabí velaba de rodillas mientras nosotros dormíamos. Algunas veces me llevó con él a las colinas y me contó sus cuitas.
Porque sufría, y a menudo decía, suspirando cual presa de gran dolor ‘Grande es la mies, pero hacen falta segadores”.
Y me explicó muchas cosas que no explicó entonces a los otros.
Y cuando le pregunté por que razón me aislaba así de los demás me dijo:
“Ellos duermen con el corazón tranquilo porque han hallado parte de lo que buscaban, pero tu, Judas, no has encontrado la tuya, tu copa será amarga de beber, pero tu guardián será grande en los cielos. He aquí que se cernirá sobre todos nosotros una gran tormenta y habrá inquietud en los corazones tranquilos, pero el tuyo será sacudido en su soledad y hallará paz únicamente en el gozo del Señor cuando se haya cumplido la ley. Y cuando todo haya pasado, reso­naran más palabras, al cabo de los siglos, pues todo pasará, mas ellas no pasaran.
Estas obscuras palabras de mi rabí produjeron en mí largas noches de agonía, pues a través de ellas comenzaba yo también a entrever el destino. Poco tiempo después fue que nos anuncié a todos:”¿No os he escogido yo a vosotros, y uno de vosotros es diablo?”

Todos anhelábamos vernos libres del yugo de la Roma Imperial, pe­ro mi rabí nos habló de un yugo peor que el de Roma, el yugo de las tinieblas de afuera donde siempre hay lloro y rechinar do dientes, y agregó que pocos eran los que podían llevar estas palabras.
Nuestro rabí no sacaba sus palabras de la Tora sino de su pro­pio corazón, y pasó un tiempo antes de que pudiese yo entender porqué él nos decía los mandamientos de Ley y agregaba: “Mas yo os digo”. Con esto suplía aquello que faltaba en las palabras de la Tora y todos los días producía en nosotros el entendimiento vivo, hecho sangre y convertido en carne en nosotros. Y en alguna oportunidad también nos dijo que la letra de las escrituras era cosa muerta como lo era la filosofía de los escribas griegos que solían visitarnos y escu­char a mi rabí, y que sólo tenían vida cuando el hombre iba de la muerte a la vida, por amor. Los doctores do la Ley y los escribas lo ajustaban todo a la Tora y he aquí que sus corazones estaban secos y apergaminados como el papel en que estaban impresas sus escritu­ras. Y por este motivo llegó el día en que muchos de ellos comenza­ron a murmurar diciendo que mi rabí andaba por caminos de pecado. Y aun el corazón de los doce que le seguíamos se turbó más de una vez.
Mi rabí nos decía también del gradual ir de ‘vigilia en vigilia, siempre orando en el secreto de un corazón ardiente, porque este gradual despertar precedía a la muerte de lo efímero, sin lo cual no hay vida eterna posible. Nos decía que sin esta muerte no hay ni amor ni regeneración. Y hablaba también de aquello que había dicho Moisés a nuestros padres, aquello de que nos era inaccesible porque es el Reino de Dios y que estaba a flor de piel, a la vez que dentro de la piel, aún en lo más oculto de los huesos y en todas nuestras entrañas, pero principalmente en nuestro corazón y en nuestra boca.
Y en verdad, tan Cerca está de nosotros que quizás por eso mis­mo no lo podamos advertir.
Pero yo lo encontré y supe qué era.
Y cuando así ocurrió, caí postrado a los pies de mi rabí, y le dije:
“Rabí, rabí, loado sea tu nombre por los siglos de los siglos”.
Y él respondio:
“Judas, jamás lo olvides y así ocurrirá que con el tiempo el hom­bre también podrá entenderlo y lo sabrá y la vivirá, pues le será dado penetrar el sentido de que YO SOY EL CAMINO, LA VERDAD, Y LA VIDA”.
Y mirándome a los ojos, me dijo con voz profunda:
“He aquí que he convertido agua en vino. Mas viene la hora en que el diablo convertirá el vino en vinagre”.
Y jamás olvidé estas palabras. Por eso es que ahora puedo escri­birlas en tu corazón con letras de fuego, para que a ti te sea dado saber y conocer como Dios está en el cielo, en la tierra y en todo lu­gar, y cómo el hombre puede estar en Dios de corazón.
Y aquello que era lo más íntimo de mi mismo, y más real aún que mi propio nombre, no sólo era mi cuerpo; lo era y no lo era; mi cuerpo no era sino la muerte en la que el amor lo despertaba a la vida.
Y de mi propio cuerpo debía partir en el camino de regreso. Así tam­bién las piedras en el desierto, como todo en el Universo, estaban impregnadas de Dios por el Verbo, más para el hombre no todo era Dios aun cuando Dios lo es todo.
De modo que cuando nuestro rabí nos dijo que si nuestro amor por Dios nos traía padecimientos y lágrimas en la tierra, señal era que lo opuesto, el cielo, se encontraba muy cerca ya de nosotros, y que eso seria nuestra consolación, pues todo aquel que llora siempre tiene consuelo, según sea lo que motiva sus lágrimas.
Y así pudimos entender la parábola del hijo Pródigo, pues todos nosotros comenzamos a serlo. También desde ese día comprendí y veneré a María, la ramera de Magdala, y al publicano Leví, pues evidente era que en ellos también la muerte despertaba a la vida por amor, así como a Juan su amor por mi rabí le había librado de cami­nar por nuestro valle de lágrimas.
Y en nuestros corazones hubo gran regocijo.
Pero en el fondo de mi pecho continuaba ardiendo una secreta inquietud y grande era mi anhelo de darle de lo mío a mi rabí Nico­demon y a los demás ancianos del Sanedhrin.
Así también pude comprender que las medidas de una vigilia no pueden ser las mismas que las de otra. Porque en la vigilia el ser verdadero crece y crece, y se transforma hasta que el placer y el do­lor dejan de tener realidad y se convierten únicamente en agudas formas de una misma sustancia. Y en el hombre hay seis modos de vigilia, seis maneras de obrar. Unas son obras del Padre, otras son obras del Hijo, otras del Espíritu Santo y también las hay de Satanás, ‘,‘ en todas ellas se encuentra la vida, el amor y la muerte.
Y supe que quien despierta en el camino de la regeneración, va de una a otra vigilia, y así comprende que de nada le vale al hom­bre ganar la tierra si con ello va a perder su alma. Y que Dios Padre To­dopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra, para ello dio potestad a la Comunión de los Santos por su Espíritu Santo, para el perdón y la remisión de los pecados y para que los pecadores lleven también en si la vida eterna en la eterna vigilia, amén.
Y así como el alma se va forjando poco a poco, de una vigilia en otra, así también las fuerzas que la integran se van perdiendo poco a poco para aquel que olvida el Espíritu Santo. Nada se gana de una sola vez, nada se pierde de una sola vez. Todo depende de cómo el hombre anda en la infinita ronda en la que Dios existe yendo de la vida, por amor, a la muerte y cómo el hombre sabe de su existencia yendo de la muerte, por amor, a la vida.
Por eso es que mi rabí hablaba en términos de comercio y decía ‘ganar’ y ‘perder’, porque para todo hay que pagar un precio, y cuan­do se le paga se sabe que es aquello que es lo infinito y que anda y anda en la eternidad.
También decía que únicamente pueden sanar quienes se saben enfermos.
Y cuando las multitudes de mendigos, enfermos y pobres le ase­diaban, él solía decir:
“Mirad esta generación y en ella ved como se ha esclavizado a su propia ceguera. Ama su dolor y ama sus males. Me dicen: ‘Dame, dame, dame’, sin siquiera atreverse a sospechar que aquello que me piden lo llevan en si mismos y por derecho propio. Pero sólo saben pedir, no saben recibir. Y son avaros, aun cuando ninguno de ellos es culpable de su suerte. Mas vosotros que veis, guardaos mucho de con­fiar en lo que no emane de -vuestro propio corazón, que en mi camino únicamente anda quien quiera dar. A estos otros, en tanto les dé me seguirán. Pero si les dijese: ‘Despertad para que aprendáis a dar’, me lapidarían. Y día vendrá en que me lapidarán”.
Y se alejaba de la multitud, pero su corazón permanecía con los pobres, aun cuando también algo tenía que decir de ellos:
“Cuánto pecado y cuánta iniquidad hay en quienes hacen de la pobreza un medio y rehuyen el sendero de la alegría. Por eso yo os digo hoy: pocos son los verdaderamente pobres, miserables son muchos. Y tan miserable es quien se revuelve en el cieno de su riqueza, como quien se regocija en el cieno de su pobreza. Porque el pobre que liare una profesión de su pobreza es un ladrón que roba el amor que anida en el corazón piadoso. Un verdadero pobre es grato al corazón de Dios y se hará rico, pues se habrá librado hasta del deseo de pobreza. Y habrá muchos ricos a quienes les serán abiertas las puertas del cielo porque no se revuelcan en su cieno, y habrá muchos pobres que se­rán arrojados al infierno, ahí donde hay lloro y rechinar de dientes.
Estas extrañas palabras sacudieron nuestro corazón, pero nuestro rabí nos dijo aún mas:
“Lo que el hombre tiene no es del hombre, sino de Dios. Y la Gracia de Dios llega a los hombres por la Comunión de los Santos, las siete potestades que son la diestra del Padre. Y una de ellas es­claviza al hombre, alejándolo de su vigilia intima y es la tentación cuyo origen siempre es el olvido de lo santo y sagrado. Por eso muchos son los llamados, pocos los elegidos. Quienes eligen el recuerdo de la íntima divinidad, esos serán los elegidos, pues para ellos el juicio del Hijo no será lapidario”.

El destino del hombre devenía más claro en mi entendimiento. Y una noche, en una solitaria colina, mientras los once dormían, me acerqué a mi rabí para que me dijese el sentido de sus palabras cuan­do anuncié que habría tribulaciones en mi.
“No temas, Judas”, me dijo. “Tú también me acompañarás y me ayudarás en el camino de la regeneración para que otros sean también salvos. Ellos”, dijo extendiendo su mano hacia los once que dormían, “han encontrado su alma y hay paz en sus corazones. Tú, en cambio, habrás de perder la tuya antes de hallarla. Aun no puedes llevar el sentido de mis palabras, pero yo te prometo que un día comprenderás y entonces habrá también paz en tu corazón y tu ta­rea no será difícil”.
Esa noche mi rabí me bendijo de una extraña manera.
Le pregunté si profetizaba lo mismo para todos, y él contestó:
“No, Judas. Porque mi reino no es de este mundo. Si lo fuera, hace tiempo que sobre mis sienes llevaría una corona aún más esplén­dida que la de Salomón. Pero tú me verás coronado como el mundo corona a todo Hijo del Hombre. Llorarás ese día, pero tu caudal de lágrimas será como una corriente oculta en lo más’ profundo del agua de los ríos, y que conduce a una fuente más allá de las cumbres de los montes, en vez de conducir al mar. Por esa corriente vives y por esa corriente servirás para que otros remonten también el río de los destinos”.
La inquietud que me produjeron estas palabras fue un impulso que me lanzó a insondables abismos, y nuevamente sentí aquello que antes había sentido con las palabras de mi rabí Nicodemon, aquel vagar perdido como un niño que llora cuando queda abandonado y
sin pecho materno del cual recibir vida y amor. Mi rabí me observaba en silencio, y había gran ternura en su corazón, y me dijo:
“Pronto habrás de volver armado de espada hacia el mundo de los hombres. Irás como un recién nacido, mas no temas el juicio de los hombres porque tu vida será vida del Padre que levanta a los muertos. Y recuerda que el Padre a nadie- juzga, mas dio todo juicio al Hijo. Tampoco temas a quienes matan el cuerpo, mas teme a quien puede destruir el alma”.
Recordé entonces a mi rabí Nicodemon y sus cuitas y quedé pensando un instante en él, en sus palabras de hacia ya mucho tiempo y dije:
“Rabí, rabí, ten, piedad de mi, el más afligido de todos tus discí­pulos. Así como el Padre da vida y levanta a los muertos, y así como también el Hijo a los que quiere da vida, así a ti te declaro ahora Hijo de Dios, el Cristo vivo, y te suplico des vida y calmes la agonía de mi rabí Nicodemon”.
Guardé silencio y mi rabí también.

Entonces una gran luz, como jamás la podrá imaginar el hom­bre, nos envolvió a los dos.
Y oí grandes palabras de verdad habladas en el Reino de los Cielos.
Y me postré a los pies de mi rabí, y’ exclamé:
“¡Ya sé quien eres!”

Pero mi rabí puso su mano sobre mis labios, me miró tiernamente y me dijo:
“Judas, bienamado de mi corazón. Lo que has visto, cállalo aún, porque mi hora no ha llegado. Y es menester que se cumpla el des­tino, y tu me ayudarás en él”.
Y me dijo muchas bellas y hermosas palabras de verdad, sin ha­blarlas; y todas se grabaron en mi corazón.
Después, hablando con la boca, me dijo:
“No temas por Nicodemon. A ti te ha sido dado conocer cosas del cielo que Nicodemon aún no puede llevar. Porque no traigo paz, Judas, sino espada. Y quien de mi recibe la espada y hace guerra en sí mismo, ese será salvo porque velará. No hay enemigos de la vida, sólo hay enemigos del hombre. Y así será también salvo Nicodemon, cuando tenga la espada y no haya menester de ella. Así es contigo. Entonces tu calmarás las aguas y declararás aquello que el Padre pon­ga en tu boca en ese instante, pues no serás tu quien hable, sino el Espíritu del Padre quien hablará en ti”.
Y comprendí lo que mi rabí quería.
Y hubo también lumbre y luz en mi corazón, y supe que también tenía espada que dar, y que la espada da guerra al que está en paz pero daba paz a quien estaba en guerra.
Y alabé al Padre que está en los cielos, y a su Unigénito Hijo que era mi rabí Jesús.
Entonces, él me dijo:
“Judas, sé sencillo cual paloma, prudente cual serpiente”.
Pero mi espada no era como la de mi rabí; he aquí que en vez de cortar las amarras con que los pies de los hombres se aferran a las tinieblas de afuera, la mía había de cercenar el hilo con que el alma se sujeta a la luz.
Y elevando los ojos a mi rabí, así lo dije. Y vi en su rostro dos lágrimas que brotaron de sus ojos, y entonces me besó con amor y me dijo:
“Judas, he aquí que te llamo mi amigo, mas el mundo difícilmente comprenderá que lo eres en espíritu y en verdad. Más la hora h llegado en que te lave los pies, pues aquello que es menester que cumplas muy pronto, de dos modos se hace: sabiéndolo todo y por qué, ignorando el servicio. Y el hombre siempre preferirá ignorar la verdad y verá solamente un aspecto de Dios, y en su extravío creerá que lo ha conocido del todo. Mas tú y yo cumpliremos ahora como es menester que se cumpla toda justicia del Padre. Bienaventurado quien pueda entender lo que ahora anida en tu corazón, Judas”.
De mis labios brotó el reflejo de luz que allí había, y respondí:
“Bienaventurado tu, mi rabí, hijo de Dios. Porque tú eres el ‘si’ ahí donde yo seré el ‘no’ para el hombre. He aquí que te veo con’ la luz que disipa las tinieblas y seré tu reflejo en las mismas tiniebla para que sepan los hombres qué camino seguir, qué camino evitar, en el alma a la luz de tu amor, de donde brota la llama del fuego de mi celo”.
Mi rabí me miró nuevamente, y me dijo:
“En virtud de tu celo podrán muchos comprender que yo soy el camino, la verdad y la vida y no me rechazaran Nuevamente su gracia volvió a iluminar mi entendimiento y agregué:
“Más yo soy el desierto, la ilusión y la muerte, y muchos a mi vendrán”.

Y una vez más nos envolvió la luz, y en ella conocí el terrible misterio oculto en las palabras tan a menudo dichas por mi rabí:
“El Padre a nadie juzga, mas dio todo juicio al hijo”.
Y temblé de terror.

Pues el hombre sabe esto aun en su ignorancia, y por eso había descendido a nosotros nuestro rabí Jesús, para indicarnos el camino, la verdad y la vida.
Porque en el corazón humano jamás surge una inquietud a me­nos que la consolación esté pronta, y no hay anhelo que no esté flo­recido aun antes de nacer.
Y en este instante se formuló en mi corazón el voto de amor hacia el hombre del mundo. Y entendí mi misión, aquella que la Gracia de Dios me indicaba en el amor hacia mi rabí y que mi rabí había sembrado en mi pecho. Y aun cuando mi alma se abatió y de mis ojos brotaron abundantes lágrimas, miré hacia sus ojos y así le supliqué:
“Rabí, rabí de mi corazón. He aquí que veo llegar la noche y como habré de perderme en las tinieblas para que el hombre sea salvo. Pasa de mi esta copa si así es tu voluntad y la de nuestro Padre que está en los cielos y ayúdame a sobrellevar la agonía que me espera”.
Mis palabras se ahogaron en la desesperación que sentía. Y al elevar nuevamente mis ojos hacia él, le vi llorando en silencio pero con amargura. Pues en su corazón había mis dolor que en el mío. Al cabo de un instante, en la soledad de la noche, sus palabras bro­taron como un murmullo cuyo consuelo anidó en mi hasta que se hizo la noche de mi alma y llegaron a ella las tinieblas. Me dijo:
“Judas, he aquí que en el nombre del Padre te prometo que en ese momento quitaré el aguijón del dolor en tu inteligencia y única­mente te alumbrar4 el fuego de tu celo. Para que en virtud de él te sea pasada la copa de la agonía que habrás de sentir cuando llegue nuestra hora. Y en lo más recóndito de ti mismo sabrás que ni aun el Padre te juzgará y que mi juicio Sara juicio y no condena. Pues lo que es menester que hagas lo habrás de hacer por ¡ni y por la vida del hombre”.
Comprendí entonces que mi rabí y yo estábamos unidos en la eternidad. Que ahí donde él fuese, ahí estaría yo también. Yo en él y él en mí. Porque hasta entonces había hablado siempre de su hora, y he aquí que decía nuestra hora.
Y así fue, así es, y así siempre será para quien no tenga ojos ni oídos.
Y por eso agregó él:
“Pero aun corre el tiempo, y en él nuestra existencia”.
Quisiera yo ahora alumbrar en tu corazón la verdad de las co­sas, pues no fue mi voluntad sino la del Padre y de mi rabí la que se hizo aquella fatídica noche. Y por eso también fue que en los días de la Pascua se urdió la trama de tal modo que mi celo menguó la luz y sólo quedó brillando el fuego. Mas no todo fue manifiesto y aún no lo es completamente. Para mi las tinieblas que habían de ser lle­garon en el momento mismo en que mi rabí, compadecido de mi do­lor, sopó el bocado del olvido.

Pues así como el hombre precisa de la luz de mi rabí para orientar su camino hacia el Padre, así también precisa de la luz de mi celo para no herirse en los riscos del desierto. Porque es mi rabí quien ilu­mina mi camino hacia la plenitud de Dios, y yo quien le alumbra en la aridez en la que gira y gira en la eterna ronda de ilusión cuan­do únicamente le arrastra el celo. Bienaventurado quien pueda seguir a mi rabí sin escuchar mi voz; bienaventurado quien escuche mi voz y en ella reconozca también a mi rabí, porque tan sólo así podrá en­tender que no es posible servir a Mammon con la Gracia de Dios.
La luz de mi rabí me había hecho comprender que cuando hay luz y lumbre en el corazón del hombre le será dado advertir que hay camino porque hay desierto, que hay verdad debido a la ilusión, y vida en virtud de la muerte. Pues siendo hechura de Dios, semejante es a Dios. Pero hay camino únicamente para quien se sabe en el de­sierto, y verdad para quien sufre la ilusión. Así también hay vida para quien reconoce la muerte en si mismo y muere y renace en su íntima vigilia, orando. He aquí que el hombre siente la aridez del desierto por la gracia del camino y reconoce la ilusión a la luz de la verdad pues si el hombre no conociese la luz desde el comienzo de los tiempos ¿cómo habría de reconocer las tinieblas?
Y porque era su luz la que me permitía ver, mi rabí sabía de mi entendimiento y me dijo esa noche:
“Aún has de ver más, Judas”.

Y por tercera vez nos envolvió la luz.
Y en ella mi rabí condujo mi entendimiento a los pies de nues­tro Padre que está en los cielos.
Y le vi sentarse a la diestra de Dios.
Y yo quedé a la siniestra.
Mas el Padre, mi rabí y yo fuimos una sola cosa en ese instante.

Y ante mis ojos se desplegó la vida multiplicándose en los hechos de mi rabí, pues junto a toda la vida brillaba más plena la vida del hombre. En esa plenitud los hechos de mi rabí devendrían los hechos de muchos hombres, también los hechos míos estaban va multipli­cados.
Y así como esto era la urdimbre oculta de todo el mundo, era también la urdimbre oculta en la vida del hombre en sí.
En el hombre, como en el mundo entero, todo comienzo del Padre en el corazón humano estaba precedido de la voz de la conciencia, la voz del anhelo del Bien. Y era esta la voz de Juan Bautista que endere­zaba los caminos del Señor. Y tenía discípulos en el mundo y en el hom­bre; unos oían y otros no podían hacerlo. Y así como Juan Bautista refle­jaba y anunciaba una luz mayor, así también había sido y siempre será el nacimiento del camino, la verdad y la vida en el hombre. Por­que mi rabí nacido era de una pariente del Bautista. De la misma sangre eran los dos. Y yo, nacido en las lejanas tierras de Kariot, nacido de otra sangre era.
Todo cuanto veía a la luz de mi entendimiento, se multiplicaba en millones de formas distintas, pero era únicamente la vida del Pa­dre urgiendo a que el hombre tuviese también una inteligencia de ella.
Y esta inteligencia surgía de la contemplación de los hechos en sí mismo, por el hombre y en el hombre. Pues en sus primeros tiem­pos aquel que es el Salvador del hombre ha de huir de la ira de Hero­des y permanecer oculto durante su crecimiento. Pues todo ser hu­mano lleva un Herodes en sí, a la vez que un Bautista y un Jesús. Y todo hombre sufre también la invasión de un opresor ajeno a Israel, mas ha de buscar el germen de su dolor en Israel mismo, en sí. Y verá a los fariseos, a los saduceos y las legiones de cojos, ciegos, lepro­sos y mendigos alargando la mano en demanda de compasión. Y tendrá un publicano como Leví, y una ramera como Magdalena, y un Pedro y un Juan. También un Pilatos y a mí, Judas, el que le ha de vender al mundo.
“Judas, contempla el mundo”, me dijo mi rabí, “pues es la vida de Dios y nada en él hay muerto, nada puede morir. Todo cuanto es vida es Dios, y toda vida desciende para luego ascender. Dios, el Padre que está en los cielos, lo lleva todo en sí mismo pero no existe tan sólo para el hombre sino que está en y es todo cuanto es. Pero única­mente al hombre le es dado disfrutar de la inteligencia de su realidad. Y cuando su entendimiento se abre al Verbo deviene hijo de Dios, pues para el hombre en el principio es el Verbo y el Verbo es con Dios y es Dios. Y a ti te digo ahora, que ocurra lo que ocurra e hicieras lo que hicieres, en el amor del Padre será pues ahora sabes como santi­ficar su nombre. Y aun cuando creyeras un día haber maldecido su Espíritu Santo, no será tuya la culpa pues una potestad superior a ti te abrasará en su fuego y olvidarás la luz., Tal es tu voto para que así se cumpla toda justicia. Pues yo be de morir, descender a los infiernos y al tercer día resucitar de entre los muertos, pues el Padre me ha dado vida para que tenga vida en mí mismo y en virtud de esa vida del Padre todo ha de ascender conmigo como es menester que todo ascienda hacia la plenitud de Dios”.

Así quedó urdido el destino del hombre por mucho tiempo. Y en esta urdimbre todos fuimos un hilo que se multiplicó infinitas veces en el tiempo.
Ocurrió un día que llegaron “ciertos Griegos” que también que­rían subir a Jerusalén para adorar en la fiesta. Y hablaron con Fe­lipe y Felipe se lo dijo a Andrés, y ambos se lo dijeron a mi rabí.
Y mi rabí y los griegos hablaron en secreto. Y después mi rabí nos reunió a todos para anunciarnos:
“La hora viene en que el hijo del hombre será glorificado”.
Y mirándome a los ojos encendio el recuerdo de nuestra noche en el monte y agregó:
“De cierto, de cierto os digo que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, él sólo queda; mas si muriere, mucho fruto llevará”.
Estas palabras hicieron eco en mi corazón y en mi entendimiento también advertí que así como el grano de trigo mucho fruto lleva a su muerte en buena tierra, así también la cizaña mucho fruto daría en la misma tierra que el trigo. Pues la luz y el fuego juntos se ven y la llama del celo puede ser lumbre y brasa. Pero mi rabí que leía en mi corazón, elevó la voz y dijo mas:
“El que ama su vida, la perderá, y el que aborrece su vida en este mundo para vida eterna la guardará. Si alguno me sirve, sígame, y donde yo estuviere, allí estará también mi servidor”.
Guardó silencio un instante, y mirándonos a todos a los ojos nos dijo sin palabras lo que cada cual había de entender y hacer. Y posando su mirada en mi, calmó la agitación de mi pecho, diciendo:
“Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará”.

“Ahora estaba turbada mi alma ¿y qué diré? Padre, sálvame de esta hora. Mas por esto he venido en esta hora”.
Y nuevamente pude entender a que hora se refería mi rabí, pues su tiempo no era tan sólo el tiempo de Israel en. esos días sino el tiempo que había de multiplicarse para la gloria de Dios. Y en esa multiplicación, lo que era ahora uno y divino en mi rabí, llegaría a ser muchos igualmente divinos en la gloria de Dios y por la gracia del Espíritu Santo. Y en esta gracia. mi rabí exclamó con voz de true­no que aún ahora resuenan en lo más profundo de la conciencia de todo ser humano:
“¡Padre: glorifica tu nombre!”
Entonces todos nos pusimos de hinojos ante él. Y la luz se hizo en todos y la voz de los cielos habló en el corazón de cada cual vibrando con la emoción que mi rabí nos encendía. Y todos pudimos oír la voz del cielo:
“Y lo he glorificado y lo glorificaré otra vez”.
Y esta voz suena y resuena y también se multiplica como antes había multiplicado en otras formas y seguiré multiplicándose por los siglos de los siglos. Y en esta multiplicación, ocurrió la llegada de muchas horas de luz únicamente cuando la hora de las tinieblas prima el corazón del hombre.
La ‘multitud’ dijo que era la voz de un ángel, mas mi rabí extendiendo la mano sobre todos, nos dijo:
“No ha venido esta voz por mi causa, mas por causa de vosotros”.
Y el milagro fue hecho para su multiplicación, así como mi rabí había multiplicado una vez los panes y los peces. Panes para los hamb­rientos y peces para aquellos que habiendo probado el pan hacían voto de pescadores a fin de glorificar a Dios.
Mi rabí nuevamente nos dijo:
“Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo  será echado fuera”.
Y en virtud del milagro que ya se había producido fuera del mundo, nos anuncié su promesa para todos los tiempos.
“Y si yo fuere levantado de la tierra, a todos traeré a mí mismo”.
Con ello nuestro rabí nos enseñé el milagro de toda multipli­cación.
Y cada uno de nosotros Sintió el peso y a la vez la gloria de la Ley y la Gracia de Dios. Y cada cual supo qué había menester hacer, pues cada cual, al seguir a mi rabí, llevaba también a muchos en sí mismo. Pero únicamente andarían con él quienes quisieran hacerlo.

Entonces fue que mi rabí me mandó antes que él a Jerusalén, advirtiéndome:
“Judas, no temas a quienes matan el cuerpo sino a quienes pue­den matar el alma”.
Jerusalén hervía de rumores. Y mi apariencia no era la misma de antes, pues yo había dejado de ser un fariseo. Por eso mis antiguos amigos no me reconocieron ni en las calles ni en el templo. Mas Ni­codemon me reconoció y hablamos acerca de mi rabí.
Nicodemon estaba inquieto por la efervescencia política que había en la ciudad. Herodes y los suyos, como también los celotes, espe­raban la entrada de mi rabí en la Pascua para encender la revuelta contra Roma. Mas yo expliqué a Nicodemon lo que mi rabí Jesús me había explicado a mí, que su reino no es de este mundo.
Un decurión romano, amigo de Nicodemon, sospechaba de mi rabí y me interrogó con grave celo, pues quería orientar la conducta del procurador Pilatos. Le expliqué que mi rabí enseñaba a adorar al Padre que está en los cielos y no al César, y aun cuando el César romano fuese también obra del mismo Padre, el Dios de Israel era el único Dios verdadero. El decurión rió de mis palabras, mas yo le dejé en paz. Pues mi rabí nos había enseñado a no juzgar y en el mi­lagro de la glorificación del Padre para todos los tiempos, preciso era que su luz cayese por igual sobre justos y pecadores.
Mas mi rabí Nicodemon no comprendía la justicia del Padre y solamente la justicia de la Ley. Pero quería comprender, pues en su corazón el presagio era fuerte y el deseo de servir al Señor, poderoso. Por eso me pidió que le enseñara el bautismo con el fuego del Espíritu Santo.
Y recordando la luz de mi rabí, le dije:
“Nicodemón, hermano. El Espíritu Santo es santo porque es in­visible, inaudible e impalpable fuera del corazón humano. Pero hay quienes llega como un perfume y para otros con el sabor de la leche de la miel que comieron nuestros’ padres, aquellos que sabían cual a la tierra prometida a los judíos. Por eso el Espíritu Santo no se puede comunicar con palabras de este mundo. Pues es inmaculado y cuanto toca las cosas de este mundo recibe mácula. Por eso mi rabí insiste en decimos: “Bienaventurados los de puro corazón, pues ellos irán a Dios”. ¿Podría ser de otra manera, Nicodemon? Aun en el entendimiento de todo pecador brilla la luz, mas no todos los pecado. s se saben pecadores y por eso no todos osan volver el rostro hacia la. Pues no hay luz ni fuego del Espíritu Santo para quien no sufre s tinieblas. Y un puro corazón ha de estar vacío y limpio de todo, salvo del anhelo de Dios que Dios mismo sembró en nuestros prime­‘s padres. Más es la luz que la llama, pero la chispa no es menos que la luz”.
Nicodemon caviló un instante en su confusión.
“La Ley es menester que sea guardada por los ancianos de Israel. ¿Cómo, pues, tu rabí pretende que se siembre en el corazón de las multi­tudes?”, me dijo.
Y yo le respondí:
“La Ley llega a los hombres por la Gracia de Dios, pues antes que el mundo fuera, el Padre es. Así con mí rabí. Antes de que Abraham fuese, él es”.
“Blasfemas, Judas”, exclamó Nicodemon.
“La paz del Señor sea contigo, Nicodemon”.
“Y con tu espíritu”. Y hube de alejarme de Nicodemon, mas rabia que la luz aumen­taría en su entendimiento, pues aun cuándo el Gran Sacerdote se inquietaba también por los hechos de mi rabí, en todos ardía la es­peranza de la liberación.
Cuando llegué al patio del Templo encontré a Caifás. Sabiéndome discípulo de Cristo también me interrogó:
“Quisiéramos obrar con prudencia, Judas”, me dijo. “Mas debemos guardar el celo de la tradición para que no se pierda el pueblo”.
“Mi rabí no ha venido a abrogar la Ley o los profetas, mas ha venido a darles cumplimiento”
La ira asomó a su rostro, y en ella vi un reflejo de aquella visión en la que todo el milagro existía ya y se multiplicaba. Vi en ese instante como el rostro de Caifás y aun sus pensamientos y sus sentimientos también se multiplicaban en los tiempos que habrían por venir, “,¿Pretendes acaso que no damos cumplimiento a la Ley?”
“Mi rabí ha dicho que no todo aquel que clame ‘Señor, Señor’ verá el reino de los cielos, sinó aquel que haga la voluntad del Padre que está en los cielos”.
“¿Y cómo hemos de conocer esa voluntad a menos que interpre­temos la Ley de Moisés?”
“Aspirando a la gracia de mi rabí Jesús”.
Y también me alejé de él.
Aquella noche, inquieto, velaba orando como nos había enseñado nuestro rabí Jesús; y en medio de mis oraciones escuché su voz vi­brando dentro de mi pecho:
“Jerusalén, Jerusalén! Que teniendo ojos no ves, y oídos no oyes. Y toda palabra de profeta es lapidada en ti. Y así es con el hom­bre en su menguado entendimiento. Un día gritará: ‘Hossana!’ y al siguiente: “jCrucificadle!” Y en todo ello hay verdad, y así ha de ser. Porque en la lapidación hay también justicia. Pises las piedras devienen pan y el pan Espíritu Santo cuando se cumple con la volun­tad de Dios. Turbio es mi hablar, pero no es turbio mi decir, que la luz brilla en el corazón del hombre para que pueda abrir su enten­dimiento”.
En mi agonía recibí consuelo, pues vi que miembro del hombre era Jerusalén en la multiplicación milagrosa que ya bien conocía. Y como había en él una secreta lucha entre el procurador del invasor extraño y los custodios de la Ley de Dios, y como en la despiadada guerra sorda entre ambos surgía el dolor de la multitud de seres que de ellos dependían, y como, porque ambos lo ignoraban, había dolor y miseria en Israel.
Supe en ese momento que mi rabí entraría a Jerusalén.
Y así fue.
Pocos días después entró montado a la grupa de un pollino y no sobre un corcel. En son de paz y de humildad venía y no en son de batalla. Pues era menester que el hombre fuese salvo y salvo podía únicamente no haciendo violencia, mas dejándose ver únicamente por los que tienen ojos y oídos para ver y oír.

Anás, Caifás, el decurión romano que hablaba por Pilatos y va­rios fariseos discutieron tres noches antes de la fiesta de la Pascua. Nicodemon se opuso a la violencia que buscaba Caifás y me mandó llamar.
Y cuando se hubo retirado junto con el decurión romano quedé a as con Caifás y Anás.
“¿Qué propósito mueve a tu rabí, Judas?” me dijeron.
“Que el hombre conozca la verdad y sea libre”, respondí.
Ambos sonrieron, sin ocultar su desprecio.
“Es menester prenderle”, comentó Anás.
Mi corazón palpitó lleno de angustia, pues sentí el poder de mi rabí urgiéndome a hablar.
“Yo os puedo decir dónde ha1lareis al Cristo”, anuncié.
Y ambos me miraron con asombro. Y en ese instante comprendí cómo la Gracia de Dios obraba también en su entendimiento, pues más que a mi rabí ellos querían al Cristo. Así fue como concertamos a entrevista para la siguiente noche.
Y lo comuniqué a Nicodemon. Y Nicodemon comprendio, aun cuando sus ojos se llenaron de Lágrimas, y en ellas vi su compasión por mi.
Siete días antes de la llegada de mi rabí a Jerusalén dormí en Thania en casa de Lázaro el resucitado y comulgamos juntos con Marta y con Maria. Y en esa comunión llegó a nosotros nuevamente la palabra de consuelo de nuestro rabí, diciendo a cada uno en lo recóndito del propio corazón:
“Cegó los oídos de ellos y endureció su corazón; porque un vean n los ojos y entiendan de corazón, y se conviertan y yo los sane”.
Entonces supe que la multiplicación repetía el alma de las cosas es estas eran palabras de Isaías. Y comprendí como los príncipes los fariseos también anhelaban y creían en mi rabí Jesús sabién­dole el Cristo vivo, mas temían la ira de los dueños de la sinagoga por­que amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios.
Y todo era como debía ser.
Pues nuevamente nos habló la palabra de Cristo en el corazón y repitió:
“Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, él solo queda; mas si muriere, mucho fruto lleva”.
Y todos sabíamos que la vida del Señor estaba en manos de nues­tro rabí quien había venido a sembrar para todos los tiempos por venir, como antes de él hablan sembrado nuestros padres con la Ley y los profetas. Mas este fruto, fruto nueva era. Pero no todos podían llevar esta palabra.

Al día siguiente, seis días antes de la Pascua, mi rabí llegó a Bethania.
Y los seis días se sucedieron preñados de emoción y de vida. Cada día marcó su tiempo en la multiplicación de los hechos, hasta el final.
Y nuestro rabí nos amó a todos, hasta el fin.
El quinto día, de noche, nos llevó en sí a su cena.
Y nos dijo:
“Hoy es el quinto día antes de la Pascua. Y en la Pascua mi Pa­dre será glorificado”.
Y nos lavó los pies.
Mas no todos quedaron limpios.
Y en el silencio que siguió a sus palabras, cuando había inquietud en todos, mi rabí dijo:
“No hablo de todos vosotros; yo sé los que he elegido. El que come pan conmigo levantó contra mi su calcañar. Desde ahora os lo digo, para que cuando se hiciere creáis que yo soy. De cierto os digo: el que recibe al que yo enviare a mi recibe; el que a mi reciba, recibe al que me envió”.
Luego, en medio de la inquietud de todos, al preguntarle Juan quien le había de entregar, anunció:
“Aquel a quien yo diere el pan mojado”.
Y estirando la mano con el pan mojado en ella me lo ofreció y yo lo recibí. Y sus ojos me miraron llenos de compasión y los míos bañados en lágrimas estaban, pues mi alma se estremecía de terror.
Ese instante mi rabí me miró y en su mirada colocó la memoria de aquella noche en el monte cuando me había llevado a la siniestra de nuestro Padre que está en los cielos.
Y compadeciéndose, me dijo:
“Lo que haces, hazlo más presto”.
Y tragué el bocado..
Y cuando lo hube tragado, la multiplicación de mis hechos quedó para todos los tiempos.
Y el tiempo urdido esa noche por mi rabí Jesús ha llegado a su fin, porque así es menester para la glorificación del Padre que está en los cielos.
Al comer el. pan mojado esa noche sentí caer sobre mi la barrera el tiempo, y lo Eterno, la plenitud de Dios que yo había conocido en amor de mi rabí, no fue más en mi corazón. Mi entendimiento se nubló y me vi de hinojos postrado ante la muerte y temiendo porque tinieblas se extenderían en el tiempo hasta que la opresión que hombre sufre en su caída le hiciese nuevamente clamar y mendigar luz.
Y Satanás habló en mi sangre con palabras de fuego:
“Olvida la luz que fue”.
Y comencé a sentir el devenir.
Entonces sentí que no era más el dueño de mi ser, sino el esclavo mi devenir y cayeron sobre mi mente las tinieblas de la tierra. Y lo que eran reflejos del ser de luz alumbraron en ellas con multiplicidad de sombras, y era una gama cambiante de colores pero en ningu­na había la blancura original.
Y caí en el olvido de mi propio rabí y ya no era más en él.
Y, sin embargo, su luz quedó ardiendo en mis tinieblas, mas no podía ver.
Entonces los ojos de mi rabí me miraron y por un instante sentí piedad en mi propio corazón, mas bien pronto ella se convirtió en y despecho pues con el pan mojado se había diluido toda la plenit­ud que él mismo me había dado.
Creí entonces en la muerte.
Y mi amargura se convirtió en mi fuerza.
Y obré. Pero no obré de mí mismo, pues toda potestad me había sido quitada para que aquel que tenga ojos vea, y si oídos que oiga.
Pues en estas mis palabras no hay una sílaba que no diga algo, ni un verbo que no indique un tiempo.
Pero nada de lo de mi rabí es del tiempo y sus palabras se repiten ahora como en todos los tiempos: ‘Mi reino no es de este mundo’.
Y de mi mismo agrego: “Este mundo está en el reino, mas no Como estoy yo. Que lo que del mundo pudiera ser del reino, suspen­dido está, colgando de una rama, carente de plenitud, sin que el cerebro y el corazón toquen el cielo, sin que los pies hiendan la tierra”.

Hombre de linaje maya: en trece partes he contado lo que he sabido de Judas. Hasta la novena marchó uncido por el amor de Jesús quien le lavó los pies, mas no quedó limpio del todo porque en la se­gunda ronda del nueve vendió al Cristo vivo al mundo y se cumplió la Escritura.
Pues cuando Judas llegó con una compañía y los ministros de los pontífices y de los Fariseos, Jesús les preguntó:
“¿A quién buscáis?”
Y ellos dijeron:
“A Jesús Nazareno”.
Y él dijo:
“Yo soy”.
Y ellos volvieron atrás y cayeron en tierra.
Y por segunda vez Jesús les preguntó a quien buscaban, y por segunda vez le dijeron: a Jesús Nazareno.
Y por segunda vez el dijo:
“Yo Soy; pues si a mí buscáis dejad ir a estos”.
Los enviados del príncipe de este mundo preguntaron dos veces, no mas.
Y con esto también se cumplió la escritura.
Pues los once fueron salvos.
Y así el espíritu permanece en los cielos, el cuerpo en la tierra.
¿Dónde llevas el alma?







VOCABULARIO

de las palabras mayas empleadas en los libros segundo
y tercero.


AHAU— Dios, hombre-divino, rey, “Dios Rey”, “Gran Señor”.

BALCHE— bebida que se extrae de un árbol en Yucatán y que se fermenta. También significa árbol escondido.

CENOTE— Pozo de agua subterránea. El Cenote Sagrado existió en Chichen Itzá y era lugar de ceremonias místicas.
OZUMIL— Pequeña isla frente a la península de Yucatán que sign­ifica ‘Tierra de las Golondrinas’. Actualmente se llama Cozumel. esta isla fue indudablemente la sede de un seminario o escuela esoté­rica de la cultura maya.

DZULES— Señores; este nombre se dio a los españoles en los prime­as tiempos de la conquista.

KATUN— Época o período de la cronología maya. Pequeño siglo maya, de 20 años de 360 días.

KUKULCAN — Gran instructor divinizado, ‘Serpiente con Plumas’ equivalente al Quetzalcoatl nahoa.

MANI — “Todo uasó”. También es el nombre de una famosa ciudad uaya qué én tiempos de la conquista fue sede de los Reyes Xiu y el ltimo refugio de la civilización maya y de iu cultura religiosa.

PAUAH — “Los que distribuyen o dispersan el chorro de la vida”. Cuatro espíritus celestes.

TZICBENTHAN — “Palabra que hay que obedecer”.

ZAC-NICTE —Blanca Flor.








El vuelo de la Serpiente Emplu­mada, vol. 12 de la serie Esoteris­mo y Realidad (cuarta edición), se imprimió en julio de 1989 en los talleres de EDITORA Y DISTRIBUIDORA
YUG, S. A. Hamburgo 290, Col. Juárez, C.P. 06600, México, D. F.




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